"En los largos días estivales, un insecto nace al amanecer y muere al atardecer, para sólo vivir ocho horas. ¿Cómo explicarle la palabra noche?
BUBONIS

domingo, 11 de noviembre de 2012
HERMENÉUTICO
Capítulo IV (Final)
El arma no podía estar cargada. Sin embargo los hechos decían algo muy distinto.
¿Un hecho fortuito de una materialización espontánea? Difícilmente, los milagros deben ser tenidos en cuenta como la posibilidad tan lejana que no es una posibilidad. Antes había que ver en el factor humano: un error..., una traición...
Pero ¿quién? ¿X., hombre atormentado por la indiferencia de una mujer a quien deseaba darle una última ofrenda viendo caer en desgracia a su antiguo amor frustrado? ¿Una ofrenda perfecta y circular y así vivir para siempre en ese instante en que aún podía imaginarla suya, sabiendo que no lo era? ¿Trama perfecta? ¿Circular siquiera? El rector no tenía por qué tomar el informe para formar parte de su delirio. Y eso bastaría para alterarlo todo.
Acaso no se tratara del desgraciado profesor. Un secuaz con ilimitado acceso a su oficina, libre de manosear su gabinete con desparpajo en su ausencia. Un rencor secreto, una envidia en verdad no muy bien disimulada si W. se tomaba la molestia de recordar un poco a las actitudes de su secretario. El mismo que había preparado el informe. Él, que había traído a comparecer, no muchos momentos atrás, a X. frente a W.
Si W. no hubiese sabido lo abreviados que eran los sesos de su secretario, seguramente se habría inclinado por esta tangente de secuencias.
Y aún así quedaba una posibilidad última.
W. se distrajo al escuchar el sonido de las sirenas policíacas acercarse por la calle. Primero un silbido de advertencia y luego ya furiosamente. Durante un instante W. consideró despedir a su secretario a primera hora, nunca hacía lo correcto sin consultarle antes, y ahora, había actuado una vez más sin consultarle y levantado el tubo para telefonear al destacamento. Y no se había tomado la delicada cortesía de averiguar antes a qué se debía el estallido. Se maldijo por haber alguna vez accedido a ese contrato y se prometió a regañadientes que el siguiente en su lugar sería algo menos inoperante.
Entonces la idea acudió agitando las sangres en su rostro. W. sintió cómo la respiración se le aceleraba y algo muy parecido a la furia se atoraba en su pescuezo, produciendo profundos y guturales sonidos de odio. Sintió nauseas y tuvo que hacer un esfuerzo para que no devinieran en arcadas de su propia estupidez. Él lo había leído todo. Una y otra vez y había olvidado el final. Había hecho todo al pie de la letra desestimando lo que estaba viendo discurrirse ante sus ojos como antes había visto anticiparse el paso de las líneas. Y aún así lo había olvidado. Había olvidado que esa mañana se llevó una bala al bolsillo al salir de casa nada más que porque en el cuento así estaba escrito. Una sola y suficiente bala que a sus expensas haría por otro justicia a la mujer que él no había amado, a los brazos de la mujer que no había deseado. Ese maldito cuento le había ocultado hasta el final que en verdad estaba encerrado, un títere, una marioneta que jamás escaparía. Dicho al final ya no importaba, pues él estaba obligado al movimiento de la caída, y una vez en el principio, él sólo sabría lo que el cuento dijese que sabía. Nada más. Ahora sí le era permitido saberlo, estaba enjaulado por el que yacía a sus pies por una venganza de desamor de una mujer resentida y manipuladora que había aprovechado la idea del pobre idiota enamorado. Y le había dado un nombre. Y el maldito idiota había hecho lo que de él se esperaba que hiciera y ya, sin más.
W. miró al cuerpo que estaba mojando su alfombra, lo esquivó de un salto, echó llave a la puerta y volvió para sentarse en el sillón, a un extremo del escritorio. Ya podía oír los pasos sobre las escaleras que venían hacia él. Se serenó al escuchar los golpes a la puerta. Aún tenía una opción a la ignominia y la vil prisión de los comunes. Era culpable, plenamente culpable de lo que le habían obligado a hacer. ¿Pero cómo lo explicaría? La bravata de lo de presentar el informe no era más que eso. En principio, no bastaba para matar un hombre y lo sabía. La policía investigaría y descubriría su relación con Z., y la relación, si así se atrevían a llamarla, de X. con Z. Todo encajaría. “Triángulo amoroso entre un rector, una profesora, y un loco cómplice de terroristas para un final anunciado”, ese habría sido un titular extenso, pero muy de su agrado. Tenía que reconocer, aún así, que era una chanza un tanto cínica, sobre todo por lo referente al desenlace. No habría alegatos suficientes, y de haberlos, no habría carrera profesional que lo soportara. Sin embargo todavía existía una alternativa, durmiendo como un mal sueño que era también delirante escapatoria sobre el escritorio. Una prisión en la que conservaría su vida, su carrera y hasta su despacho. Para siempre, pero sólo eso. Se rió. W. se rió descontroladamente mientras escuchaba los golpes a la puerta y los frenéticos y protocolares anuncios policíacos de presentación. Golpeaban pero no tiraban la puerta abajo, un insulto de respeto dadas las circunstancias. Y a que no había otras puertas de escape.
Todavía su pipa echaba algo de humo y se la llevó a la boca. Era tangible de posibilidad que él mismo fuera a esas alturas sólo una versión más de una decisión que llevaba miles de veces siendo. Un eco de un recuerdo con formas de nostalgia repetido sin hartazgos. El instante parecería dilatarse indefinidamente hacía el infinito. Si el rector hubiese creído que fuera posible, habría dicho que por momentos escuchaba los pasos en las escaleras y las patrullas alejarse. El tiempo estaba tan estático que parecía repentinamente inverso y artificial. Sólo ahora que era tarde, llegó a él la idea de que podría haber escapado si tan siquiera lo hubiera intentado. Habría tenido el tiempo suficiente y la oportunidad allí estuvo, y había ya pasado.
W. estaba confuso y por un instante creyó todo esto era un recuerdo, quizás ajeno, de algo ya diluido en el tiempo. Tal vez ni siquiera fuera él el protagonista sino una sombra evadida a la memoria de la muerte, apenas un destello lúcido de un fantasma.
Esto no podía ser: él estaba pensando, ergo, él tenía que estar existiendo.
Pensando, ¿o recitando?, le dijo detrás de su mente una voz afilada como el puntazo de una avispa, que lo persuadió de estar siendo víctima de un parásito de la antropofagia discursiva.
–¡Maldito seas! – gritó W. al cadáver escupiendo rabias en su dirección, pero X. no reaccionó, su boca babeaba de rojo aún y su mirada se perdía en órbitas vacías y ausentes –. ¡Ésas no son mis palabras y las otras son tus réplicas!
W. tembló y se sostuvo del borde del escritorio. Seguían llamando a la puerta y era aún la primera vez que llamaban.
–Pero al menos estás muerto... – había asomado esa
idea y más rápido otra había venido a suplantarla. Sí, estaba muerto, pero en el eco estaría vivo por siempre a costa suya. Y antes de morir hasta se había atrevido a soñar con que era amado por la señorita Z., y ese instante repetido en la eternidad por el número de la eternidad se haría también eterno.
El paraíso mismo en la mente de otro, que jamás moriría, porque había sido transformado en esclavo de un extraño experimento de las formas de la idea.
El rector se odió por no poder resistir todo lo que llegaba a su cabeza. Se sentía atado al libro como un pusilánime y lloraba. Y lloraría por siempre y se sentiría un pusilánime por siempre.
Ella había sido demasiado cruel, nadie merecía ese tipo de inmortalidad. Al menos el escritor iba a tener piedad con él, pues si sufriría eternamente, no sufriría más de lo que lo había hecho la primera vez. Y la inmortalidad no era poca cosa como para no tener que pagar cierto precio por ella, ahora que podía verlo así.
W. rió sin ganas. Al menos este pensamiento reconfortó al rector cuando fatalmente cometió el error, conciente, obligado y vulgar, de volverse al informe y releer algo que aunque distraídamente, como para corroborar lo que ya sabía, fue suficiente para caer en la trampa que los primeros trazos del cuento le tenían preparada:
“Las escaleras de Belvedere, Capítulo I, W.; W., o para ser justos, a quien por razones de discreción llamaremos W., había encendido su pipa y aspirado tan profundamente como si fuera lo único en que realmente tuviese que ocupar su mente, permitiéndose un momentáneo olvido para mirar hacia el mundo exterior por las rendijas de la persiana a medio abrir...”.
El arma no podía estar cargada. Sin embargo los hechos decían algo muy distinto.
¿Un hecho fortuito de una materialización espontánea? Difícilmente, los milagros deben ser tenidos en cuenta como la posibilidad tan lejana que no es una posibilidad. Antes había que ver en el factor humano: un error..., una traición...
Pero ¿quién? ¿X., hombre atormentado por la indiferencia de una mujer a quien deseaba darle una última ofrenda viendo caer en desgracia a su antiguo amor frustrado? ¿Una ofrenda perfecta y circular y así vivir para siempre en ese instante en que aún podía imaginarla suya, sabiendo que no lo era? ¿Trama perfecta? ¿Circular siquiera? El rector no tenía por qué tomar el informe para formar parte de su delirio. Y eso bastaría para alterarlo todo.
Acaso no se tratara del desgraciado profesor. Un secuaz con ilimitado acceso a su oficina, libre de manosear su gabinete con desparpajo en su ausencia. Un rencor secreto, una envidia en verdad no muy bien disimulada si W. se tomaba la molestia de recordar un poco a las actitudes de su secretario. El mismo que había preparado el informe. Él, que había traído a comparecer, no muchos momentos atrás, a X. frente a W.
Si W. no hubiese sabido lo abreviados que eran los sesos de su secretario, seguramente se habría inclinado por esta tangente de secuencias.
Y aún así quedaba una posibilidad última.
W. se distrajo al escuchar el sonido de las sirenas policíacas acercarse por la calle. Primero un silbido de advertencia y luego ya furiosamente. Durante un instante W. consideró despedir a su secretario a primera hora, nunca hacía lo correcto sin consultarle antes, y ahora, había actuado una vez más sin consultarle y levantado el tubo para telefonear al destacamento. Y no se había tomado la delicada cortesía de averiguar antes a qué se debía el estallido. Se maldijo por haber alguna vez accedido a ese contrato y se prometió a regañadientes que el siguiente en su lugar sería algo menos inoperante.
Entonces la idea acudió agitando las sangres en su rostro. W. sintió cómo la respiración se le aceleraba y algo muy parecido a la furia se atoraba en su pescuezo, produciendo profundos y guturales sonidos de odio. Sintió nauseas y tuvo que hacer un esfuerzo para que no devinieran en arcadas de su propia estupidez. Él lo había leído todo. Una y otra vez y había olvidado el final. Había hecho todo al pie de la letra desestimando lo que estaba viendo discurrirse ante sus ojos como antes había visto anticiparse el paso de las líneas. Y aún así lo había olvidado. Había olvidado que esa mañana se llevó una bala al bolsillo al salir de casa nada más que porque en el cuento así estaba escrito. Una sola y suficiente bala que a sus expensas haría por otro justicia a la mujer que él no había amado, a los brazos de la mujer que no había deseado. Ese maldito cuento le había ocultado hasta el final que en verdad estaba encerrado, un títere, una marioneta que jamás escaparía. Dicho al final ya no importaba, pues él estaba obligado al movimiento de la caída, y una vez en el principio, él sólo sabría lo que el cuento dijese que sabía. Nada más. Ahora sí le era permitido saberlo, estaba enjaulado por el que yacía a sus pies por una venganza de desamor de una mujer resentida y manipuladora que había aprovechado la idea del pobre idiota enamorado. Y le había dado un nombre. Y el maldito idiota había hecho lo que de él se esperaba que hiciera y ya, sin más.
W. miró al cuerpo que estaba mojando su alfombra, lo esquivó de un salto, echó llave a la puerta y volvió para sentarse en el sillón, a un extremo del escritorio. Ya podía oír los pasos sobre las escaleras que venían hacia él. Se serenó al escuchar los golpes a la puerta. Aún tenía una opción a la ignominia y la vil prisión de los comunes. Era culpable, plenamente culpable de lo que le habían obligado a hacer. ¿Pero cómo lo explicaría? La bravata de lo de presentar el informe no era más que eso. En principio, no bastaba para matar un hombre y lo sabía. La policía investigaría y descubriría su relación con Z., y la relación, si así se atrevían a llamarla, de X. con Z. Todo encajaría. “Triángulo amoroso entre un rector, una profesora, y un loco cómplice de terroristas para un final anunciado”, ese habría sido un titular extenso, pero muy de su agrado. Tenía que reconocer, aún así, que era una chanza un tanto cínica, sobre todo por lo referente al desenlace. No habría alegatos suficientes, y de haberlos, no habría carrera profesional que lo soportara. Sin embargo todavía existía una alternativa, durmiendo como un mal sueño que era también delirante escapatoria sobre el escritorio. Una prisión en la que conservaría su vida, su carrera y hasta su despacho. Para siempre, pero sólo eso. Se rió. W. se rió descontroladamente mientras escuchaba los golpes a la puerta y los frenéticos y protocolares anuncios policíacos de presentación. Golpeaban pero no tiraban la puerta abajo, un insulto de respeto dadas las circunstancias. Y a que no había otras puertas de escape.
Todavía su pipa echaba algo de humo y se la llevó a la boca. Era tangible de posibilidad que él mismo fuera a esas alturas sólo una versión más de una decisión que llevaba miles de veces siendo. Un eco de un recuerdo con formas de nostalgia repetido sin hartazgos. El instante parecería dilatarse indefinidamente hacía el infinito. Si el rector hubiese creído que fuera posible, habría dicho que por momentos escuchaba los pasos en las escaleras y las patrullas alejarse. El tiempo estaba tan estático que parecía repentinamente inverso y artificial. Sólo ahora que era tarde, llegó a él la idea de que podría haber escapado si tan siquiera lo hubiera intentado. Habría tenido el tiempo suficiente y la oportunidad allí estuvo, y había ya pasado.
W. estaba confuso y por un instante creyó todo esto era un recuerdo, quizás ajeno, de algo ya diluido en el tiempo. Tal vez ni siquiera fuera él el protagonista sino una sombra evadida a la memoria de la muerte, apenas un destello lúcido de un fantasma.
Esto no podía ser: él estaba pensando, ergo, él tenía que estar existiendo.
Pensando, ¿o recitando?, le dijo detrás de su mente una voz afilada como el puntazo de una avispa, que lo persuadió de estar siendo víctima de un parásito de la antropofagia discursiva.
–¡Maldito seas! – gritó W. al cadáver escupiendo rabias en su dirección, pero X. no reaccionó, su boca babeaba de rojo aún y su mirada se perdía en órbitas vacías y ausentes –. ¡Ésas no son mis palabras y las otras son tus réplicas!
W. tembló y se sostuvo del borde del escritorio. Seguían llamando a la puerta y era aún la primera vez que llamaban.
–Pero al menos estás muerto... – había asomado esa
idea y más rápido otra había venido a suplantarla. Sí, estaba muerto, pero en el eco estaría vivo por siempre a costa suya. Y antes de morir hasta se había atrevido a soñar con que era amado por la señorita Z., y ese instante repetido en la eternidad por el número de la eternidad se haría también eterno.
El paraíso mismo en la mente de otro, que jamás moriría, porque había sido transformado en esclavo de un extraño experimento de las formas de la idea.
El rector se odió por no poder resistir todo lo que llegaba a su cabeza. Se sentía atado al libro como un pusilánime y lloraba. Y lloraría por siempre y se sentiría un pusilánime por siempre.
Ella había sido demasiado cruel, nadie merecía ese tipo de inmortalidad. Al menos el escritor iba a tener piedad con él, pues si sufriría eternamente, no sufriría más de lo que lo había hecho la primera vez. Y la inmortalidad no era poca cosa como para no tener que pagar cierto precio por ella, ahora que podía verlo así.
W. rió sin ganas. Al menos este pensamiento reconfortó al rector cuando fatalmente cometió el error, conciente, obligado y vulgar, de volverse al informe y releer algo que aunque distraídamente, como para corroborar lo que ya sabía, fue suficiente para caer en la trampa que los primeros trazos del cuento le tenían preparada:
“Las escaleras de Belvedere, Capítulo I, W.; W., o para ser justos, a quien por razones de discreción llamaremos W., había encendido su pipa y aspirado tan profundamente como si fuera lo único en que realmente tuviese que ocupar su mente, permitiéndose un momentáneo olvido para mirar hacia el mundo exterior por las rendijas de la persiana a medio abrir...”.
Del Club de los Libros Perdidos
sábado, 10 de noviembre de 2012
10 DE NOVIEMBRE, DÍA DE LA TRADICIÓN ARGENTINA
El 10 de noviembre de 1834 nace José Hernández. Militar, periodista, poeta y político argentino, especialmente conocido como el autor del Martín Fierro, obra máxima de la literatura gauchesca. En su homenaje, el 10 de noviembre —aniversario de su nacimiento— se festeja en la Argentina el Día de la Tradición.
Participó en una de las últimas rebeliones federales, dirigida por Ricardo López Jordán, c
Participó en una de las últimas rebeliones federales, dirigida por Ricardo López Jordán, c
uyo primer intento de acción finalizó en 1871 con la derrota de los gauchos y el exilio de Hernández en el Brasil. Después de esta revolución siguió siendo por corto tiempo asesor del general revolucionario, pero con el tiempo se distanció de él.
A su regreso a la Argentina, en 1872, continuó su lucha por medio del periodismo y publicó la primera parte de su obra maestra, El gaucho Martín Fierro. Fue a través de su poesía como consiguió un gran eco para sus propuestas y la más valiosa contribución a la causa de los gauchos. La continuación de la obra, La vuelta de Martín Fierro (1879), en conjunto, forman un poema épico popular. Es generalmente considerada la obra cumbre de la literatura argentina.
Posteriormente desempeñó los cargos de diputado y senador de la provincia de Buenos Aires. Ocupando este último cargo, defendió la federalización de Buenos Aires en un memorable discurso, enfrentándose a Leandro N. Alem.
A su regreso a la Argentina, en 1872, continuó su lucha por medio del periodismo y publicó la primera parte de su obra maestra, El gaucho Martín Fierro. Fue a través de su poesía como consiguió un gran eco para sus propuestas y la más valiosa contribución a la causa de los gauchos. La continuación de la obra, La vuelta de Martín Fierro (1879), en conjunto, forman un poema épico popular. Es generalmente considerada la obra cumbre de la literatura argentina.
Posteriormente desempeñó los cargos de diputado y senador de la provincia de Buenos Aires. Ocupando este último cargo, defendió la federalización de Buenos Aires en un memorable discurso, enfrentándose a Leandro N. Alem.
JOSÉ HERNÁNDEZ
Discurso sobre la federalización de Buenos Aires
(1880)
Discurso en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, noviembre de 1880, en Isidoro J. Ruiz
Moreno, La Federalización de Buenos Aires. Las leyes y los debates, Buenos Aires, 1980.
[…] Así, pues, había opinión en favor del doctor Tejedor, como hay opinión en
favor de la capital en Buenos Aires, y debe tomarse en consideración también la opinión del comercio extranjero, por más que ese comercio haya sido simpático a la política de Latorre o haya sido simpático a otras políticas más o menos duras y sangrientas. Ese comercio extranjero, que lo diré de paso, nunca hizo manifestaciones de
adhesión política al doctor Tejedor y que sólo se manifestó haciendo un mitin en favor de la paz, sin inclinar su voluntad ni su ánimo en pro de unos ni de otros; ese comercio ha manifestado diariamente su opinión en favor de la cuestión Capital por medio de sus órganos más legítimos, por medio de sus órganos más genuinos en la
prensa. Ese comercio extranjero tiene en la prensa de Buenos Aires; modelo de la
prensa de Sudamérica, porque no sucede un fenómeno semejante en ninguna parte,
ese comercio tiene diez periódicos en Buenos Aires. Tiene dos periódicos alemanes,
tres ingleses, uno suizo, dos franceses, tres italianos y uno español, y esos periódicos
sin excepción de uno solo, están en favor de la resolución de esta cuestión, haciendo
la capital en Buenos Aires, y lo repito, sin excepción de uno solo. A ellos no les agitan las opiniones políticas, a ellos no los mueven las ambiciones de los partidos, no
buscan la preponderancia de un círculo ni la preponderancia de una bandera; ven la
resolución de una gran cuestión que consolida la paz y el orden existente, y éstas son
las legítimas aspiraciones del comercio.
Difícil es por lo tanto que nadie deje de recibir los reflejos de esa opinión en todos los círculos sociales; yo he podido oírla en los clubes, en los cafés, en todos los
centros donde la sociedad tiene sus reuniones, he podido verla manifestada en las solicitudes que se dirigen a la Legislatura y en las manifestaciones espontáneas que se
publican por la prensa; puede encontrarse reflejada también en los diez órganos de la
prensa extranjera.
[…] Dijo que van a morir los partidos; y sobre esto tengo todavía en mi ánimo la
impresión que me dejó la pintura tocante y conmovedora del señor diputado.
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)Si no tuviera el proyecto otra recomendación sino que van a morir los partidos, sería para mí suficiente para votar por él porque yo no quisiera partidos.
Las necesidades de la época me imponen el deber de afiliarme a uno; pero los dictados de mi conciencia me dicen, como argentino, que no debe haber partidos que dividan la sociedad. Si pudiera haber un rincón de la República, un perímetro donde no
existieran los partidos, allí sería la residencia obligada de todos los hombres honrados,
de todos los que quieren con sinceridad el bienestar de la patria. ¡Ojalá no hubiera partidos! ¡Ojalá no estuviera nunca dividida la sociedad! Entonces no veríamos nuestro
suelo mancharse con la sangre de sus hijos.
Dijo el señor diputado que la capital en Buenos Aires absorbe la vitalidad de toda
la Nación en una localidad privilegiada.
Y, señor presidente, aun cuando no tengo necesidad ni motivo alguno en este debate para salir de los límites de la República, que son los que me he trazado en mi ánimo
al tratar esta cuestión, haré una excepción en este punto.
Si nos atenemos a los ejemplos que nos ofrece la historia de todas las naciones modernas ha de apercibirse el señor diputado que las grandes ciudades no absorben la vitalidad, sino por el contrario la irradian poderosa, vigorosa y reformadora en favor de
la República, de todo el territorio del Estado. Londres no absorbe la vitalidad de Inglaterra; París no absorbe la vitalidad de la Francia; Buenos Aires no absorberá la vitalidad de la República.
Buenos Aires es el gran receptáculo de todas las ideas, es el laboratorio donde vienen a estar como en ebullición las ideas de progreso, las ideas de trabajo que nos envía
el Viejo Mundo y aquí se combinan con los sentimientos de independencia y de libertad, que son las fuerzas impulsivas del pueblo americano. Es en Buenos Aires donde
vienen a vigorizarse, a fortalecerse los sentimientos más puros de americanismos, para
irradiar desde aquí, vigorosos, fecundos, por todos los ámbitos de la República.
Buenos Aires, pues, lo he de demostrar también detalladamente, no va a absorber
la vitalidad de la República, sino que va a contribuir a darle robustez.
Una de las últimas proposiciones del señor diputado fue ésta, que me llamó mucho
la atención, y sobre la que he meditado con el mayor cuidado posible: que una vez constituida Buenos Aires en capital de la República, no podrá nunca detenerse una dictadura o una tiranía que se quiera ejercer.
No extraño la preocupación del señor diputado, porque es consecuente con su modo de ver la cuestión: él ve una dictadura en perspectiva.
No ha manifestado, o a lo menos no me he apercibido bien, si se ha referido a los
hombres o a las cosas; si su temor se refiere a los hombres, debe tener presente que los
hombres son transitorios e insubsistentes: los hombres son incapaces de hacer permanentemente el mal y permanentemente el bien de los pueblos; sólo las instituciones tie-
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)nen este poder; son las instituciones las que pueden hacer secularmente desgraciada o
feliz a una Nación.
Pero si el señor diputado tiene la visión de una dictadura próxima, o más o menos
remota, yo le voy a demostrar para tranquilizar su ánimo que la ley que tratamos de sancionar, quiebra en la República todos los instrumentos de la dictadura, destruye todos
los elementos de la dictadura; y que si algo anhela el pueblo argentino para asegurar sus
libertades, para no verse nunca expuesto a nuevas tiranías ni a futuras dictaduras, es ver
resuelta esta cuestión de la capital en Buenos Aires; hacer de Buenos Aires la residencia permanente de las autoridades nacionales y garantirse por este medio contra toda
dictadura y contra toda tiranía en la República.
Todo instrumento de dictadura y de tiranía, lo repito, queda roto con esta ley.
Como la refutación de estas conclusiones del señor diputado han de constituir parte de mi discurso sin que me consagre exclusivamente a ellas, sino que he de hacerlo
en el orden general del debate, voy a agregar también de mi parte, la manera como yo
veo la cuestión, las conclusiones que saco de ella, que son ciertamente muy distintas de
las que él ha sacado.
Repito que hace setenta años que venimos luchando sobre lo desconocido, que vamos andando a lo incierto y a lo imprevisto; y ésta no es solamente mi opinión, sino la
de los hombres más ilustrados y más competentes del país; es también la opinión de los
que con más cuidado vigilan de cerca los destinos de la República.
El establecimiento de la Capital de la Nación en Buenos Aires tiene dos significados:
uno en el orden moral, en el orden de las ideas, en esa región serena donde nunca debe llegar la pasión de los hombres, en el ejercicio del derecho; y otro en el orden de los hechos.
En el orden de las ideas políticas, en el ejercicio del derecho constitucional, esto
significa resolver el último de los problemas de nuestra organización.
Hemos resuelto los problemas de la organización nacional en lo que respecta a los
principios políticos que debían servir de base a esa organización; los problemas de los
sistemas económicos; los problemas de la forma de gobierno con relación al gobierno
general y al de cada uno de los Estados; el último problema de hecho, que era la seguridad de la frontera; y para consolidar la obra, sólo nos falta sancionar el proyecto que
está a la deliberación de la Cámara.
Dar esta ley es resolver el último problema de nuestra organización definitiva.
He de demostrar, señor, sin esforzarme para ello, porque son claras y luminosas las
demostraciones, son evidentes, he de demostrar, digo, que la capital en Buenos Aires es
el único medio de afianzar en la República las instituciones federales; que es el único
medio de consolidar de una manera estable, permanente y sólida la nacionalidad argentina, el único medio de asegurar la paz, sean cuales fueran las condiciones personales
de los mandatarios, alejando para siempre los peligros de nuevas perturbaciones, de
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)nuevos sacudimientos, de nuevas revueltas, de mares donde vayan los pescadores de
ríos revueltos.
[…] Una vez resuelta la cuestión Capital en el sentido que debe ser resuelta, no habremos hecho una evolución: habremos completado nuestro camino; y entonces los grandes
hechos de nuestra historia política podrán completarse con estas fechas notables:
1810, la emancipación;
1816, la declaración de la independencia;
1853, la Constitución federal;
1862, la integridad nacional incorporándose Buenos Aires;
1880, la organización de la República definitivamente constituida, con Buenos Aires por capital.
[…] Hasta 1853 el país no poseía una organización económica, no tenía un sistema
financiero; estaba consagrado a la clausura de los ríos, había aduanas interiores, se cobraban impuestos entre provincia y provincia, y no había un tesoro común.
Fue el Congreso Federal de 1853 que se reunió en Santa Fe, el que consignó en la
Constitución Nacional las doctrinas y los principios económicos más adelantados de
aquella época y aun de la época presente.
Muchas escuelas económicas se han disputado entre sí la preferencia. La una reputaba que debía darse toda ventaja al sistema comercial. Otra que creía que todo debía
provenir de la tierra; y la escuela más adelantada, la de Smith, que ennobleciendo el trabajo sostuvo que las fuentes verdaderas de la reproducción y de la riqueza de un país
son: el trabajo, el capital y la tierra.
Estos elementos de la prosperidad de todas las naciones se explotan por tres ramas
principales de la industria humana, que son: el comercio, la agricultura y la industria
propiamente dicha, comprendiendo en la agricultura, en el alto sentido económico, la
ganadería, la pesca, el cultivo de los bosques y todo cuanto tiene por razón principal su
existencia de la tierra.
En los distintos artículos de la Constitución Nacional, dispersos en todos ellos, encontramos la protección y la consignación de los principios que constituyen un completo régimen económico.
Así el artículo 14 de la Constitución Nacional, estableciendo la libertad con relación a la producción, a la riqueza y a la economía, dice lo siguiente: “Todos los habitantes de la Nación tienen los siguientes derechos: de trabajar y ejercer toda industria;
libertad de navegar y comerciar, de peticionar a las autoridades, de entrar, permanecer,
transitar y salir del territorio argentino”.
El art. 20 establece la igualdad de todos los ciudadanos bajo el régimen económico.
El art. 17 establece la garantía de la propiedad.
El art. 18 la seguridad y el 25 establece la educación industrial y comercial del pueblo.
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)No necesito detenerme en el examen de cada uno de estos artículos constitucionales. Basta recordarlos.
Y pregunto: estos grandes principios económicos, ¿cómo han de desenvolverse mejor? ¿estando el centro de los poderes públicos, estando el Congreso que ha de dictar
las leyes orgánicas necesarias para su ejercicio, en este centro de comercio y de civilización, o hallándose fuera de él?
Claro es que es necesario que el Congreso nacional que ha de dictar esas leyes orgánicas reciba a cada momento las inspiraciones y los reflejos del comercio de Buenos
Aires, y nuestra legislación económica se resentiría de debilidad, de error y de atraso,
si los legisladores no se situaran en este gran centro y se inspiraran en él para dictar las
leyes.
Es una necesidad económica bien entendida y siempre sentida que el Congreso, que
ha de dictar las leyes de una Nación, resida en el centro principal de esa Nación.
El desarrollo, el adelanto de la riqueza pública necesitan una legislación especial.
Tenemos una República que posee los principales elementos de prosperidad, una
República que está esperando tranquilidad, confianza y paz inconmovibles para desenvolver grandes elementos.
Actualmente, señor, he visto en los periódicos la noticia de la llegada de tres o cuatro vapores con un número considerable de inmigrantes.
Ésta es la única República sudamericana que recibe la inmigración europea en ese
alto grado. ¿Por qué? Porque encuentra en nuestro país lo que ninguna República les
ofrece. Encuentra un territorio fértil, un clima benigno, una producción valiosa, una legislación liberal, un erario generoso, una índole como es la índole argentina que no tiene grandes preocupaciones, no tiene fanatismos religiosos arraigados, ni esa resistencia nativa contra el extranjero tan común en otras partes.
Con la solución de esta cuestión se concurre a llamar el elemento europeo para el
desenvolvimiento y progreso de este país, y no podemos calcular cuánto va a ser si
se resuelven los problemas interiores y entramos tranquilamente en el camino del progreso.
[…] Está dictada la ley que convoca una Convención Nacional en Santa Fe para el
caso que la Legislatura de la provincia no se haya pronunciado hasta el 30 de este mes.
Es conciencia nacional que la Capital de la República debe estar en Buenos Aires;
pero ¿a qué nos exponemos, señor, si detenemos esta sanción? A que la Convención Nacional la imponga, habiendo nosotros cometido el error de no aceptarla, o a que la Convención Nacional federalice mayor cantidad de territorio que el que puede hacerle falta para el desenvolvimiento de una capital nacional; y que quién sabe cómo lo recibiría
el sentimiento público de Buenos Aires; o a que la Convención Nacional decretara la
capital fuera de Buenos Aires.
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)¿Y habrá alguno de mis honorables colegas que no vea los peligros, los perjuicios,
los males que traería al comercio y al progreso de la República la capital fuera de Buenos Aires?
Una razón salta y manifiesta claramente. ¿No sería imprudente, señor, dar lugar a
que se levantara en la República un centro en donde residieran los poderes públicos de
la Nación y cuya legislación pudiera venir a considerar como rival de su progreso al
pueblo y comercio de Buenos Aires? ¿Qué prudencia, qué habilidad política habría en
levantar desde ya una ciudad rival de Buenos Aires? ¿Y no podría también suceder que
esa rivalidad se reflejase en la legislación? ¡Y a cuántos daños, a cuántos perjuicios daría lugar, y a qué consecuencias nos llevaría todo esto!
Señor presidente: la ley de Capital es necesaria bajo el punto de vista económico,
comercial y bajo el punto de vista de una buena y regular administración.
La Capital debe estar en Buenos Aires, considerada la cuestión bajo el punto de vista
histórico; y debe serlo bajo el punto de vista de todas las grandes conveniencias nacionales: el comercio, la industria, la producción, el desenvolvimiento de nuestros elementos
materiales y morales de progresos nos aconsejan sancionar la Capital en Buenos Aires.
Pero a más del engrandecimiento interior, de este desenvolvimiento fácil y natural
de nuestros elementos de prosperidad, ¡cuánto ganaría la República en consideración y
en estima ante los gobiernos europeos, cuando, habiendo el vapor de julio llevádoles la
noticia de nuestras disensiones y de nuestras luchas sangrientas, el vapor de diciembre
les llevara la noticia de haber dado solución a uno de los más importantes problemas de
la República, tranquila y serenamente deliberado! Ciertamente que esto hablará mucho
en honor del país y en obsequio a los legisladores que lo resolvieron.
Y no sólo bajo ese punto de vista puede mirarse la cuestión. Hay otros objetivos
que debe tener presente el legislador.
Hemos examinado la cuestión bajo el punto de vista histórico, y la Historia, eco de
los acontecimientos pasados, debe servirnos de ejemplo para el porvenir. La hemos examinado bajo el punto de vista comercial, y los números, como dijo Pitágoras, están llamados a gobernar el mundo o, como dijo Goethe, si no están llamados a gobernarlo, están por lo menos destinados a enseñar cómo se gobierna.
Debemos leer la historia sin pasión y los números sin temor; pero, en este caso, felizmente tanto la historia como el examen de los números nos aconseja una sanción
igual: la capital en Buenos Aires.
Fuera de la consideración que la República Argentina obtendrá ante los ojos de las
potencias europeas, ¡cuánto vamos a ganar también en consideración y respeto ante las
demás Repúblicas americanas!
Tengamos previsión; tengamos cautela.
Nuestra situación exterior es despejada y serena, pero nadie puede decir lo que ven-
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)drá mañana, nadie puede decir cuáles son los misterios del porvenir y es conveniente
que en los hombres de Estado haya gran previsión.
No podemos lanzar un rayo de luz en las tinieblas del futuro; pero esa paz exterior
¿durará siempre? Dios quiera que sí, señor presidente, pero me asaltan muy serios temores.
Digámoslo despacio, muy despacio, para que no lo oigan más allá de los Andes, ni
más allá del Atlántico: la prensa americana ha hablado de la existencia de un tratado secreto entre Chile y el Brasil.
Cierto o no, apelo a la conciencia de mis colegas, si hay alguno que se crea tan seguro que afirme lo contrario, cuando la existencia de ese tratado lo ha denunciado la
prensa de la otra banda del Plata, uno de cuyos diarios tiene a su frente un sesudo diplomático y otros jóvenes que son la esperanza de aquella República, que han examinado esta cuestión, los peligros que entraña, y han venido a esta conclusión: “si ese tratado existe, la conflagración de las Repúblicas del Plata es inminente”.
Por eso he dicho: no podemos lanzar un rayo de luz en las tinieblas del porvenir;
pero tengamos previsión, tengamos cautela; los hombres de gobierno deben tener el sentimiento de su época, es decir, el instinto de los peligros.
El inmortal autor del Espíritu de las leyes, decía “La primera calidad de los hombres de Estado es: ver pronto, claro y lejos”.
Y esto que se dice de los hombres de Estado, debe ser aplicado a los poderes públicos encargados de dirigir los destinos de una nación y a cuantos de alguna manera tienen
que influir con su voto en la suerte de la patria. Todos deben ver pronto, claro y lejos.
lunes, 5 de noviembre de 2012
LEONARDO FAVIO
Adiós a un gran buscador, buscador de momentos y sentimientos justos para cada imagen..., imágenes que llevamos en el alma...
LA NACIÓN, 5 de noviembre
Falleció Leonardo Favio
El cineasta murió tras permanecer varias semanas internado en grave estado
El prestigioso cineasta y músico Leonardo Favio falleció este mediodía según confirmó la agencia de noticias Télam. Estaba internado en el Sanatorio Anchorena, y murió como consecuencia del agravamiento de un cuadro de afecciones crónicas que sufría desde hacía años y que en los últimos tiempos había provocado un marcado deterioro en su estado general de salud. Tenía 74 años.
Es considerado uno de los directores de cine más importantes del país, que supo dejar su sello propio en el séptimo arte nacional y generó un fenómeno de culto en torno a sus películas.
Leonardo Favio nació el 28 de mayo de 1938, en Luján de Cuyo, Mendoza, y recibió el nombre de Fuad Jorge Jury, que luego cambió para dedicarse al arte. Sus primeros pasos los dio en el radioteatro, como joven actor. Desde el momento en que comenzó a formarse en este rubro supo que seguiría por ese camino y comenzó a buscar la manera de destacarse en varias artes.
Fue cantante y compositor, uno de los grandes precursores de la balada romántica argentina que hacía furor en las décadas del 60 y 70. Grandes hits como "Fuiste mía un verano" y "Ella ya me olvidó", nacieron con su voz. A lo largo de su vida, lanzó 25 discos. El último, en 2011, una colección de sus máximos hits.
Sin embargo, desde el comienzo y a pesar de su éxito como músico, quiso seguir investigando otras aristas del mundo artístico y comenzó a escribir guiones. Así fue como llegó a convertirse en uno de los directores de cine de culto del país. Su primera producción cinematográfica fue el cortometraje El amigo, estrenado en 1960.
Sus creaciones más destacadas fueron Crónica de un niño solo y El romance del Aniceto y la Francisca, consideradas como las mejores de la historia del cine nacional, según la crítica, Gatica, el mono; Juan Moreira; Soñar, soñar; Nazareno Cruz y el lobo; Perón, sinfonía del sentimiento, con una duración de 6 horas. Obtuvo los Premios Goya y el de la Asociación de Críticos Cinematográficos, entre otras distinciones.
Sus colaboradores más cercanos solían hablar de él como un trabajador incansable:
"Favio vive desprendido de la materia: es esencia pura", dijo en una entrevista con LA NACION Rodolfo Mórtola, uno de los colaboradores más cercanos. "Es casi un Buda, y hace mucho era todo lo opuesto. Recuerdo que cuando filmábamos Juan Moreira había momentos en los que desaparecía y, cuando lo encontraba, escondido a lo lejos, estaba llorando y rogando a Dios que lo inspirara para conseguir lo que había soñado. Es un creador muy obsesivo. Favio es un eterno adolescente, hipersensible e intuitivo, y eso es en buena medida lo que le permite ser tan creativo", agregó.
El cineasta fue un ferviente defensor del peronismo y lo demostró en toda su obra, pero principalmente en su película Perón, sinfonía de un sentimiento (1999). Sobre ella dijo :
" Creía tener un conocimiento profundo del peronismo. Pero me di cuenta de que era ingenuo pensar que en esta historia sólo se involucra a nuestro país. En realidad, se involucra a toda la América y el mundo, porque es una filosofía que emerge por amor a la gente", decía Favio a LA NACION en 1996.
-De todos esos descubrimientos, ¿qué fue lo que más lo sorprendió?
-La evidencia de que no teníamos un país, sino una verdadera colonia. Y que finalmente se construyó un país real. También, la fuerza que tuvieron los imperios que lograron destruir este país. Pero, sobre todo, ver un país posible en la capacidad de apostar a la solidaridad y el respeto por el hombre.
FILMOGRAFÍA
Aniceto (2007)
Perón, sinfonía del sentimiento (1999)
Gatica, "el mono" (1993)
Soñar, soñar (1976)
Nazareno Cruz y el Lobo (1975)
Juan Moreira (1973)
El dependiente (1969)
Éste es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... (1966)
Crónica de un niño solo (1964)
El amigo cortometraje (1960)
ENTREVISTAS A FAVIO EN LA NACION:
sábado, 3 de noviembre de 2012
CAPÍTULO IV, DEL CLUB DE LOS LIBROS PERDIDOS
Del Club de Los Libros Perdidos
Capítulo IV
Siete días después de que el aristócrata sermoneara a Ágata y siete días después de que a ella le importaran un rábano sus críticas, el presuntuoso hombre volvió a la biblioteca, y ya desde que llegara podía adivinarse que había estado ensayando nuevos argumentos para atacar a la anciana y que con efusivos aires de superioridad venía a ponerlos en práctica.
- ¿Y bien? – se lo escucha
ba llamando a voz en cuello mientras buscaba a la mujer dominando el salón con la mirada, yendo de un lado a otro -. ¿Y bien? ¿Han enterrado ya a la vieja y la muy bruja tenía previsto invitarme al entierro sabiendo su fin hace una semana?
Algunos de los presentes habían sabido del incidente al que se refería, y uno o dos visitantes incluso habían estado allí cuando ocurrió. Vieron al hombre tan engalanado con su pintoresco traje y bastón de marfil sin inmutarse, y recorriendo el lugar a su vez, indagando si su anfitriona no había corrido tal suerte justamente en el breve tiempo en que la perdieron de vista enfrascados en sus libros.
Yo me sentí ofendido en lugar de mi protectora y había dado ya dos pasos largos para explicarle un par de verdades al hombre. Una de ellas era lo poco que me importaba y lo muy pasadas de moda que me parecían las diferencias de nuestras cunas. Y la otra era cuán largo creía lo extenso de mi brazo. Pero antes de que diera una tercera zancada hacia él, surgió su sirviente del incógnito de no haber llamado la atención de nadie para interponerse en mi camino, ágil como la sombra que era y presto a recibir el golpe en su lugar, como si no se creyera más que la mascota de su amo, el que viéndonos a ambos enfrentados, infló su pecho y sonrió esperando que yo avanzara aún más.
-¡Aprendiz! – me llamó Ágata y me detuve en seco por lo imperioso de su voz, entonces dijo al aristócrata -. Señor Montesco, lamento decepcionarlo después de que se tomara tantas molestias en llegar hasta aquí vestido de esa forma: verá que no he muerto y no hacen falta bufones que animen la velada.
Escuché risas tímidas repartidas por todo el gran salón, y yo mismo apenas pude contener una carcajada mientras veía cómo la anciana velozmente caminaba hasta el que ahora reconocía como Montesco, señor acomodado en la ciudad, que se sabía tenía muchos negocios con los promotores de la guerra que se avecinaba. Con ambos bandos de ellos, para ser exactos.
Al estar a un palmo su lado alzó la mirada y sus gruesos lentes para examinarlo de cerca. Montesco seguía atónito ante el ridículo inesperado del que había sido víctima, acentuado con otra estocada cuando la minúscula anciana se plantó haciéndole frente, a él, que la rebasaba casi dos veces en estatura. Montesco no podía atreverse a tocarla y ella lo sabía. Se presumía inmune frente a tan grande rival por la fuerza de su misma debilidad, que ante el juicio de todos nosotros ataba de pies y manos al hombre, aunque bien hago en decirlo, no de lengua.
- Poca diferencia hace si está viva o hurga la tierra desde debajo de mis pies – acometió Montesco nuevamente, luego de recuperar algo de su altivo talante - Los gusanos pueden asomarse de la tierra, y no es mi sucio trabajo devolverlos a su sitio. Aunque sí celebraré cuando lo hagan… – dijo inclinándose sobre ella -. He venido por un libro.
-Allí lo tiene, donde lo dejé.
Y dicho esto, lo señaló sobre el escritorio.
Montesco se acercó para comprobar que era el mismo libro, y que donde había estado la flor, el sol había secado y curado sus marcas y ahora volvía a leerse en él todas sus palabras. Y más, en el cuenco que Ágata había depositado sobre el libro, había surgido una delicada flor carmesí, de la que aún hoy me pregunto si el prolongado abrigo del libro habría dado ímpetus extraordinarios para crecer a tal velocidad.
-Llévelo pues, pero deje los frutos que no entendió anidaban en su regazo, señor Montesco – lo invitó Ágata con un exceso de amabilidad que era un paroxismo de burla.
El silencio imperó en la biblioteca mientras el aristócrata tomaba maquinalmente el libro, por no irse con las manos vacías, por necesitar llevar consigo un botín, aún de sus derrotas.
- Sabrá de mí, pronto – insinuó al pasar con ritmo firme y soberbio junto a la anciana pero sin volverse a verla.
- Por supuesto. Usted es un buen adepto de la biblioteca. Conoce nuestros plazos de devolución.
Vino directo hacia mí y tuve que abrirle paso para evitar su embestida y la de su siervo. Distraídamente noté el título del libro que llevaba presionando contra el pecho hasta hacer que su rostro se tornara rojo, “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, y en verdad veía mucho de sus preceptos en aquél hombre.
Ágata retomó su andar cansino como si jamás hubiera tenido menos de mil años y se acomodó en el viejo escritorio de roble, junto a la ventana para abrir el libro de registros y tomar nota del ejemplar, la fecha y el reciente prestatario. Las miradas curiosas volvieron poco a poco a lo que antes les ocupara desvaneciendo alguna que otra risita. Yo en cambio, temeroso de todo lo ocurrido ahora que me había calmado, me acerqué a la mujer, con un dejo de alarma en la voz pues anticipaba las posibles consecuencias del enfrentamiento y las amenazas que Montesco había pronunciado.
- Mi señora, temo que esta vez haya sido su prudencia la que ha flaqueado.
Ágata me destinó una fugaz mirada de reojo y continuó completando el libro en silencio.
- Ha ganado usted un poderoso enemigo hoy – insistí.
- Hum. Lector te dices y sólo sabes leer libros y no personas.
- ¿De qué habla? Si no entiendo mal, Montesco acaba de lanzarle palabras en verdad ponzoñosas y de muy mal augurio. No es él un hombre para tomar a la ligera si doy por ciertos todos los rumores que he escuchado.
- No siempre puede ganarse, pero hoy, así como tú aciertas al decir que ganamos un enemigo, hemos ganado en Héctor el corazón de un digno aliado.
- ¿Héctor? – pregunté perdido del hilo de sus ideas.
- Hum, hum, supongo que para ti no es más que un siervo, pero no has leído cómo su rostro latía con destellos de vida con cada palabra que yo prodigaba para herir el orgullo de su amo. Ese que tantas cadenas ha echado sobre este hombre que bien puedo jurártelo, distan tanto su coraje y voluntad de las de cualquier otro, como en apariencias manifiesta carecer de ellas. Será un excelente aliado, mucho antes de que él mismo lo sepa.
- Señora Ágata, si está usted hablando de la guerra que avecina, dudo que un siervo como…
-¡Aprendiz!... ¿Acaso hablas en serio J. P.?
-Pues claro, las milicias marchan por las calles y eso no es por nada, ya lo digo que en poco les amedrentaría una sola persona, mucho menos una como aquél.
-¿Una sola persona? ¿Así es que crees más en lo que dicen los periódicos y vociferan los tiranos, que lo que tú mismo estás haciendo? – mi mirada de desconcierto pareció confirmarle todo aquello, sea lo que fuera de lo que me acusara, de modo que pacientemente cambió su acento para volverlo más confidente y afable, y así arrullarme con una visión de lo que en su mente conjuraba -. Tú y yo no somos de los del bando de este país ni de los de sus enemigos. Nosotros somos enemigos de ambos, y es hora de que vayas sabiéndolo, pues si algo hay que un tirano no puede permitirse es que los libros reclamen la libertad de los corazones que sus miedos no pueden alcanzar. Cuando estalle la guerra, y vaya que sí estallará, habrá dos bandos asesinos que serán no más que uno mismo. Y estaremos nosotros, y Héctor, y otros también. Te lo puedo prometer, como que las flores que algunos dan por muertas y estorbos, tienen más vida que aquellos que así las juzgan.
- No tengo en mí ánimos de participar en ninguna guerra y no veo de qué modo lo haría.
- Hum. Nadie los tiene – fue su simple respuesta – Pero aquí estás. Y ya verás.
Sus palabras me congelaron de miedo, pero su convicción me invitó a hacer latir mi corazón de nuevo aún sin creerlas ni aceptarlas como ciertas por completo. Había un misterio al que era totalmente extraño, y sin embargo sentí que por primera vez se corría un sutil velo para ver sus horizontes. Ella tomó un libro estirado su mano y se dispuso a leer, como si todo lo que hubiera dicho antes no fuera más revelador que comentar lo irregular de las nubes en el cielo. Quedé en silencio unos instantes, y luego decidí que no hallaría jamás a nadie más adecuado para hablarle de lo que le había ocurrido a María Márquez, el ama de llaves de los Remigio, y de tal suerte se lo relaté todo hasta el último detalle…
Algunos de los presentes habían sabido del incidente al que se refería, y uno o dos visitantes incluso habían estado allí cuando ocurrió. Vieron al hombre tan engalanado con su pintoresco traje y bastón de marfil sin inmutarse, y recorriendo el lugar a su vez, indagando si su anfitriona no había corrido tal suerte justamente en el breve tiempo en que la perdieron de vista enfrascados en sus libros.
Yo me sentí ofendido en lugar de mi protectora y había dado ya dos pasos largos para explicarle un par de verdades al hombre. Una de ellas era lo poco que me importaba y lo muy pasadas de moda que me parecían las diferencias de nuestras cunas. Y la otra era cuán largo creía lo extenso de mi brazo. Pero antes de que diera una tercera zancada hacia él, surgió su sirviente del incógnito de no haber llamado la atención de nadie para interponerse en mi camino, ágil como la sombra que era y presto a recibir el golpe en su lugar, como si no se creyera más que la mascota de su amo, el que viéndonos a ambos enfrentados, infló su pecho y sonrió esperando que yo avanzara aún más.
-¡Aprendiz! – me llamó Ágata y me detuve en seco por lo imperioso de su voz, entonces dijo al aristócrata -. Señor Montesco, lamento decepcionarlo después de que se tomara tantas molestias en llegar hasta aquí vestido de esa forma: verá que no he muerto y no hacen falta bufones que animen la velada.
Escuché risas tímidas repartidas por todo el gran salón, y yo mismo apenas pude contener una carcajada mientras veía cómo la anciana velozmente caminaba hasta el que ahora reconocía como Montesco, señor acomodado en la ciudad, que se sabía tenía muchos negocios con los promotores de la guerra que se avecinaba. Con ambos bandos de ellos, para ser exactos.
Al estar a un palmo su lado alzó la mirada y sus gruesos lentes para examinarlo de cerca. Montesco seguía atónito ante el ridículo inesperado del que había sido víctima, acentuado con otra estocada cuando la minúscula anciana se plantó haciéndole frente, a él, que la rebasaba casi dos veces en estatura. Montesco no podía atreverse a tocarla y ella lo sabía. Se presumía inmune frente a tan grande rival por la fuerza de su misma debilidad, que ante el juicio de todos nosotros ataba de pies y manos al hombre, aunque bien hago en decirlo, no de lengua.
- Poca diferencia hace si está viva o hurga la tierra desde debajo de mis pies – acometió Montesco nuevamente, luego de recuperar algo de su altivo talante - Los gusanos pueden asomarse de la tierra, y no es mi sucio trabajo devolverlos a su sitio. Aunque sí celebraré cuando lo hagan… – dijo inclinándose sobre ella -. He venido por un libro.
-Allí lo tiene, donde lo dejé.
Y dicho esto, lo señaló sobre el escritorio.
Montesco se acercó para comprobar que era el mismo libro, y que donde había estado la flor, el sol había secado y curado sus marcas y ahora volvía a leerse en él todas sus palabras. Y más, en el cuenco que Ágata había depositado sobre el libro, había surgido una delicada flor carmesí, de la que aún hoy me pregunto si el prolongado abrigo del libro habría dado ímpetus extraordinarios para crecer a tal velocidad.
-Llévelo pues, pero deje los frutos que no entendió anidaban en su regazo, señor Montesco – lo invitó Ágata con un exceso de amabilidad que era un paroxismo de burla.
El silencio imperó en la biblioteca mientras el aristócrata tomaba maquinalmente el libro, por no irse con las manos vacías, por necesitar llevar consigo un botín, aún de sus derrotas.
- Sabrá de mí, pronto – insinuó al pasar con ritmo firme y soberbio junto a la anciana pero sin volverse a verla.
- Por supuesto. Usted es un buen adepto de la biblioteca. Conoce nuestros plazos de devolución.
Vino directo hacia mí y tuve que abrirle paso para evitar su embestida y la de su siervo. Distraídamente noté el título del libro que llevaba presionando contra el pecho hasta hacer que su rostro se tornara rojo, “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, y en verdad veía mucho de sus preceptos en aquél hombre.
Ágata retomó su andar cansino como si jamás hubiera tenido menos de mil años y se acomodó en el viejo escritorio de roble, junto a la ventana para abrir el libro de registros y tomar nota del ejemplar, la fecha y el reciente prestatario. Las miradas curiosas volvieron poco a poco a lo que antes les ocupara desvaneciendo alguna que otra risita. Yo en cambio, temeroso de todo lo ocurrido ahora que me había calmado, me acerqué a la mujer, con un dejo de alarma en la voz pues anticipaba las posibles consecuencias del enfrentamiento y las amenazas que Montesco había pronunciado.
- Mi señora, temo que esta vez haya sido su prudencia la que ha flaqueado.
Ágata me destinó una fugaz mirada de reojo y continuó completando el libro en silencio.
- Ha ganado usted un poderoso enemigo hoy – insistí.
- Hum. Lector te dices y sólo sabes leer libros y no personas.
- ¿De qué habla? Si no entiendo mal, Montesco acaba de lanzarle palabras en verdad ponzoñosas y de muy mal augurio. No es él un hombre para tomar a la ligera si doy por ciertos todos los rumores que he escuchado.
- No siempre puede ganarse, pero hoy, así como tú aciertas al decir que ganamos un enemigo, hemos ganado en Héctor el corazón de un digno aliado.
- ¿Héctor? – pregunté perdido del hilo de sus ideas.
- Hum, hum, supongo que para ti no es más que un siervo, pero no has leído cómo su rostro latía con destellos de vida con cada palabra que yo prodigaba para herir el orgullo de su amo. Ese que tantas cadenas ha echado sobre este hombre que bien puedo jurártelo, distan tanto su coraje y voluntad de las de cualquier otro, como en apariencias manifiesta carecer de ellas. Será un excelente aliado, mucho antes de que él mismo lo sepa.
- Señora Ágata, si está usted hablando de la guerra que avecina, dudo que un siervo como…
-¡Aprendiz!... ¿Acaso hablas en serio J. P.?
-Pues claro, las milicias marchan por las calles y eso no es por nada, ya lo digo que en poco les amedrentaría una sola persona, mucho menos una como aquél.
-¿Una sola persona? ¿Así es que crees más en lo que dicen los periódicos y vociferan los tiranos, que lo que tú mismo estás haciendo? – mi mirada de desconcierto pareció confirmarle todo aquello, sea lo que fuera de lo que me acusara, de modo que pacientemente cambió su acento para volverlo más confidente y afable, y así arrullarme con una visión de lo que en su mente conjuraba -. Tú y yo no somos de los del bando de este país ni de los de sus enemigos. Nosotros somos enemigos de ambos, y es hora de que vayas sabiéndolo, pues si algo hay que un tirano no puede permitirse es que los libros reclamen la libertad de los corazones que sus miedos no pueden alcanzar. Cuando estalle la guerra, y vaya que sí estallará, habrá dos bandos asesinos que serán no más que uno mismo. Y estaremos nosotros, y Héctor, y otros también. Te lo puedo prometer, como que las flores que algunos dan por muertas y estorbos, tienen más vida que aquellos que así las juzgan.
- No tengo en mí ánimos de participar en ninguna guerra y no veo de qué modo lo haría.
- Hum. Nadie los tiene – fue su simple respuesta – Pero aquí estás. Y ya verás.
Sus palabras me congelaron de miedo, pero su convicción me invitó a hacer latir mi corazón de nuevo aún sin creerlas ni aceptarlas como ciertas por completo. Había un misterio al que era totalmente extraño, y sin embargo sentí que por primera vez se corría un sutil velo para ver sus horizontes. Ella tomó un libro estirado su mano y se dispuso a leer, como si todo lo que hubiera dicho antes no fuera más revelador que comentar lo irregular de las nubes en el cielo. Quedé en silencio unos instantes, y luego decidí que no hallaría jamás a nadie más adecuado para hablarle de lo que le había ocurrido a María Márquez, el ama de llaves de los Remigio, y de tal suerte se lo relaté todo hasta el último detalle…
viernes, 2 de noviembre de 2012
COMUNIDAD NEGRA EN FRANCIA
Francia tiene unos 64.500.000 de habitantes, lo que le da una densidad demográfica de unos 95 h/km². Se trata de una población que ha terminado la transición demográfica hacia 1975, por lo que está notablemente envejecida. Tan sólo el 19% de la población tiene menos de 15 años, el 65% tiene entre 15 y 65 años, y el 16% más de 65 años. Su tasa de crecimiento es muy baja, sobre el 0,6% anual, y tiene un saldo migratorio de 1,5‰. La tasa de natalidad está entorno al 13‰, lo que da una tasa de fecundidad de casi dos hijos por mujer, lo que está en el límite del reemplazo generacional. La mortalidad es muy baja, (8,5‰), y, como país desarrollado, la tasa de mortalidad infantil es aún más baja, sobre el 3,4‰. Con estos datos la esperanza de vida al nacimiento es de más de 80 años.
La francesa es una sociedad muy urbanizada. Sobre el 75% de los franceses viven en ciudades. París y su área metropolitana (Isla de Francia) concentra la mayor cantidad de población, sobre los 12.000.000 de personas.
La población se distribuye irregularmente por el territorio francés. Cuenta con grandes extensiones rurales de densidades por debajo de los 25 h/km², y regiones industrializadas por encima de los 500 h/km². Las regiones más densamente pobladas son desde París hasta el puerto de Le Havre y Ruoen, las regiones de Alsacia y Lorena, la región de Lyon a Saint-Étienne, y la región de Marsella, esta ligada al turismo. Las regiones menos pobladas son la zona interior de la cuenca de París, el macizo Central, la cuenca de Aquitania y las regiones montañosas de los Pirineos y los Alpes. Son zonas agrícolas que han sufrido un intenso éxodo rural que tuvo lugar en la primera mitad del siglo XX.
También los franceses emigraron, aunque siempre hubo un saldo migratorio positivo. Los principales destinos de los emigrantes franceses son Canadá, especialmente en el Quebec, Luisiana (EE UU), América del Sur y las colonias francesas africanas y asiáticas, durante la colonización.
Lee todo en: Francia: población | La guía de Geografía http://geografia.laguia2000.com/geografia-de-la-poblacion/francia-poblacion#ixzz2B5Tfzxy3
La francesa es una sociedad muy urbanizada. Sobre el 75% de los franceses viven en ciudades. París y su área metropolitana (Isla de Francia) concentra la mayor cantidad de población, sobre los 12.000.000 de personas.
Las migraciones han sido muy importantes en la definición de las características de la población francesa. Francia ha sido, desde el siglo XIX, un país de acogida, especialmente de italianos, belgas, polacos, españoles y portugueses. A mediados del siglo XX la procedencia cambia bruscamente, en favor de portugueses y españoles, y se detiene la de italianos, belgas, polacos. Durante la crisis que comienza en 1973 (y se extiende durante buena parte de la década de 1980) el saldo migratorio sigue siendo positivo pero mucho menor. Comienza la inmigración de magrebíes, sobre todo tras el proceso de descolonización (Marruecos, Argelia y Túnez). En la última década del siglo XX se da otra oleada de inmigrantes provenientes del Magreb y el sur de África, de un lado, y de los antiguos países de Europa del este, de otro. También existe una importante colonia de hispanoamericanos, llegados, en las décadas de 1970 y 1980 por motivos políticos y en la de 1990 por motivos económicos.
Lee todo en: Francia: población | La guía de Geografía http://geografia.laguia2000.com/geografia-de-la-poblacion/francia-poblacion#ixzz2B5Tfzxy3
jueves, 1 de noviembre de 2012
miércoles, 31 de octubre de 2012
EL OVILLO
(Continúa del Cap. II, El Aprendiz.)
Capítulo III
Del Club de los Libros Perdidos
Estaba yo por salir de la biblioteca, cuando ocurrió un incidente que tiempo después sería la punta de un ovillo que, al recorrer su cordel, me llevaría a algo totalmente inesperado y nuevo para mí.
La cuestión hubiera sido del todo intrascendente para cualquiera, y haré el recuento exacto de lo ocurrido para que cada quien juzgue a su parecer. Un hombre de mediana edad que recordaba de otras esporádicas visitas, siempre junto a su siervo como en el presente caso, había encontrado en uno de los libros que estaba leyendo una flor marchita que había estropeado con su savia varias páginas hasta hacerlas ilegibles. Con una indignación que me pareció exagerada hasta el ridículo y muy propia de gentes de una casta acostumbrada a servirse de todas las demás, se acercó al escritorio donde estaba la señora Ágata y la increpó aludiendo la falta de cuidado que se le prestaba a los libros, teniendo en cuenta que eran elemento primordial de la biblioteca y merecían una atención que en ese lugar gozaba de una escandalosa vulgaridad y cosas semejantes. Dicho esto, extendió el libro ante la anciana, que poco a poco mientras hablaba el hombre iba levantando su mirada desde el libro que la ocupaba. El aristócrata lo abrió entonces en la página donde estaba aprisionada la flor y mostró la mancha amarillenta que ésta había provocado, y que bastaba a justificar la teatral escena que más tarde lo hice protagonizar en mis notas personales, con muy distintas características.
Ante mi curiosidad y la atención de los demás lectores de la biblioteca que por un momento suspendieron sus líneas y volcaron sus ojos alertas a la mujer, la señora Ágata se limitó a tomar el libro, extrajo la flor y la colocó en un cuenco de arcilla que tenía en uno de los anaqueles más bajos, y lo posó sobre el libro abierto, para dejarlo por fin al costado del escritorio más próximo a la ventana.
Luego dijo sin perturbarse:
- Vuelva en una semana, el problema estará resuelto entonces.
Y a como volviera su vista a su propio libro, el aristócrata, sorprendido de haber sido desestimada su interpretación hasta tal punto, gesticuló unos instantes sin mayor criterio y partió ante mí, que entretenido de la situación terminé por sostenerle la puerta maquinalmente y saludarlo sin recibir respuesta, pero sí un tímido asentimiento de su siervo, que fielmente detrás de él se marchó siguiéndole el paso veloz. Sólo entonces partí en la búsqueda de María, con un resabio de divertimiento en mis labios, y preguntando para mis propias apuestas, si en verdad volverían al cumplirse el plazo.
Pero dejaré la conclusión del relato para más adelante, de modo de respetar el orden de las cosas como realmente ocurrieron.
Estaba aproximándose la primavera y algunos árboles lo hacían recordar, pero si bien la crudeza del invierno estaba menguando, la humedad del Río de La Plata se resentía hasta los huesos. Afortunadamente la dirección que María había dado en el registro de la biblioteca no estaba muy lejos, apenas unas calles más al norte del mercado. Resultó tratarse una casona imponente, de mediados del siglo pasado al menos, a juzgar por el estilo francés de su arquitectura, y fue sólo cuando llame a las enormes puertas que vedaban el interior de la mansión que supe que me había precipitado nuevamente. En verdad no contaba con un pretexto válido para semejante indiscreción, pues una mera corazonada no bastaba para importunar a ningún eventual visitante de la biblioteca, mas la puerta se abrió antes de que pudiera idear ningún plan que me excusara.
-Buenas tardes señor, ¿qué desea? – dijo el grave mayordomo inspeccionándome con igual gravedad de pies a cabeza.
-Busco a la señorita María Márquez, si fuera tan amable, es por un asunto de la biblioteca – dije posponiendo el tema de las improvisaciones a medida que fueran necesarias.
-¿María Márquez? – repitió casi para sí mismo.
-Sí, una muchacha delgada, de cabellos oscuros, no debe llegarme a los hombros. Disculpe si me he equivocado, pero es el caso que dejó esta dirección en el registro.
-Ella está muerta, señor – dijo mirándome fijamente -. Fue hace dos semanas. Era el ama de llaves de la casa y su descripción encaja con la muchacha.
-¿Muerta? – después de todo mi instinto no me había engañado y algo me presionó fugazmente el pecho -. Pero ¿cómo?
- La encontraron a pocas calles de aquí una mañana, hace dos semanas como le he dicho. Apuñalada, por unos asaltantes, sin duda. La desdichada se resistió, o acaso no llevaba cuánto ellos hubieran esperado…Si María ha retirado algún libro y…y le ha sido imposible devolverlo ante este imprevisto, haré que se lo busquen y envíen de inmediato.
- Oh, no, no se trata de eso...es que…yo…
El mayordomo me miró un instante furtivamente, y al cabo llegó a una conclusión, que aunque errada, me ahorró más explicaciones que me evitó más titubeos:
- Señor, le pido entonces que se retire. La niña era muy querida en la casa, y no es oportuna su indiscreción. Buenas tardes.
Y dicho esto me cerró la puerta en la cara.
Al marcharme una ráfaga de viento helado me obligó a sujetar mi sombrero y levantar el cuello de mi traje. Pero algo seguía sin cuadrar. Un asalto inesperado no justificaba el miedo que yo había descubierto en ella la última vez que la vi. Antes de atravesar los jardines que separaban la mansión de la calle, una sensación de saberme observado hizo que me volviera hacia una de las ventanas del primer piso de la casa, y por un huidizo instante hasta que las cortinas blancas se corrieran, distinguí la silueta de un joven, y si mi imaginación no jugaba con mis sentidos, estaba dispuesto a jurar que tenía el mismo destello de incertidumbre en sus ojos que el ama de llaves portara dos semanas atrás.
Pasé los siguientes días al pendiente de cualquier noticia de los periódicos, pero al parecer no había investigación policíaca para las cuestiones atenientes a la servidumbre de la ciudad. Sin duda se había dado por un atraco de bandidos para no dedicar más atención al asunto, pues tampoco encontré que hubiera habido noticias en los días siguientes a su muerte. Frecuentemente caminé por delante de la casa, a muy distintos horarios, con la expectativa de descubrir algún indicio de algo, por mínimo que fuera. Pregunté discretamente y no tan discretamente por los asuntos de la familia entre los vecinos de la manzana y los tendederos de los mercados, pero nadie sabía dar más detalles que repetir una y otra vez la versión del mayordomo, sin contar con los agregados del rumor, que pocas veces traían algo útil consigo. María Márquez no tenía familia que la despidiera, así que su entierro fue organizado por la familia de la casa donde servía, los Remigio, e incluso asistieron algunos de los vecinos que entrevisté, y todos dieron cuenta del dolor de la señora y de incluso su hijo por la pérdida. También resaltaron la entereza del señor Remigio, quien era sabido que la tenía en su estima, pero que se comportó como un caballero, digno heredero de su sereno estirpe.
Así que el joven de la ventana era el hijo de los Remigio. Tomás Remigio, según me informaron. El mismo Tomás que jamás volvió a correr las cortinas sin importar cuán atento o cuántas veces yo pasara frente a su casa.
De esta forma transcurrió una semana desde que iniciara mis investigaciones, que estaba a punto de dar por infructuosamente terminadas cuando el giro que tomó el encuentro de Ágata con el aristócrata del libro inspiró en mí la suficiente confianza como para que le revelara lo que había ocurrido con María, o mejor sea dicho, me obligara a hacerlo si no quería que la cuestión acabara sin más…
Capítulo III
Del Club de los Libros Perdidos
Estaba yo por salir de la biblioteca, cuando ocurrió un incidente que tiempo después sería la punta de un ovillo que, al recorrer su cordel, me llevaría a algo totalmente inesperado y nuevo para mí.
La cuestión hubiera sido del todo intrascendente para cualquiera, y haré el recuento exacto de lo ocurrido para que cada quien juzgue a su parecer. Un hombre de mediana edad que recordaba de otras esporádicas visitas, siempre junto a su siervo como en el presente caso, había encontrado en uno de los libros que estaba leyendo una flor marchita que había estropeado con su savia varias páginas hasta hacerlas ilegibles. Con una indignación que me pareció exagerada hasta el ridículo y muy propia de gentes de una casta acostumbrada a servirse de todas las demás, se acercó al escritorio donde estaba la señora Ágata y la increpó aludiendo la falta de cuidado que se le prestaba a los libros, teniendo en cuenta que eran elemento primordial de la biblioteca y merecían una atención que en ese lugar gozaba de una escandalosa vulgaridad y cosas semejantes. Dicho esto, extendió el libro ante la anciana, que poco a poco mientras hablaba el hombre iba levantando su mirada desde el libro que la ocupaba. El aristócrata lo abrió entonces en la página donde estaba aprisionada la flor y mostró la mancha amarillenta que ésta había provocado, y que bastaba a justificar la teatral escena que más tarde lo hice protagonizar en mis notas personales, con muy distintas características.
Ante mi curiosidad y la atención de los demás lectores de la biblioteca que por un momento suspendieron sus líneas y volcaron sus ojos alertas a la mujer, la señora Ágata se limitó a tomar el libro, extrajo la flor y la colocó en un cuenco de arcilla que tenía en uno de los anaqueles más bajos, y lo posó sobre el libro abierto, para dejarlo por fin al costado del escritorio más próximo a la ventana.
Luego dijo sin perturbarse:
- Vuelva en una semana, el problema estará resuelto entonces.
Y a como volviera su vista a su propio libro, el aristócrata, sorprendido de haber sido desestimada su interpretación hasta tal punto, gesticuló unos instantes sin mayor criterio y partió ante mí, que entretenido de la situación terminé por sostenerle la puerta maquinalmente y saludarlo sin recibir respuesta, pero sí un tímido asentimiento de su siervo, que fielmente detrás de él se marchó siguiéndole el paso veloz. Sólo entonces partí en la búsqueda de María, con un resabio de divertimiento en mis labios, y preguntando para mis propias apuestas, si en verdad volverían al cumplirse el plazo.
Pero dejaré la conclusión del relato para más adelante, de modo de respetar el orden de las cosas como realmente ocurrieron.
Estaba aproximándose la primavera y algunos árboles lo hacían recordar, pero si bien la crudeza del invierno estaba menguando, la humedad del Río de La Plata se resentía hasta los huesos. Afortunadamente la dirección que María había dado en el registro de la biblioteca no estaba muy lejos, apenas unas calles más al norte del mercado. Resultó tratarse una casona imponente, de mediados del siglo pasado al menos, a juzgar por el estilo francés de su arquitectura, y fue sólo cuando llame a las enormes puertas que vedaban el interior de la mansión que supe que me había precipitado nuevamente. En verdad no contaba con un pretexto válido para semejante indiscreción, pues una mera corazonada no bastaba para importunar a ningún eventual visitante de la biblioteca, mas la puerta se abrió antes de que pudiera idear ningún plan que me excusara.
-Buenas tardes señor, ¿qué desea? – dijo el grave mayordomo inspeccionándome con igual gravedad de pies a cabeza.
-Busco a la señorita María Márquez, si fuera tan amable, es por un asunto de la biblioteca – dije posponiendo el tema de las improvisaciones a medida que fueran necesarias.
-¿María Márquez? – repitió casi para sí mismo.
-Sí, una muchacha delgada, de cabellos oscuros, no debe llegarme a los hombros. Disculpe si me he equivocado, pero es el caso que dejó esta dirección en el registro.
-Ella está muerta, señor – dijo mirándome fijamente -. Fue hace dos semanas. Era el ama de llaves de la casa y su descripción encaja con la muchacha.
-¿Muerta? – después de todo mi instinto no me había engañado y algo me presionó fugazmente el pecho -. Pero ¿cómo?
- La encontraron a pocas calles de aquí una mañana, hace dos semanas como le he dicho. Apuñalada, por unos asaltantes, sin duda. La desdichada se resistió, o acaso no llevaba cuánto ellos hubieran esperado…Si María ha retirado algún libro y…y le ha sido imposible devolverlo ante este imprevisto, haré que se lo busquen y envíen de inmediato.
- Oh, no, no se trata de eso...es que…yo…
El mayordomo me miró un instante furtivamente, y al cabo llegó a una conclusión, que aunque errada, me ahorró más explicaciones que me evitó más titubeos:
- Señor, le pido entonces que se retire. La niña era muy querida en la casa, y no es oportuna su indiscreción. Buenas tardes.
Y dicho esto me cerró la puerta en la cara.
Al marcharme una ráfaga de viento helado me obligó a sujetar mi sombrero y levantar el cuello de mi traje. Pero algo seguía sin cuadrar. Un asalto inesperado no justificaba el miedo que yo había descubierto en ella la última vez que la vi. Antes de atravesar los jardines que separaban la mansión de la calle, una sensación de saberme observado hizo que me volviera hacia una de las ventanas del primer piso de la casa, y por un huidizo instante hasta que las cortinas blancas se corrieran, distinguí la silueta de un joven, y si mi imaginación no jugaba con mis sentidos, estaba dispuesto a jurar que tenía el mismo destello de incertidumbre en sus ojos que el ama de llaves portara dos semanas atrás.
Pasé los siguientes días al pendiente de cualquier noticia de los periódicos, pero al parecer no había investigación policíaca para las cuestiones atenientes a la servidumbre de la ciudad. Sin duda se había dado por un atraco de bandidos para no dedicar más atención al asunto, pues tampoco encontré que hubiera habido noticias en los días siguientes a su muerte. Frecuentemente caminé por delante de la casa, a muy distintos horarios, con la expectativa de descubrir algún indicio de algo, por mínimo que fuera. Pregunté discretamente y no tan discretamente por los asuntos de la familia entre los vecinos de la manzana y los tendederos de los mercados, pero nadie sabía dar más detalles que repetir una y otra vez la versión del mayordomo, sin contar con los agregados del rumor, que pocas veces traían algo útil consigo. María Márquez no tenía familia que la despidiera, así que su entierro fue organizado por la familia de la casa donde servía, los Remigio, e incluso asistieron algunos de los vecinos que entrevisté, y todos dieron cuenta del dolor de la señora y de incluso su hijo por la pérdida. También resaltaron la entereza del señor Remigio, quien era sabido que la tenía en su estima, pero que se comportó como un caballero, digno heredero de su sereno estirpe.
Así que el joven de la ventana era el hijo de los Remigio. Tomás Remigio, según me informaron. El mismo Tomás que jamás volvió a correr las cortinas sin importar cuán atento o cuántas veces yo pasara frente a su casa.
De esta forma transcurrió una semana desde que iniciara mis investigaciones, que estaba a punto de dar por infructuosamente terminadas cuando el giro que tomó el encuentro de Ágata con el aristócrata del libro inspiró en mí la suficiente confianza como para que le revelara lo que había ocurrido con María, o mejor sea dicho, me obligara a hacerlo si no quería que la cuestión acabara sin más…
LAS MENINAS
Las Meninas es la obra más famosa de Velázquez. Fue pintada por el genial artista sevillano en 1656 según Antonio Palomino, fecha bastante razonable si tenemos en cuenta que la infanta Margarita nació el 12 de julio de 1651 y aparenta unos cinco años de edad. Sin embargo, Velázquez aparece con la Cruz de la Orden de Santiago en su pecho, honor que consiguió en 1659. La mayoría de los expertos coincide en que la cruz fue pintada por el artista cuando recibió la distinción, apuntándose incluso a que fue el propio Felipe IV quien lo hizo.
La estancia en la que se desarrolla la escena sería el llamado Cuarto del Príncipe del Alcázar de Madrid, estancia que tenía una escalera al fondo y que se iluminaba por siete ventanas, aunque Velázquez sólo pinta cinco de ellas al acortar la sala. El Cuarto del Príncipe estaba decorado con pinturas mitológicas, realizadas por Martínez del Mazo copiando originales de Rubens, lienzos que se pueden contemplar al fondo de la estancia.
En la composición, el maestro nos presenta a once personas, todas ellas documentadas excepto una. La escena está presidida por la infanta Margarita y a su lado se sitúan las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco. En la izquierda se encuentra Velázquez con sus pinceles, ante un enorme lienzo cuyo bastidor podemos observar. En la derecha se hallan los enanos Mari Bárbola y Nicolasillo Pertusato, este último jugando con un perro de compañía. Tras la infanta observamos a dos personajes más de su pequeña corte: doña Marcela Ulloa y el desconocido guardadamas. Reflejadas en el espejo están las regias efigies de Felipe IV y su segunda esposa, Mariana de Austria. La composición se cierra con la figura del aposentador José Nieto....
http://www.artehistoria.com/genios/videos/222.htm
martes, 30 de octubre de 2012
EL APRENDIZ
El Club de los Libros Perdidos (Continúa de Cap I, La Biblioteca del Extraño Anuncio)
Capítulo II
“El aprendiz”
Buenos Aires no estaba cumpliendo con ninguna de las promesas que yo mismo me había hecho al partir de mi pueblo. En las calles de la gran ciudad los rumores de la guerra próxima se escuchaban con más fuerza y las
Capítulo II
“El aprendiz”
Buenos Aires no estaba cumpliendo con ninguna de las promesas que yo mismo me había hecho al partir de mi pueblo. En las calles de la gran ciudad los rumores de la guerra próxima se escuchaban con más fuerza y las
botas de la milicia que el gobierno desplegaba repartían sus pasos volviéndose a fuerza de repeticiones, una parte más del paisaje de sus barrios. Yo ni había encontrado las oportunidades ausentes en mi pueblo, ni había encontrado más que ausencias entre los millones de citadinos asustados que empezaban a acostumbrarse a esa expectativa desgastante que llega a reclamar que estalle la tragedia, con tal de no tener que esperar más su amenaza. Pero aún faltaba para todo eso. Un día, un año, todo era cuestión de cuándo se produjese el primer malentendido entre los voceros de ambos países, o la primera voz de resistencia en el pueblo para que la guerra se hiciera hacia adentro. Sin embargo nadie mencionaba nada de esto, como si el callarlo hiciera que el destino también diera vuelta la cara a lo que vendría, como si el sortilegio silencioso de las multitudes pudiera evitar lo inevitable.
Entretanto, la señora Ágata estaba ajena al mundo que existía a su alrededor. No le parecía apropiado preocuparse por las cuestiones políticas por más candentes que estas fueran, mientras hubiera pilas de libros que demandaban nuestra atención. O eso al menos pretendía aparentar. Con todo, he de decir que si bien desde el primer momento se decidió como mi protectora y el mismo día en que la conocí me dio un adelanto para poder arrendar una habitación en el Hotel Babel, cuando este aún era un sucio conventillo, y lo suficiente para que acompañara las comidas de la semana, la impresión de su antipatía original fue algo que no me decepcionó.
- Entiendo que usted es adepto a la lectura – preguntó aquella primera vez mientras yo hincaba mis dientes en la tercera de sus galletas, dando algún sorbo a su té para bajarla por mi garganta.
- En efecto – contesté -, he sabido tener una biblioteca de varios cientos de ejemplares en mi antiguo hogar.
-Hum. Shakespeare, Kipling, Cervantes, Homero, Byron, serán nombres conocidos para usted, entonces – dijo clavando los ojos en el fuego de la chimenea mientras atizaba las brasas.
- Conozco sus obras tanto como para recitarlas lo mismo fielmente que los nombres de mis abuelos.
-¡Hum! Y diga, jovencito presuntuoso, Saramago, Giardinelli, Galeano, Neruda, Allende y Rice, ¿serán acaso lo mismo que sus tíos y tías?
- Y sin embargo respeto sus obras como si lo fueran de mis hermanos y hermanas – retruqué a su embestida.
- Pues vaya que tiene una parentela curiosa. Espero que sepa entonces tener a raya las ramas de tan frondoso árbol genealógico. Si no me permito errores propios en el catálogo, no seré más indulgente con usted.
- Me parece justo, señora.
-Bien, entonces diga, si yo buscara leer un clásico antiguo pero en letras de un autor moderno, ¿tendría alguna sugerencia de su parte?
- Algunas. Creo que “Ilión” y la saga a la que da origen este libro de Dan Simmons sería una buena composición a raíz de los poemas homéricos con ese agregado semítico para parte de la mitología futurística que construye. Shakespeare no aporta menos personajes encubiertos o no tanto a la obra, y Hans Moravec se sentiría elogiado de concebir los alcances de sus supuestos. Estimo que Shelley no debe poco al mito del Prometeo heroico que sufre aún en las montañas de Escitia, de hecho, su mismo Frankenstein lo reconoce. También “Alicia en el país de las maravillas” debe mucho a la alegoría de la caverna que Platón siempre…
- Suficiente. Entendí la idea – interrumpió Ágata, y continuó suspicazmente -. Si en vez de eso le pido un relato histórico y otro ficcional de nuestra actualidad, ¿tendría qué ofrecerme?
- Eso dependerá del contenido de su biblioteca.
- Mi biblioteca tiene todo cuanto necesita tener, puede creérmelo.
- Bien, pues creo que nada más parecido a la actualidad a las intrigas romanas o las vísperas del ascenso de Bonaparte. En cuanto a las ficciones las páginas de 1984 son más que proféticas en…
-¡Silencio! ¡Silencio! Muerda su lengua antes de seguir – gritó Ágata cerrando los ojos furiosamente y crispando sus manos sobre la mesa, lo que hizo temblar la tetera y a mí saltar de la silla ante su reacción -. Imprudente, recuerde que el anuncio reclamaba una boca cerrada. Con sus últimas palabras ha logrado que quemen mi biblioteca y nos ha puesto a ambos en una celda, sino algo peor. Jamás se sabe quién entra por ese umbral, ya un lector corriente, ya un agente furtivo del gobierno, imposible saberlo. Imposible. Me temo que empezará como aprendiz porque sabe demasiado para otra cosa, y sólo porque aún los aprendices no abundan últimamente. Obsérveme, atienda al orden que doy a los libros, sus géneros y autores, aprenda cómo hablo con los visitantes, y sobre todo, entienda por qué callo lo que callo, y por qué digo lo que digo.
Poco a poco fui entendiendo lo que me decía, tenía razón, mi lengua imprudente seguramente me habría condenado si me encontraba con la celada de la persona equivocada. Pero aún así tenía que insistir.
-Sí…he sido precipitado. Pero ¿estoy equivocado, acaso?
-Por supuesto que no, y espero que estuviera por acudir a su mente Bradbury y su Fahrenheit 451 cuando lo interrumpí; al menos para tener presente lo que pueden provocar sus ligerezas – dijo dirigiéndose a la puerta que daba al salón principal de la biblioteca -. El público vendrá en cuestión de minutos, será mejor que se aseé, empieza a trabajar ahora mismo.
Al rato me hallaba un poco más presentable y desde entonces me apliqué a conocer el orden de cada autor, de cada obra, de catalogar por año y edición cada uno de los tomos en su lugar correspondiente. Fui tomando nota de los libros que partían y de los que días después volvían a reclamar su lugar. Pero también fui adquiriendo algunos pasatiempos que me permitían los escasos ratos de ocio en la jornada. No puedo precisar el momento exacto, pero sí que no muy lejano a cuando empecé a trabajar en la biblioteca, que también comencé a imaginarme cómo serían las vidas de quienes la frecuentaban, en base a su aspecto, a sus movimientos, a los libros que escogían. Así, los días se sucedían y luego las semanas, y poco a poco fui conociendo a los lectores que llegaban. Algunos de paso, otros volvían para buscar nuevos libros y unos pocos preferían leer en la biblioteca. Y en verdad Ágata había logrado que el salón fuese tan cálido y silencioso, con tan suaves fragancias seductoras y penetrantes de la resina del piso y los estantes, que cualquiera lo pensaba dos veces antes de marcharse.
De todas las personas que pasaban por el salón, María fue una de las primeras que llamó mi atención. La humilde muchacha era una gran adepta de Bécquer aunque nunca se llevaba sus libros. Eso daba mucho para que yo especulara, y sus rizos azabaches que sabían esconder su mirada serena y soñadora, daban un perfecto marco a su piel de marfil y mucho para saber de ella sin saber en verdad de ella. Pero poco después de que empezara a escribir sobre María en mis notas, dejó de venir a la biblioteca.
Pasó una semana, pasaron dos. He dicho que mi memoria jamás deja escapar nada, ni por muy trivial que a cualquiera pudiera parecerle, y debo decir ahora que mi intuición no es menos cosa que aquella. Unidas ambas, me persiguieron durante esas dos semanas, porque yo había notado algo anómalo en sus movimientos la última vez que nos visitara. Un miedo incipiente debajo de la piel, una mirada casual en busca de auxilio, una palabra antes de despedirse que guardaba un temor hondo que no llega a pronunciarse.
Decidí investigar qué había sido de ella. Falsifiqué los datos del libro de retiros e hice figurar un pendiente en su poder, de modo de ausentarme con el consentimiento de Ágata y buscarla…
Entretanto, la señora Ágata estaba ajena al mundo que existía a su alrededor. No le parecía apropiado preocuparse por las cuestiones políticas por más candentes que estas fueran, mientras hubiera pilas de libros que demandaban nuestra atención. O eso al menos pretendía aparentar. Con todo, he de decir que si bien desde el primer momento se decidió como mi protectora y el mismo día en que la conocí me dio un adelanto para poder arrendar una habitación en el Hotel Babel, cuando este aún era un sucio conventillo, y lo suficiente para que acompañara las comidas de la semana, la impresión de su antipatía original fue algo que no me decepcionó.
- Entiendo que usted es adepto a la lectura – preguntó aquella primera vez mientras yo hincaba mis dientes en la tercera de sus galletas, dando algún sorbo a su té para bajarla por mi garganta.
- En efecto – contesté -, he sabido tener una biblioteca de varios cientos de ejemplares en mi antiguo hogar.
-Hum. Shakespeare, Kipling, Cervantes, Homero, Byron, serán nombres conocidos para usted, entonces – dijo clavando los ojos en el fuego de la chimenea mientras atizaba las brasas.
- Conozco sus obras tanto como para recitarlas lo mismo fielmente que los nombres de mis abuelos.
-¡Hum! Y diga, jovencito presuntuoso, Saramago, Giardinelli, Galeano, Neruda, Allende y Rice, ¿serán acaso lo mismo que sus tíos y tías?
- Y sin embargo respeto sus obras como si lo fueran de mis hermanos y hermanas – retruqué a su embestida.
- Pues vaya que tiene una parentela curiosa. Espero que sepa entonces tener a raya las ramas de tan frondoso árbol genealógico. Si no me permito errores propios en el catálogo, no seré más indulgente con usted.
- Me parece justo, señora.
-Bien, entonces diga, si yo buscara leer un clásico antiguo pero en letras de un autor moderno, ¿tendría alguna sugerencia de su parte?
- Algunas. Creo que “Ilión” y la saga a la que da origen este libro de Dan Simmons sería una buena composición a raíz de los poemas homéricos con ese agregado semítico para parte de la mitología futurística que construye. Shakespeare no aporta menos personajes encubiertos o no tanto a la obra, y Hans Moravec se sentiría elogiado de concebir los alcances de sus supuestos. Estimo que Shelley no debe poco al mito del Prometeo heroico que sufre aún en las montañas de Escitia, de hecho, su mismo Frankenstein lo reconoce. También “Alicia en el país de las maravillas” debe mucho a la alegoría de la caverna que Platón siempre…
- Suficiente. Entendí la idea – interrumpió Ágata, y continuó suspicazmente -. Si en vez de eso le pido un relato histórico y otro ficcional de nuestra actualidad, ¿tendría qué ofrecerme?
- Eso dependerá del contenido de su biblioteca.
- Mi biblioteca tiene todo cuanto necesita tener, puede creérmelo.
- Bien, pues creo que nada más parecido a la actualidad a las intrigas romanas o las vísperas del ascenso de Bonaparte. En cuanto a las ficciones las páginas de 1984 son más que proféticas en…
-¡Silencio! ¡Silencio! Muerda su lengua antes de seguir – gritó Ágata cerrando los ojos furiosamente y crispando sus manos sobre la mesa, lo que hizo temblar la tetera y a mí saltar de la silla ante su reacción -. Imprudente, recuerde que el anuncio reclamaba una boca cerrada. Con sus últimas palabras ha logrado que quemen mi biblioteca y nos ha puesto a ambos en una celda, sino algo peor. Jamás se sabe quién entra por ese umbral, ya un lector corriente, ya un agente furtivo del gobierno, imposible saberlo. Imposible. Me temo que empezará como aprendiz porque sabe demasiado para otra cosa, y sólo porque aún los aprendices no abundan últimamente. Obsérveme, atienda al orden que doy a los libros, sus géneros y autores, aprenda cómo hablo con los visitantes, y sobre todo, entienda por qué callo lo que callo, y por qué digo lo que digo.
Poco a poco fui entendiendo lo que me decía, tenía razón, mi lengua imprudente seguramente me habría condenado si me encontraba con la celada de la persona equivocada. Pero aún así tenía que insistir.
-Sí…he sido precipitado. Pero ¿estoy equivocado, acaso?
-Por supuesto que no, y espero que estuviera por acudir a su mente Bradbury y su Fahrenheit 451 cuando lo interrumpí; al menos para tener presente lo que pueden provocar sus ligerezas – dijo dirigiéndose a la puerta que daba al salón principal de la biblioteca -. El público vendrá en cuestión de minutos, será mejor que se aseé, empieza a trabajar ahora mismo.
Al rato me hallaba un poco más presentable y desde entonces me apliqué a conocer el orden de cada autor, de cada obra, de catalogar por año y edición cada uno de los tomos en su lugar correspondiente. Fui tomando nota de los libros que partían y de los que días después volvían a reclamar su lugar. Pero también fui adquiriendo algunos pasatiempos que me permitían los escasos ratos de ocio en la jornada. No puedo precisar el momento exacto, pero sí que no muy lejano a cuando empecé a trabajar en la biblioteca, que también comencé a imaginarme cómo serían las vidas de quienes la frecuentaban, en base a su aspecto, a sus movimientos, a los libros que escogían. Así, los días se sucedían y luego las semanas, y poco a poco fui conociendo a los lectores que llegaban. Algunos de paso, otros volvían para buscar nuevos libros y unos pocos preferían leer en la biblioteca. Y en verdad Ágata había logrado que el salón fuese tan cálido y silencioso, con tan suaves fragancias seductoras y penetrantes de la resina del piso y los estantes, que cualquiera lo pensaba dos veces antes de marcharse.
De todas las personas que pasaban por el salón, María fue una de las primeras que llamó mi atención. La humilde muchacha era una gran adepta de Bécquer aunque nunca se llevaba sus libros. Eso daba mucho para que yo especulara, y sus rizos azabaches que sabían esconder su mirada serena y soñadora, daban un perfecto marco a su piel de marfil y mucho para saber de ella sin saber en verdad de ella. Pero poco después de que empezara a escribir sobre María en mis notas, dejó de venir a la biblioteca.
Pasó una semana, pasaron dos. He dicho que mi memoria jamás deja escapar nada, ni por muy trivial que a cualquiera pudiera parecerle, y debo decir ahora que mi intuición no es menos cosa que aquella. Unidas ambas, me persiguieron durante esas dos semanas, porque yo había notado algo anómalo en sus movimientos la última vez que nos visitara. Un miedo incipiente debajo de la piel, una mirada casual en busca de auxilio, una palabra antes de despedirse que guardaba un temor hondo que no llega a pronunciarse.
Decidí investigar qué había sido de ella. Falsifiqué los datos del libro de retiros e hice figurar un pendiente en su poder, de modo de ausentarme con el consentimiento de Ágata y buscarla…
Continuará....
lunes, 29 de octubre de 2012
LA TORRE EIFFEL- PARÍS - FRANCIA
Gustavo, Gustave, o Gustav Eiffel (cada país tiene sus gustos) nació el 15 de diciembre de 1832 en Dijon, Francia.
Podríamos decir que Eiffel fue un adelantado a su tiempo, ya que este ingeniero químico (no pudo realizar la ingeniería que el quería al suspender el examen de acceso a la Escuela Politécnica Francesa) aplicó novedosas soluciones en la construcción de importantes obras públicas.
Tras graduarse en 1855, Gustavo Eiffel comenzó a trabajar para una empresa de equipos de ferrocarriles franceses, antes de fundar su propia empresa, Eiffel et Cie, una empresa que rápidamente alcanzó prestigio internacionalmente por su forma de trabajar el hierro y su aplicación en grandes obras públicas.
Su primera gran obra fue en 1877 (antes había ya aportado notables soluciones innovadoras en diferentes puentes y pasos elevados que en la época eran de una construcción realmente compleja) fue un puente sobre el río Duero que unía (y une) las localidades de Porto y Gaia, en Portugal, un impresionante viaducto de 160 metros de longitud, aunque sin la menor duda su obra cumbre fue la Torre Eiffel de París.
Gustavo Eiffel fallecería el 27 de septiembre de 1923, a la edad de 91 años, y sería enterrado en la localidad en la que residía, Levallois-Perret, localidad limítrofe con París.
La Torre Eiffel es sin duda una de las maravillas del mundo moderno, y el símbolo más representativo de Paris, la ciudad más visitada del mundo y una de las más bellas del planeta. En efecto, resulta muy difícil, si no imposible, imaginarse Paris sin la Torre Eiffel, o la Torre Eiffel sin Paris para ser contemplado desde lo alto de la misma.
En 1889 la Torre Eiffel contaba con una altura de 312 metros, si bien con las posteriores instalaciones de antenas de radio la altura de la Torre Eiffel se sitúa hoy en día en 324 metros, siendo este el punto más alto de cualquier construcción presente en París.
Todo comenzó con la organización de la conmemoración del centenario de la Revolución Francesa. Entre los muchos proyectos presentados, figuraba uno cuyos primeros estudios databan de 1884 y estaban avalados por el célebre ingeniero Gustav Eiffel, y el proyecto consistía en la construcción de una inmensa estructura metálica en forma de torre que sería vista desde una enorme distancia. El proyecto, lejos de enamorar a los parisinos, tuvo un enorme rechazo social, pese al cual finalmente la Torre de Eiffel sería levantada e inaugurada el 31 de agosto de 1889, tras tres años de obras y polémicas.
Pese a lo impresionante de la obra, lo cierto es que la Torre Eiffel no acababa de gustar, y los parisinos la veían como un inmenso armatoste de hierros, así que se fijó la fecha de 1900 como tope para ser desarmada, tras la conclusión de la Exposición Universal que debía albergar Paris en ese año.
Llegó el año 1900 y todo parecía indicar que la Torre Eiffel sería demolida pese a los intentos infructuosos de los que la admiraban por encontrarle un uso práctico para justificar su conservación frente a sus detractores, y finalmente, sería la armada francesa quien acabaría por salvar la vida de la Torre Eiffel, ya que tras unas pruebas del ejército con equipos de transmisiones se llegó a la conclusión de que la Torre Eiffel era un lugar privilegiado para la instalación de antenas y equipos de radio, con lo cual la Torre Eiffel ya tenía un uso práctico que provocaría su amnistía y pararía los proyectos de "ejecución".
Pese a los millones de turistas que la visitan cada año, la Torre Eiffel tiene secretos que han permanecido celosamente guardados durante años, si bien ahora todos estos secretos salen a la luz y es posible visitar salas hasta ahora reservadas para el personal de la Torre Eiffel, como son la impresionante sala de máquinas (desde donde hoy en día se siguen controlando los ascensores), el bunker construido durante la Segunda Guerra Mundial bajo los Campos de Marte o la "galería técnica" situada en el primer piso.
Por motivos de seguridad, para visitar estas estancias "secretas" es obligado realizar esta visita con un guía autorizado, a diferencia de la visita normal a la Torre Eiffel, que se realiza con total libertad (dentro del piso al que nuestra entrada de derecho, claro). Pese a que esto haga que la visita sea más cara que subir a la Torre Eiffel, el hecho de que la visita sea guiada nos permitirá conocer anécdotas, detalles y curiosidades que de otra forma no tendríamos forma de conocer.
Información tomada de: http://torreeiffel.free.fr
Suscribirse a:
Entradas (Atom)