BUBONIS

BUBONIS

domingo, 28 de febrero de 2010

AMALIA

Amalia, de José Mármol Un libro que leí en la escuela secundaria. Uno de eso libros que quedaro en mi recuerdo no tanto por la profundidad en sí, ya que es un libro histírica, sino por sus descripciones. Soy una apasionada de las descripciones y me encanta viajar hasta el lugar con mi mente e imaginármelo tal cual.
Estas fueron palabras del autor:
La mayor parte de los personajes históricos de esta novela existe aún, y ocupa la misma posición política o social que en la época en que ocurrieron los sucesos que van a leerse. Pero el autor, por una ficción calculada, supone que escribe su obra con algunas generaciones de por medio entre él y aquéllos. Y es ésta la razón por que el lector no hallará nunca los tiempos presentes empleados al hablar de Rosas, de su familia, de sus ministros, etc.
El autor ha creído que tal sistema convenía tanto a la mejor claridad de la narración, cuanto al porvenir de la obra, destinada a ser leída, como todo lo que se escriba, bueno o malo, relativo a la época dramática de la dictadura argentina, por las generaciones venideras, con quienes entonces se armonizará perfectamente el sistema, aquí adoptado, de describir bajo una forma retrospectiva personajes que viven en la actualidad.

José Mármol
Montevideo, mayo de 1851.
Aquí va una descripción bellísima de una escena, en varios fragmentos.

El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.

Llegados al zaguán, oscuro como todo el resto de la casa, uno de ellos se detiene, y dice a los otros:
-Todavía una precaución más.
-Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en toda la noche -contesta otro de ellos, al parecer el más joven de todos, y de cuya cintura pendía una larga espada medio cubierta por los pliegues de una capa de paño azul que colgaba de sus hombros.
-Por muchas que tomemos, serán siempre pocas -replica el primero que había hablado-. Es necesario que no salgamos todos a la vez. Somos seis; saldremos primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente, un momento después saldrán los tres restantes, seguirán esta acera, y nuestro punto de reunión será la calle de Balcarce, donde cruza con la que llevamos.
-Bien pensado.
-Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor -dijo el joven de la espada a la cintura, señalando al que acababa de hacer la indicación.
Y, diciendo esto, tiró el pasador de la puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando a la acera opuesta con los personajes que había determinado, enfiló la calle de Belgrano, con dirección al río.
Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después, y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma dirección que aquéllos, por la acera prefijada.
Después de caminar en silencio algunas cuadras, el compañero del joven que conocemos por la distinción de una espada a la cintura, dijo a éste, mientras aquel otro, a quien habían llamado Merlo, marchaba adelante embozado en su poncho:
-¡Es triste cosa, amigo mío! Esta es la última vez quizá que caminamos por las calles de nuestro país. Emigramos de él para incorporarnos a un ejército que habrá de batirse mucho, y Dios sabe qué será de nosotros en la guerra.
...La noche estaba apacible, alumbrada por el tenue rayo de las estrellas, y una fresca brisa del sur empezaba a dar anuncio de los próximos fríos del invierno.



Al escaso resplandor de las estrellas se descubría el Plata, desierto y salvaje como la Pampa, y el rumor de sus olas, que se desenvolvían sin violencia y sin choque sobre las costas planas, parecía más bien la respiración natural de ese gigante de la América, cuya espalda estaba oprimida por treinta naves francesas en los momentos en que tenían lugar los sucesos que relatamos.


Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de pasearse en una noche oscura a las orillas del río de la Plata, en lo que se llama el "bajo" en Buenos Aires, habrán podido conocer todo lo que ese paraje tiene de triste, de melancólico y de imponente al mismo tiempo. La mirada se sumerge en la extensión que ocupa el río, y apenas puede divisar a la distancia la incierta luz de alguno que otro buque de la rada interior. La ciudad, a dos o tres cuadras de la orilla, se descubre informe, oscura, inmensa. Ningún ruido humano se percibe, y sólo el rumor monótono y salvaje de las olas anima lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.


Pero aquellos que hayan llegado a ese paraje, entre las sombras de la noche, para huir de la patria cuando el desenfreno de la dictadura arrojó a la proscripción centenares de buenos ciudadanos, ésos solamente podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba ese lugar, y en esas horas en que se debía morir al puñal de la Mazorca si eran notados; o decir adiós a la patria, a la familia, al amor, si la fortuna les hacía pisar el débil barco que debía conducirlos a una tierra extraña, en busca de un poco de aire libre, y de un fusil en los ejércitos que operaban contra la dictadura.


En la época a que nos referimos, además, la salud del ánimo empezaba a ser quebrantada por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu, conocida y estudiada por la Inglaterra y por la Francia, mucho tiempo antes que la conociéramos en la América.


A las cárceles, a las "personerías", a los fusilamientos, empezaban a suceder los asesinatos oficiales ejecutados por la Mazorca; por ese club de bandidos, a quien los primeros partidarios de Cromwell habrían mirado con repugnancia, y los amigos de Marat con horror.


El terror, pues, que empezaba a apoderarse de todos los espíritus, no podía dejar de obrar su influencia eficaz en el ánimo de esos hombres que caminaban en silencio por la costa del río, en dirección a Barracas, a las once de la noche, y con el designio de emigrar de la patria, crimen de lesa tiranía que se castigaba irremediablemente con la muerte .


Nuestros prófugos caminaban sin cambiarse una sola palabra; y es ya tiempo de dar a conocer sus nombres.


Aquel que iba delante de todos era Juan Merlo, hombre del vulgo; de ese vulgo de Buenos Aires que se hermana con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho por su antipatía a la civilización, y con el pampa por sus habitudes holgazanas. Merlo, como se sabe, era el conductor de los demás.


A pocos pasos seguíalo el coronel Don Francisco Lynch, veterano desde 1813; hombre de la más culta y escogida sociedad, y de una hermosura remarcable.


En pos de él caminaba el joven Don Eduardo Belgrano, pariente del antiguo general de este nombre, y poseedor de cuantiosos bienes que había heredado de sus padres; corazón valiente y generoso, e inteligencia privilegiada por Dios y enriquecida por el estudio. Este es el joven de los ojos negros y melancólicos, que conocen ya nuestros lectores.


En seguida de él, marchaban Oliden, Riglos y Maisson, argentinos todos.


En este orden habían llegado ya a la parte del Bajo, que está entre la Residencia y la alta barranca que da a Barracas, en la calle de la Reconquista, es decir, se hallaban en paralelo con la casa que habitaba el ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville.


En ese paraje, Merlo se detiene y les dice:


-Es por aquí donde la ballenera debe atracar.


Las miradas de todos se sumergieron en la oscuridad, buscando en el río la embarcación salvadora, mientras que Merlo parecía que la buscaba en tierra, porque su vista se dirigía hacia Barracas, y no a las aguas donde estaba clavada la de los prófugos.


-No está -dijo Merlo-; no está aquí, es necesario caminar algo más.


La comitiva lo siguió, en efecto; pero no llevaba dos minutos de marcha cuando el coronel Lynch, que iba en pos de Merlo, divisó un gran bulto a treinta o cuarenta varas de distancia, en la misma dirección que llevaban; y en el momento en que se volvía a comunicárselo a sus compañeros, un ¡quién vive! interrumpió el silencio de aquellas soledades, trayendo un repentino pavor al ánimo de todos.


-No respondan; yo voy a adelantarme un poco a ver si distingo el número de hombres que hay -dijo Merlo, que sin esperar respuesta caminó algunos pasos primero, y tomó en seguida una rápida carrera hacia las barrancas, dando al mismo tiempo un agudo silbido.


Un ruido confuso y terrible respondió inmediatamente a aquella señal: el ruido de una estrepitosa carga de caballería, dada por cincuenta jinetes, que en dos segundos cayeron como un torrente sobre los desgraciados prófugos.


El coronel Lynch apenas tuvo tiempo para sacar de sus bolsillos una de las pistolas que llevaba y, antes de poder hacer fuego, rodó por tierra al empuje violento de un caballo.


Maisson y Oliden pudieron disparar un tiro de pistola cada uno, pero caen también como el coronel Lynch.


Riglos opone la punta de un puñal al pecho del caballo que lo atropella, pero rueda también a su empuje irresistible, y caballo y jinete caen sobre él. Este último se levanta al instante, y su cuchillo, hundiéndose tres veces en el pecho de Riglos, hace de este infeliz la primera víctima de aquella noche aciaga.


Lynch, Maisson, Oliden, rodando por el suelo, ensangrentados y aturdidos bajo las herraduras de los caballos, se sienten pronto asidos por los cabellos, y que el filo del cuchillo busca la garganta de cada uno, al influjo de una voz aguda e imperante, que blasfemaba, insultaba y ordenaba allí: ¡los infelices se revuelcan, forcejean, gritan; llevan sus manos, hechas pedazos ya, a su garganta para defenderla!... ¡todo es en vano!... El cuchillo mutila las manos, los dedos caen, el cuello es abierto a grandes tajos; y en los borbollones de la sangre se escapa el alma de las víctimas a pedir a Dios la justicia debida a su martirio.


Y, entretanto que los asesinos se desmontan y se apiñan en derredor de los cadáveres para robarles las alhajas y dinero, entretanto que nadie se ve ni se entiende en la oscuridad y confusión de esta escena espantosa, a cien pasos de ella se encuentra un pequeño grupo de hombres que, cual un solo cuerpo expansivamente elástico, tomaba, en cada segundo de tiempo, formas, extensión y proporciones diferentes: era Eduardo que se batía con cuatro de los asesinos.


En el momento en que cargaron sobre los prófugos; en aquel mismo en que cayó el coronel Lynch, Eduardo, que marchaba tras él, atraviesa, casi de un salto, un espacio de quince pies en dirección a las barrancas. Esto sólo le basta para ponerse en línea con el flanco de la caballería, y evitar su empuje; plan que su rápida imaginación concibió y ejecutó en un segundo; tiempo que le había bastado también para desenvainar su espada, arrancarse la capa, que llevaba prendida al cuello, y recogerla sobre su brazo izquierdo.


Pero, si había librádose del choque de los caballos, no había evitado el ser visto, a pesar de la oscuridad de la noche, que por momentos encubría la débil claridad de las estrellas. El muslo de un jinete roza por su hombro izquierdo; y ese hombre y otro más hacen girar sus caballos con la prontitud del pensamiento, y embisten, sable en mano, sobre Eduardo.


Este no ve, adivina, puede decirse, la acción de los asesinos, y dando un salto hacia ellos, se interpone entre los dos caballos, cubre su cabeza con su brazo izquierdo envuelto entre el colchón que le formaba la capa, y hunde su espada hasta la guarnición en el pecho del hombre que tiene a su derecha. Cadáver ya, aún no ha caído ese hombre de su caballo, cuando Eduardo ha retrocedido diez pasos, siempre en dirección a la ciudad.


En ese momento tres asesinos más se reúnen al que acababa de sentir caer el cuerpo de un compañero a los pies de su caballo, y los cuatro cargan entonces sobre Eduardo.


Este se desliza rápidamente hacia su derecha para evitar el choque, tirando al mismo tiempo un terrible corte que hiere la cabeza del caballo que presenta el flanco de los cuatro. El animal se sacude, se recuesta súbitamente sobre los otros, y el jinete, creyendo que su caballo está herido de muerte, se tira de él para librarse de su caída; y los otros se desmontan al mismo tiempo, siguiendo la acción de su compañero, cuya causa ignoran.
Eduardo entonces tira su capa y retrocede diez o doce pasos más. La idea de emprender la carrera pasa un momento por su imaginación; pero comprende que la carrera no hará sino cansarlo y postrarlo, pues que sus perseguidores montarán de nuevo y lo alcanzarán pronto.
Esta reflexión, súbita como la luz, sim embargo, no había terminádose en su pensamiento, cuando los asesinos estaban ya sobre él, tres de ellos con sables de caballería y el otro armado de un cuchillo de matadero. Tranquilo, valiente, vigoroso y diestro, Eduardo los recibe a los cuatro parando sus primeros golpes, y evitando con ataques parciales que le formasen el círculo que pretendían. Los tres de sable lo acometen con rabia, lo estrechan y dirigen todos los golpes a su cabeza; Eduardo los para con un doble círculo, y haciendo dilatar la rueda que le formaban, con cortes de primera y tercera, comienza a ganar hacia la ciudad largas distancias, conquistando terreno en los cortes con que ofendía, y en los círculos dobles con que paraba.
Los asesinos se ciegan, se encarnizan, no pueden comprender que un hombre solo les resista tanto; y en su vértigo de sangre y de furor no perciben que se hallan ya a doscientos pasos de sus compañeros; cumpliéndose más en cada momento la intención de alejarlos, que desde el principio tuvo Eduardo para perderse con ellos entre la oscuridad de la noche.


Eduardo, sin embargo, sentía que la fuerza le iba faltando, y que era ya difícil la respiración de su pecho. Sus contrarios no se cansan menos, y tratan de estrecharlo por última vez. Uno de ellos incita a los otros con palabras de demonio, pero al momento de descargar sus golpes sobre Eduardo, éste tira dos cortes a derecha e izquierda con toda la extensión de su brazo, amaga a todos, y pasa como un relámpago de acero por el centro de sus asesinos, ganándose algunos pasos más hacia la ciudad.
El hombre del cuchillo acababa de perder éste y parte de su mano al filo de la espada de Eduardo, y otro de los de sable empieza a perder la fuerza en la sangre abundante que se escurría de una honda herida en su cabeza.
Los cuatro lo hostigan con tesón, sin embargo. El hombre mutilado, en un acceso de frenesí y de dolor, se arroja sobre Eduardo y lanza sobre su cabeza el inmenso poncho que tenía en su mano izquierda. Este último, que no había comprendido la intención de su contrario, cree que lo atropella con el puñal en la mano, y lo recibe con la punta de su espada, que le atraviesa el corazón. El poncho había llegado a su destino; la cabeza y el cuerpo de Eduardo quedan cubiertos en él; no se turba su espíritu, sin embargo: da un salto atrás; su mano izquierda, libre de su capa que había arrojado desde el principio del combate, coge el poncho y empieza a desenvolverlo de la cabeza, mientras su diestra describe círculos con su espada en todas direcciones. Pero en el momento en que su vista quedaba libre de aquella nube repentina y densa que la cubrió, la punta de un sable penetra a lo largo de su costado izquierdo, y el filo de otro le abre un honda herida sobre el hombro derecho.
-¡Bárbaros -dice Eduardo-, no conseguiréis llevarle mi cabeza a vuestro amo, sin haber antes hecho pedazos mi cuerpo!
Y recogiendo todas las pocas fuerzas que le quedaban, para en tercia una estocada que le tira su contrario más próximo; y, desenganchando, se va a fondo, en cuarta, con toda la extensión de su cuerpo: dos hombres caen a la vez al suelo: el contrario de Eduardo, atravesado el pecho, y Eduardo, que no ha tenido fuerzas para volver a su primera posición, y que cae sin perder, empero, su conocimiento, ni su valor.
Los dos asesinos que peleaban aún se precipitan sobre él.

-¡Aún estoy vivo! -grita Eduardo, con una voz nerviosa y sonora; la primera voz fuerte que había resonado en ese lugar e interrumpido el silencio de esa terrible escena; y los ecos de esa voz se repitieron en mucha extensión de aquel lugar solitario.
Eduardo se incorpora un poco; fija el codo de su brazo derecho sobre el vientre del cadáver que tenía a su lado y, tomando la espada con la mano izquierda, quiere todavía sostener su desigual combate.
Aun en ese estado, los asesinos se le aproximan con recelo. Uno de ellos se acerca por los pies de Eduardo y descarga un sablazo sobre su muslo izquierdo, que el infeliz no tuvo tiempo, ni posición, ni fuerza para parar. La impresión del golpe le inspira un último esfuerzo para incorporarse; pero a ese tiempo la mano del otro asesino lo toma de los cabellos, da con su cabeza en tierra, e hinca sobre su pecho una rodilla.
-¡Ya estás, unitario, ya estás agarrado! -le dice, y volviéndose al otro que se había abrazado de los pies de Eduardo, le pide su cuchillo para degollarlo. Aquél se lo pasa al momento. Eduardo hace esfuerzos todavía por desasirse de las manos que le oprimen, pero esos esfuerzos no sirven sino para hacerle perder por sus heridas la poca sangre que le quedaba en sus venas.
Un relámpago de risa feroz, infernal, ilumina la fisonomía del bandido cuando empuña el cuchillo que le da su compañero. Sus ojos se dilatan, sus narices se expanden, su boca se entreabre, y tirando con su mano izquierda los cabellos de Eduardo casi exánime, y colocando bien perpendicular su frente con el cielo, lleva el cuchillo a la garganta del joven. Pero en el momento que su mano iba a hacer correr el cuchillo sobre el cuello, un golpe se escucha, y el asesino cae de boca sobre el cuerpo del que iba a ser su víctima.
-¡A ti también te irá tu parte! -dice la voz fuerte y tranquila de un hombre que, como caído del cielo, se dirige con su brazo levantado hacia el último de los asesinos que, como se ha visto, estaba oprimiendo los pies de Eduardo, porque, aun medio muerto, temía acercarse hasta sus manos. El bandido se pone de pie, retrocede y toma repentinamente la huida en dirección al río.
El hombre, enviado por la Providencia, al parecer, no lo persigue ni un solo paso, se vuelve a aquel grupo de heridos y cadáveres en cuyo centro se encontraba Eduardo.
El nombre de éste es pronunciado luego por el desconocido con toda la expresión del cariño y de la incertidumbre. Toma entre sus brazos el cuerpo del asesino que había caído sobre Eduardo, lo suspende, lo separa de él, e hincando una rodilla en tierra suspende el cuerpo del joven y reclina su cabeza contra su pecho.
-¡Todavía vive! -dice, después de haber sentido su respiración; su mano toma la de Eduardo, y una leve presión le hace conocer que vive, y que le ha conocido.
Sin vacilar alza entonces la cabeza, gira sus ojos con inquietud; se levanta luego, toma a Eduardo por la cintura con el brazo izquierdo, y cargándole al hombro, marcha hacia la próxima barranca, en que estaba situada la casa del señor Mandeville.
Su marcha segura y fácil hace conocer que aquellos parajes no eran extraños a su planta.
-¡Ah! -exclama de repente-, apenas faltará media cuadra y... tengo que descansar porque... -y el cuerpo de Eduardo se le escurre de los brazos entre la sangre que a los dos cubría-. ¡Eduardo! -le dice poniéndole sus labios en el oído-; ¡Eduardo! Soy yo, Daniel, tu amigo, tu compañero, tu hermano Daniel.
El herido mueve lentamente la cabeza y entreabre los ojos. Su desmayo, originado por la abundante pérdida de su sangre, empezaba a pasar, y la brisa fría de la noche a reanimarle un poco.
-Huye... ¡Sálvate, Daniel! -fueron las primeras palabras que pronunció.
Daniel lo abraza.
-No se trata de mí, Eduardo; se trata de... A ver... pasa tu brazo izquierdo por mi cuello; oprime lo más fuerte que puedas... pero ¿qué diablos es esto? ¿Te has batido acaso con la mano izquierda que conservas la espada empuñada con ella? ¡Ah, pobre amigo, esos bandidos te habrán herido la derecha!... ¡Y no haber estado contigo yo!
Y mientras hablaba así, queriendo arrancar de los labios de su amigo alguna respuesta, alguna palabra que le hiciese comprender el verdadero estado de sus fuerzas, ya que temblaba de conocer la gravedad de sus heridas. Daniel cargó de nuevo a Eduardo que, vuelto en sí de su primer desmayo, hacía una débil fuerza sobre los hombros de su libertador, y lo llevó en sus brazos segunda vez, en la misma dirección que la anterior.
El movimiento y la brisa vuelven al herido un poco de la vida que le había arrebatado la sangre; y con un acento lleno de cariño:
-Basta, Daniel -dice-; apoyado en tu brazo creo que podré caminar un poco.
-No hay necesidad -le responde éste, poniéndole suavemente en tierra-, ya estamos en el lugar a donde quería conducirte.
Eduardo quedó un momento de pie, pero su muslo izquierdo estaba cortado casi hasta el hueso, y al tomar esa posición todos los músculos heridos se resintieron, y un dolor agudísimo hizo doblar las rodillas del joven...
-Ya me imaginaba que no podrías estar de pie -dijo Daniel, fingiendo naturalidad en su voz, pues que toda su sangre se había helado sospechando entonces que las heridas de Eduardo eran mortales-. Pero felizmente -continuó-, ya estamos aquí, aquí donde podré dejarte en seguridad mientras voy a buscar los medios de conducirte a otra parte.
Y diciendo esto había vuelto a cargar a su amigo, descendiendo con él, a fuerza de gran trabajo, a lo hondo de una zanja de cuatro o cinco pies de profundidad, que dos días antes habían empezado a abrir a distancia de veinte pies del muro lateral de una casa sobre la barranca que acababa de subir Daniel con su pesada pero querida carga; casa que no era otra que la del ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville.
Daniel sienta a su amigo en el fondo de la zanja, lo recuesta contra uno de los lados de ella, y le pregunta dónde se siente herido.
-No sé; pero aquí, aquí siento dolores terribles -dice Eduardo tomando la mano de Daniel y llevándola a su hombro derecho y a su muslo izquierdo.
Daniel respira entonces con libertad.
-Si solamente estás herido ahí -dice-, no es nada, mi querido Eduardo -oprimiéndolo con sus brazos con toda la efusión de quien acaba de salir felizmente de una incertidumbre penosa; pero a la presión de sus brazos, Eduardo exhala un ¡ay!, agudo y dolorido.
-Debo estar también..., sí..., estoy herido aquí -dice llevando la mano de Daniel a su costado izquierdo-; pero sobre todo, el muslo..., el muslo me hace sufrir horriblemente.


-Espera -dice Daniel, sacando un pañuelo de su bolsillo, con el cual venda fuertemente el muslo herido-. Esto, a lo menos -continúa-, podrá contener algo la hemorragia; ahora venga la cintura: ¿es aquí donde sientes la herida?


-Sí.


-Entonces... aquí está mi corbata -y con ella oprime fuertemente el pecho de su amigo.


Todo esto hace y dice fingiendo una confianza que había empezado a faltarle desde que supo que había una herida en el pecho, que podría haber interesado alguna entraña. Y lo dice y lo hace todo entre la oscuridad de la noche y en el fondo de una zanja estrecha y húmeda. Y como un sarcasmo de esa posición terriblemente poética en que se encontraban los dos jóvenes, porque Daniel lo era también, los sonidos de un piano llegaron en ese momento a sus oídos: el señor Mandeville tenía esa noche una pequeña tertulia en su casa....
-No hagas fuerza -dice Daniel, que carga otra vez a Eduardo, y lo sube al borde de la zanja.

En seguida salta él, y con esfuerzos indecibles consigue montar a Eduardo sobre el caballo que se inquietaba con las evoluciones que hacían a su lado. En seguida recoge la espada de su amigo, y de un salto se monta en la grupa; pasa sus brazos por la cintura de Eduardo; toma de sus débiles manos las riendas del caballo, y lo hace subir inmediatamente por una barranca inmediata a la casa del señor Mandeville.
-Daniel, no vamos a mi casa porque la encontraríamos cerrada. Mi criado tiene orden de no dormir en ella esta noche.
-No, no, por cierto; no he tenido la idea de querer pasearte por la calle del Cabildo a estas horas, en que veinte serenos alumbrarían nuestros cuerpos federalmente vestidos de sangre.
-Bien, pero tampoco a la tuya.
-Mucho menos, Eduardo; yo creo que nunca he hecho locuras en mi vida; y llevarte a mi casa sería haber hecho una por todas las que he dejado de hacer.
-¿Y adónde, pues?
-Ese es mi secreto por ahora. Pero no me hagas más preguntas. Habla lo menos posible.
Daniel sentía que la cabeza de Eduardo buscaba algo en que reclinarse, y con su pecho le dio un apoyo que bien necesitaba ya, porque en aquel momento un segundo vértigo le nublaba la vista y lo desfallecía; pero, felizmente, le pasó pronto.
Daniel hacía marchar al paso su caballo. Llegó por fin a la calle de la Reconquista, y tomó la dirección a Barracas: atravesó la del Brasil y Patagones, y tomó a la derecha por una calle encajonada, angosta y pantanosa, y en cuyos lados no había edificio alguno sino los fondos de ladrillo o de tunas de aquellas casas con que termina la ciudad sobre las barrancas de Barracas.
Al cabo de seiscientos pasos, la callejuela da salida a la empinada y solitaria barranca de Marcó, cuya pendiente rápida y estrechísimas sendas causan temor de día mismo a los que se dirigen a Barracas, que prefieren la barranca empedrada de Brown, o la de Balcarce, antes que bajar por aquel medio precipicio, especialmente si el terreno está húmedo. A esa barranca llegó Daniel, y las mismas calidades de mala y solitaria fueron para él en ese momento una garantía por la que le daba preferencia. Además, él conocía perfectamente los senderos, y bajó por ella, dirigiendo hábilmente su caballo sin el mínimo contratiempo.
Llegado a la calle traviesa entre Barracas y la Boca, dobló a la derecha, y recostándose a la orilla del camino, llegó al fin a la calle Larga de Barracas sin haber hallado una sola persona en su tránsito. Tomó la derecha de la calle, enfiló los edificios, lo más aproximado a ellos que le fue posible, e hizo tomar el trote largo a su caballo, como que quisiera salir de ese camino frecuentado de noche por algunas patrullas de policía.
Al cabo de pocos minutos de marcha, detiene su caballo, gira sus ojos, y convencido de que no veía ni oía nada, hace tomar el paso a su caballo, y dice a Eduardo:
-Ya estás en salvo, pronto estarás en seguridad y curado.
-¿Dónde? -le pregunta Eduardo con voz sumamente desfallecida.
-Aquí -le responde Daniel, subiendo el caballo a la vereda de una casa por cuyas ventanas, cubiertas con celosías y los vidrios por espesas cortinas de muselina blanca en la parte interior, se trasparentaban las luces que iluminaban las habitaciones; y al decir aquella palabra, arrima el caballo a las rejas, e introduciendo su brazo por ellas y las celosías, tocó suavemente en los cristales. Nadie respondió, sin embargo. Volvió a llamar segunda vez, y entonces una voz de mujer preguntó con un acento de recelo:
-¿Quién es?
-Yo soy, Amalia, yo, tu primo.
-¡Daniel! -dijo la misma voz, aproximándose más a la ventana la persona del interior.
-Sí, Daniel.
Y en el momento, la ventana se abrió, la celosía fue alzada, y una mujer joven y vestida de negro inclinó su cuerpo hasta tocar las rejas con su mano. Pero al ver dos hombres en un mismo caballo retiróse de esa posición, como sorprendida.
-¿No me conoces, Amalia? Oye: abre al momento la puerta de la calle; pero no despiertes a los criados; ábrela tú misma.
-¿Pero, qué hay, Daniel?
-No pierdas un segundo, Amalia, abre en este momento en que está solo el camino; me va la vida, más que la vida ¿lo entiendes ahora?
-¡Dios mío! -exclama la joven, que cierra la ventana, y se precipita a la puerta de la sala, de ésta a la de la calle, que abre sin cuidarse de hacer poco o mucho ruido, y que saliendo hasta la vereda, dice a Daniel:
-¡Entra! -pronunciando esta palabra con ese acento de espontaneidad sublime que sólo las mujeres tienen en su alma sensible y armoniosa cuando ejecutan alguna acción de valor, que siempre es en ellas la obra, no del raciocinio, sino de la inspiración.
-Todavía no -dice Daniel, que ya estaba en tierra con Eduardo sostenido por la cintura; y de ese modo, y sin soltar la brida del caballo, llega a la puerta.
-Ocupa mi lugar, Amalia; sostén a este hombre que no puede andar solo.
Amalia, sin vacilar, toma con sus manos un brazo de Eduardo que, recostado contra el marco de la puerta, hacía esfuerzos indecibles por mover su pierna izquierda que le pesaba enormemente.
-¡Gracias, señorita, gracias! -dice con voz llena de sentimiento y de dulzura.
-¿Está usted herido?
-Un poco.
-¡Dios mío! -exclama Amalia, que sentía en sus manos la humedad de la sangre.
Y mientras se cambiaban estas palabras, Daniel había conducido el caballo al medio del camino y, poniéndolo en dirección al puente, con la rienda al cuello, dióle un fuerte cintarazo en el anca con la espada de Eduardo, que no había abandonado un momento. El caballo no esperó una segunda señal y tomó el galope en aquella dirección.
-¡Ahora -dice Daniel-, adentro! -acercándose a la puerta, levantando a Eduardo por la cintura hasta ponerlo en el zaguán, y cerrando aquélla. De ese mismo modo lo introdujo a la sala, y puso, por fin, sobre un sofá a aquel hombre a quien había salvado y protegido tanto en aquella noche de sangre; aquel hombre lleno de valor moral y de espíritu todavía, y cuyo cuerpo no podía, sin embargo, sostenerse por sí solo un momento.


 La primera curación
Cuando Daniel colocó a Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por su nombre a la joven prima de Daniel, pasó corriendo a un pequeño gabinete contiguo a la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro una pequeña lámpara de alabastro, a cuya luz la joven leía las Meditaciones de M. Lamartine cuando Daniel llamó a los vidrios de la ventana y, volviendo a la sala, puso la lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.
En aquel momento Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones inesperadas que estaba recibiendo; y los rizos de su cabello castaño claro, echados atrás de la oreja pocos momentos antes, no estorbaron a Eduardo descubrir en una mujer de veinte años una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos ojos pardos llenos de expresión y sentimiento y una figura hermosa, cuyo traje negro parecería escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.
Daniel se aproximó a la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y tomando las pequeñas manos de azucena de su hermosa prima, le dijo:
-Amalia, en las pocas veces que nos vemos, te he hablado siempre de un joven con quien me liga la más íntima y fraternal amistad; ese joven, Eduardo, es el que acabas de recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son "oficiales", son la obra de Rosas, y es necesario curarlo, ocultarlo, y salvarlo.
-¿Pero qué puedo hacer yo, Daniel? -le pregunta Amalia toda conmovida y volviendo sus ojos hacia el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecía la de un cadáver, contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y por su barba y cabellos del mismo color.
-Lo que tienes que hacer, mi Amalia, es una sola cosa ¿dudas que yo te haya querido siempre como un hermano?
-¡Oh, no, Daniel; jamás lo he dudado!
-Bien -dice el joven poniendo sus labios sobre la frente de su prima-, entonces lo que tienes que hacer es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves a quedar dueña de tu casa y de mí como siempre.
-Dispón; ordena lo que quieras; yo no podría tampoco concebir una idea en este momento -dijo Amalia, cuya tez iba volviendo a su rosado natural.
-Lo primero que dispongo es que traigas tú misma, sin despertar a ningún criado todavía, un vaso de vino azucarado.
Amalia no esperó oír concluir la última sílaba y corrió a las piezas interiores.
Daniel se acercó entonces a Eduardo, en quien el momentáneo descanso que había gozado, empezaba a dar expansión a sus pulmones, oprimidos hasta entonces por el dolor y el cansancio, y le dijo:
-Esta es mi prima, la linda viuda, la poética tucumana de que te he hablado tantas veces, y que, después de su regreso de Tucumán, hace cuatro meses que vive solitaria en esta quinta. Creo que, si la hospitalidad no agrada a tus deseos, no les sucederá lo mismo a tus ojos.
Eduardo se sonrió, pero al instante, volviendo su semblante a su gravedad habitual, exclamó:
-¡Pero es un proceder cruel; voy a comprometer la posición de esta criatura!
-¿Su posición?
-Sí, su posición. La policía de Rosas tiene tantos agentes cuantos hombres ha enfermado el miedo. Hombres, mujeres, amos y criados, todos buscan su seguridad en las delaciones. Mañana sabrá Rosas dónde estoy, y el destino de esta joven se confundirá con el mío.
-Eso lo veremos -dijo Daniel arreglando los cabellos desordenados de
Eduardo-. Yo estoy en mi elemento cuando me hallo entre las dificultades. Y si, en vez de escribírmelo, me hubieses esta tarde hablado de tu fuga, ciento contra uno a que no tendrías en tu cuerpo un solo arañazo.
-Pero tú ¿cómo has sabido el lugar de mi embarque?
-Eso es para despacio -contestó Daniel sonriéndose.
Amalia entró en ese momento trayendo sobre un plato de porcelana una copa de cristal con vino de Burdeos azucarado.
-¡Oh, mi linda prima -dijo Daniel-. Los dioses habrían despedido a Hebe, y dádote preferencia para servirles su vino, si te hubiesen visto como te veo yo en este momento! Toma, Eduardo; un poco de vino te reanimará mientras viene un médico.
Y en tanto que suspendía la cabeza de su amigo y le daba a beber el vino azucarado, Amalia tuvo tiempo de contemplar por primera vez a Eduardo, cuya palidez y expresión dolorida del semblante le daban un no sé qué de más impresionable, varonil y noble; y, al mismo tiempo, para poder fijarse en que, tanto Eduardo como Daniel, ofrecían dos figuras como no había imaginádose jamás: eran dos hombres completamente cubiertos de barro y sangre.
-Ahora -dice Daniel, tomando el plato de las manos de Amalia-, ¿el viejo Pedro está en casa?
-Sí.
-Entonces ve a su cuarto, despiértalo y dile que venga.
Amalia iba a abrir la puerta de la sala para salir, cuando le dice Daniel:
-Un momento, Amalia: hagamos muchas cosas a la vez para ganar tiempo, ¿dónde hay papel y tintero?
-En aquel gabinete -responde Amalia señalando el que estaba contiguo a la sala.
-Entonces, anda a despertar a Pedro.
Y Daniel pasó al gabinete, tomó una luz de una rinconera, pasó a otra habitación, que era la alcoba de su prima, de aquélla a un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y el lodo de sus manos.
-¡Oh! -exclamó mirándose en el espejo del tocador mientras se lavaba las manos-. Si Florencia me viese así, bien creería me acababa de escapar de los infiernos, y con aquellas carreras que ella sabe dar cuando le quiero robar un beso y está enojada, se me escaparía hasta la Pampa. ¡Bueno! -continuó, secándose sus manos en un riquísimo tejido del Tucumán-. ¡Allí está la botella del vino que ha tomado Eduardo; y también beberé porque el diablo se lleve a Rosas, porque Eduardo sane pronto, y porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirle!
Y diciendo esto, se echó a la garganta media docena de tragos de vino en una magnífica copa que estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de la palangana.
Volvió inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y tomando su semblante una gravedad que parecía ajena al carácter del joven, escribió dos cartas, las dobló, púsoles el sobre, y entró a la sala donde Eduardo estaba cambiando algunas palabras con Amalia sobre el estado en que se sentía. Al mismo tiempo, la puerta de la sala abrióse y un hombre como de sesenta años de edad, alto, vigoroso todavía, con el cabello completamente encanecido, con barba y bigotes en el mismo estado, vestido con chaqueta y calzón de paño azul, entró con el sombrero en la mano y con un aire respetuoso, que cambió en el de sorpresa al ver a Daniel de pie en medio de la sala, y sobre el sofá un hombre tendido y manchado de sangre.
-Yo creo, Pedro, que no es a usted a quien puede asustarle la sangre. En todo lo que usted ve no hay más que un amigo mío a quien unos bandidos acaban de herir gravemente. Aproxímese usted. ¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tío el coronel Sáenz, padre de Amalia?
Eduardo no permanecerá en tu casa, sino los días indispensables que determine el médico: dos o tres, a lo más.

-¡Tan pronto! ¡Oh, no es posible! Sus heridas son quizá graves, y sería asesinarlo levantarlo de su cama. Yo soy libre; vivo completamente aislada, porque mi carácter me lo aconseja así; recibo rara vez las visitas de mis pocas amigas, y en las habitaciones de la izquierda podremos disponer un cómodo aposento para Eduardo, y completamente separado de las mías.
-¡Gracias, gracias, mi Amalia! Bien sé que tienes en tus venas la sangre generosa de mi madre. Pero quizá no convenga que Eduardo permanezca aquí. Eso dependerá de muchas cosas que yo sabré mañana. Ahora, es necesario que vayamos a preparar la cama en que se habrá de acostar después de su primera curación.
-Sí.., por acá; ven -y tomando una luz pasó con Daniel a su alcoba, y de ésta a su tocador.
Pero antes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre estas dos últimas habitaciones.
Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado, de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco, era tan espeso que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa, de caoba labrada, de cuatro pies de ancho y dos de alto, se veía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de Cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se desprendían las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de plata, tan leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo del sol. Entre la cama y el muro de la pared había una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal, una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul, marcado a fuego, y delante de la cama, estaba extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. A los pies de la cama se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego, una papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al gabinete contiguo a la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro en forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y solitario templo de una belleza. Y, por último, una mesa de palo de naranjo apenas de dos pies de diámetro, colocada a la extremidad de la otomana, contenía, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y de una estrechez proporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto a ésta.
El retrete de vestirse estaba empapelado del mismo modo que la alcoba, y alfombrado de verde. Dos grandes roperos de caoba, cuyas puertas eran de espejos, se veían a un lado y al otro del espléndido tocador, cuyas porcelanas y cristales había desordenado Daniel pocos momentos antes. Frente al tocador, estaba una chimenea de acero bruñido, guarnecida de un marco de mármol blanco completamente liso; y a continuación de ella una bañadera de aquella misma piedra, cuya agua era conducida por caños que pasaban por los bastidores del empapelamiento. Un sillón de paja de la India, y dos taburetes de damasco blanco con flecos de oro, estaban, el primero, al lado de la bañadera; y los otros, frente a los espejos de los guardarropas; y un sofá pequeño, elástico y vestido del mismo modo que los taburetes, se hallaba colocado hacia un ángulo del retrete. Dos grandes jarras de porcelana francesa estaban sobre dos pequeñas mesas de nogal con un ramo de flores cada una; y sobre cuatro rinconeras de caoba brillaban ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirables. Seis magníficos cuadros de paisaje y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado, completaban el retrete de Amalia, en el que la luz del día penetraba por los cristales de una gran ventana que daba a un pequeño jardín en el patio principal, y que era moderada por un juego doble de colgaduras de crespón celeste y de batista. Al lado de uno de los roperos había una puerta que se comunicaba con el pequeño aposento en que dormía Luisa, joven destinada por Amalia a su servicio inmediato.
Ahora sigámosla, que entra en el aposento de Luisa, dormida dulce y tranquilamente, y que tomando una llave de sobre una mesa abre la puerta de ese aposento que da al patio, y atravesándolo con Daniel, llega al frente opuesto a sus habitaciones, y abriendo con el menor ruido posible una puerta en un corredor que cuadraba a aquél, entra, siempre con la luz en la mano y con Daniel al lado suyo, a un aposento amueblado.
-Aquí ha estado habitando cierto individuo de la familia de mi esposo que vino del Tucumán y partió de regreso hace tres días. Este aposento tiene todo cuanto puede necesitar Eduardo.
Y diciendo esto, Amalia abrió un ropero, sacó mantas de cama, y ella misma desdobló los colchones, y arregló todo en la habitación, mientras Daniel se ocupaba de examinar con esmero un cuarto contiguo, y el comedor que le seguía, cuya puerta al zaguán estaba enfrente de aquélla de la sala, por donde una hora antes había entrado él con Eduardo en los brazos.
-¿A dónde mira esta ventana? -preguntó a su prima, señalando una que estaba en el aposento que iba a ocupar Eduardo.
-Al corredor por donde se entra de la calle a la quinta, por el gran portón. Sabes que todo el edificio está separado, hacia el fondo, por una verja de hierro; y cerrada, los criados pueden entrar y salir por el portón, sin pasar al interior de la casa. Es por ahí que ha salido Pedro.
-Es verdad, lo recuerdo... pero... ¿no oyes ruido?
-Sí... Son...
-Son caballos a galope... -y el corazón de Amalia le batía en el pecho con violencia.


El traje de boda



Era el 5 de octubre. La ciudad, pintada toda de colorado, estaba vestida de banderas: invención del dictador para cada festejo federal. Ese día era el aniversario de un dolor de muelas que privó, el año de 1820, entrar a la plaza con el cuerpo de milicia que mandaba en el ejército del general Rodríguez y que Rosas festejaba, sin embargo, como un gran hecho militar, que su cuerpo se hubiese batido sin él.
Pero dejemos la ciudad un momento; y desde la barranca de Balcarce, antes de descender contemplemos la Naturaleza un momento también.
La luz es un océano de oro en el espacio.
El firmamento está trasparente como la inocencia.
El aire es suave y acariciador como el aliento de una madre.
Los prados están risueños y matizados con todos los colores bajo la luz clarísima que los baña: es el manto de la esperanza extendido sobre la tierra, con toda su riqueza, con todos sus caprichos, como el cendal de las ilusiones sobre el alma enamorada de la mujer en su primera vida.
Todo allí es bello, suave y amoroso; es el contraste vivo de la naturaleza moral de la ciudad vecina.
Pero bajemos.
Hay una cosa más bella y amorosa todavía. Hay un contraste más vivo y más latente; una sofisticación de la fortuna o de la desgracia; o mas bien, una bellísima ironía de cuanto está sucediendo en esos momentos: Amalia.
Amalia mintiendo felicidad, sin creerla ella misma.
Amalia bella como nunca. Apasionada como el alma del poeta. Tierna como la tórtola en su nido. Derramando una lágrima del corazón sobre su propia felicidad, y feliz con su llanto. Misterio de Dios y del destino. Presa disputada por la desgracia y por la dicha, por la vida y la muerte.
Entremos.
El salón de la encantada quinta ha recobrado su elegancia y su brillo. La luz del sol, bañando, amortiguada por las celosías y cortinas, el lujo de los tapices y de los muebles; las nubes de ámbar que exhalaban las rosas y violetas entre canastas de filigrana, jacintos y alelíes, entre pequeñas copas de porcelana dorada, y el silencio interrumpido apenas por el murmullo cercano del viento entre los árboles; todo hacía del salón de Amalia una mansión al parecer destinada a las citas del amor, de la poesía y la elegancia.
Allí no estaba la diosa de aquella gruta. Con su cabello destrenzado, pero rodeando en desorden su espléndida cabeza, vestida con un batón de merino azul oscuro con guarniciones de terciopelo negro, sujeto a su cintura por un cordón de seda, que hacía traición al seno de alabastro y al pequeño pie, oculto entre unas chinelas acolchadas de raso negro, la joven estaba en su tocador con su pequeña Luisa. Y estaba allí entre un mundo de encajes, de riquísimas telas y de trajes extendidos, unos sobre los sofás, otros sobre las sillas, y otros colgados en los espejos de los roperos.
Bella siempre, bella de todos modos, su fisonomía estaba más animada que de costumbre. El cabello de sus sienes levantado, la Naturaleza parecía hacer alarde de las perfecciones de aquella cabeza, de la que la imaginación no halla modelo sino en las imágenes bíblicas. Sus ojos, que parecían siempre alumbrados por una luz celestial que se escurría por la sombra aterciopelada de sus pestañas como el primer rayo del alba por las sombras que aún bordan el Oriente, participaban también de la animación de su rostro.
Todo era extraño en ella.
En el momento en que nos acercamos estaba de pie delante a uno de sus guardarropas, en cuya puerta de espejo había colgado un magnífico vestido de blondas, con lazos de ancha cinta, blanca también en la cintura y en las mangas.
Lo miraba. Tomaba la falda con sus dedos de rosa y la alzaba un poco, como examinando mejor aquella nube, aquel vapor de un precio y de un gusto inestimables; mientras que la niña seguía todos sus movimientos tocando y examinando también, cuanto miraba y tocaba su señora.
-Este, Luisa. Este es el más elegante -dijo al fin Amalia, mirando por todos lados el precioso vestido.
-Sí, yo creo que sí, señora. ¿Quiere usted probárselo?
-Sí, pues. Dame un viso -y al pedir esto, desató el cordón de seda de su cintura y se quitó el batón, descubriendo sus hombros y sus brazos, como tentaciones del amor, como prodigios de un artífice que debió enamorarse de su propia obra.
En dos minutos un crujiente viso de raso blanco cubría aquellas formas encantadoras, y era prendido sin dificultad a su leve cintura por las manos de la graciosa Luisa.
-El vestido ahora -dijo Amalia, pasando ligera como una fantasma, a pararse enfrente de un espejo de siete pies de altura, colocado en el suelo; y el vestido pasó luego por su cabeza como una blanca nube abrillantada por el sol. Y era una verdadera diosa entre una nube cuando los encajes cayeron sobre sus brazos y su seno, y el transparente traje se dilató sobre el viso de joyante seda.
Una vez prendido a su cintura, Amalia ya no era Amalia, era una joven enamorada de las puerilidades del lujo y del buen gusto. Se miraba, se oprimía la cintura con sus manos, daba vueltas su preciosa cabeza para mirar su espalda en el grande espejo, o se colocaba entre los dos de sus roperos.
Luisa, entretanto, tocaba el vestido, lo englobaba, y sus ojos estaban en un movimiento continuo, de la cintura al pie de su señora, de la cintura a los hombros, de los hombros al rostro.
-¡Magnífico, señora, magnífico! -exclamó al fin la niña, separándose algunos pasos como para verla de más lejos.
Pero, de repente, Amalia movió su cabeza, hizo un gesto con sus labios, y dijo:
-No; no me gusta.
-Pero, señora...
-No; no me gusta, Luisa. Este es más bien vestido de baile. Además, está corto de talle.
-No, señora, al contrario; está largo.
-Y grande de cintura.
-Le mudaré los broches en un momento.
-No; no me gusta. Despréndelo.
-Pues, señora, no hay otro más lindo -dijo Luisa, desprendiendo el vestido.
-No importa, pero habrá otro más a mi gusto.
-Va usted a elegir el peor.
-No importa; déjame. Esto es un delirio como otro cualquiera, y hoy quiero tenerlo por la primera vez de mi vida y, sin duda, por la última.
-¡Válgame Dios, señora, siempre pensando cosas tristes! Verá usted como en Montevideo va a todos los bailes, al teatro, a todas partes, y hemos de tener todos los días que hacer lo mismo que hoy -repuso Luisa, colocando el vestido sobre una silla.
-No, Luisa, me basta con hoy. Hoy por todos los días de mi vida. Dame aquel otro vestido.
Y Luisa tomó de sobre un sofá un traje de moaré blanco, con tres guarniciones de fleco, formado del mismo género, con anchos encajes de Inglaterra en el pecho y las mangas; tela de los más ricos tejidos de Francia, y de un valor mayor aún que el vestido de blondas.
Este traje, más regio, y más ajustado al seno y a los hombros, dibujaba con más coquetería las formas encantadoras de Amalia, y mereció los honores de la contemplación por más largo rato que el primero.
Pero después, el mismo movimiento de cabeza y el mismo gestito le dieron su pase, con satisfacción de Luisa, que no pudo menos de decir:
-Ve usted, señora; si no hay otro como el de encajes.
-No, Luisa; ninguno de los dos.
-Mire usted, señora, yo estoy segura de que él querría ver a usted con el primero.
-Me verá alguna vez, pero no hoy.
-Hoy, hoy.
-¿Y por qué?
-Porque es el más rico.
-¡Bah!
-Y porque es el que mejor le sienta.
-Eso es lo que no creo; y si lo creyese...
-¿Qué, señora?
-Me lo pondría.
-Pues ése es.
-Me lo pondría, porque hoy es la primera vez de mi vida que tengo la vanidad de querer estar bien, muy bien, Luisa.
-¿Nada más que muy bien?
-Y...
-¿Y?
-Y muy linda -dijo Amalia, poniendo sus manos sobre la cabeza de Luisa, cubriéndose de carmín sus mejilllas, pasando relámpagos de sonrisa por sus labios, radiante de felicidad, y abochornada de su confesión.
-¿Y cuándo no lo está usted, señora? -dijo la niña, tomándole las manos.
-Nunca.
-Siempre.
-Pero hoy quiero estarlo, Luisa, para él, para él solo. Es el día de su destino y del mío. ¡El día de nuestra felicidad y de nuestra separación! ¡De nuestra separación, Dios mío! -exclamó Amalia, cubriéndose los ojos con sus manos.
-Pero separación de ocho o quince días, señora. Vamos, si usted va a llorar como esta mañana cuando se despertó, va usted a estar muy mal para la noche.
-No, no, Luisa, no es nada -exclamó Amalia, abriendo sus magníficos ojos y sacudiendo su cabeza como para despejarla de las ideas que acababan de cruzar por ésta-, no es nada; dame otro vestido.
-¿Cuál?
-Aquél.
-¿El del sofá?
-Sí.
-¡Ah! También es muy lindo; pero como el de encajes, no.
-¿Volvemos?
-Hasta la noche le he de estar a usted diciendo que es el mejor.
-Eres porfiada, Luisa.
-Ya se ve que lo soy, pero es cuando yo sé que hago bien. Y verá usted, yo se lo he de contar mañana al señor don Eduardo; y...
-¿Mañana?
-¡Ah, sí, es verdad!
-Mañana cuando salga el sol ya estaremos separados.
-Pero, señora, ¿y no sería mejor que esperase unos días a ver si esto pasa?
-No, Luisa, ni un minuto más. Por su viaje he anticipado todo, he preparado todo en mi alma, en mis aprensiones, y afronto hasta la profanación que se hace hablando de felicidad en estos momentos de duelo y de sangre para tantos. Que parta hoy mismo, con esa condición me caso. Yo iré después, cuando sea posible salir de este sepulcro de vivos.
-¡Ah, qué día aquel que estemos todos juntos en Montevideo!
-Sí, en Montevideo -dijo Amalia, doblando su cintura para que Luisa le prendiese el nuevo traje.
-Vea usted -prosiguió Luisa- cómo se ha puesto buena la madre de doña Florencia, en tan pocos días.
-¡Oh, cuán contentas estarán pasado mañana!
-Pero aquí... vea usted, señora, ni los pajaritos cantan -y Luisa señalaba con su manecita las jaulas doradas de los jilgueros de Amalia, que habían vuelto a su primera colocación después que se dejó la "Casa sola" y se volvió a Barracas.
-¡Sí! ¿Has notado, Luisa? ¡Los pajaritos no han cantado hoy! -exclamó Amalia, volviendo súbitamente los ojos a las jaulas, y como fijándose en una circunstancia que no había recordado.
-¡Válgame Dios! ¡Para qué le diría a usted tal cosa!
-Sí, bien... hablemos del traje... Hoy no quiero creer otra cosa sino que soy feliz... ¿te parece bien, Luisa?
-Espléndido, señora; pero no como el de encajes.
-¿Ves? Este, éste es el que elijo.
-Y tiene usted razón. Después del de encajes no hay otro como éste -y Luisa se iba hasta el fin del tocador para ver de lejos a Amalia que se miraba, ora en el grande espejo, ora entre los dos de sus roperos, no ocultando en su rostro la satisfacción que sentía al haber hallado el traje que buscaba, y con el cual se presentará al lector algunas horas más tarde.
-Este, sin duda. Despréndelo, Luisa, pero con cuidado.
-Está ya, señora.
-Ahora otra cosa, Luisa -prosiguió Amalia, volviendo a ponerse su batón de merino.
-Ahora veremos las alhajas, ¿no, señora?
-No, Luisa, alhajas, no.
-¿Pero un collar, siquiera?
-No, en este acto no se ponen alhajas, Luisa.
-Pues, señora: yo si me caso alguna vez, y tengo tan lindas cosas como usted...
-No te las pondrás. Anda a la sala y tráeme todas las rosas.
Un minuto después volvía Luisa con la canasta de rosas que vimos al entrar en la sala.
Las rosas eran el encanto, el tesoro de Amalia. Y cuando tomó en sus manos la canasta y aspiró una rosa que entonces se abría, sus ojos se entrecerraron, palideció su semblante, y palpitó su seno: era que el aroma de la flor estimulaba al aroma poético de su alma, y aquella organización, sensible y armoniosa, languidecía de placer y de amor al aspirar la fresca y purísima esencia de la rosa.
Puso luego el canastillo de filigrana sobre sus faldas, y a medida que tomaba y aspiraba y examinaba las rosas, una mezcla de porvenir y de pasado, de felicidad y de melancolía, conmovía su corazón, sin duda, pues que su rostro, antes radiante, había vuelto súbitamente a su habitual expresión de dulcísima tristeza.
Las flores eran el campo, el mar y la luz en las horas crepusculares; ejercen sobre las almas poéticas y sensibles una influencia que se escapa al mecanismo de los sentidos, que el alma misma no se la puede definir, pero que la siente y se avasalla ante ella. Es la religión verdadera de Dios, ejercida en el templo de la Naturaleza, por el sacerdocio del corazón humano.
Al fin Amalia pareció contenta de una de las rosas en que escogía, y la colocó en una copa de cristal dorado, sobre el mármol de su elegante tocador.
-Ahí están mis diamantes, Luisa -dijo al colocar la rosa.
Pero en este instante, fuese por el demasiado diámetro del vaso, o por la demasiada inclinación de la flor, ésta cayó sobre el mármol y del mármol rodó al suelo.
Amalia se inclinó con rapidez para alzarla; pero, más rápida todavía cruzó una sombra por su imaginación.
-¡Es singular! -dijo, volviendo a colocar la rosa-, dos veces me ha sucedido esto, y las dos con una rosa blanca: el día en que le di mi corazón, y el día en que voy a darle mi mano... pero... vamos a otra cosa, Luisa -dijo aquella mujer que sostenía visiblemente una lucha tenaz en ese día con sus preocupaciones y su espíritu; y ella misma tomó un cartón de sus roperos; se acercó a un sofá y vació sobre él varios juegos de botines y zapatos que había hecho traer expresamente de París, todos de una delicadeza digna de la preciosa obra de la Naturaleza a que estaban destinados. Escogió unos botines delicadísimos, que parecían cortados para una niña de doce años; y luego de separar algunos otros objetos destinados a su traje de boda, se acercó a sus pájaros, como arrepentida de haber estado tanto tiempo cerca de ellos sin tributarles una caricia.
Al acercarse y mover sus dedos entre los alambres dorados, uno de los jilgueros hizo vibrar una nota en su poderosa garganta, con un acento extraño, parecido más bien a un gemido que a las modulaciones naturales de esos coristas de la Naturaleza.
Amalia se impresionó visiblemente, y en vano agitaba las manos y movía las jaulas, acción a que sus pájaros correspondían siempre con su canto; en vano. Los jilgueros saltaban por todos los círculos de alambre, pero sin cantar y perezosos.
-¿Qué tienen los pajaritos, señora? -preguntó Luisa, sorprendida de lo que veía por primera vez.
-¡Están tristes! -contestó Amalia dando vuelta a su cabeza hacia Luisa y empañado el cristal purísimo de sus ojos con una lágrima levantada por la imaginación de la fuente misteriosa de la sensibilidad de aquella alma tan tierna y combatida por la suerte, por ella misma-; ¡están tristes! -prosiguió, y repentinamente, más triste que el acento con que acababa de pronunciar sus últimas palabras, se acercó a la ventana que daba al patio, descorrió las cortinas y alzó sus ojos al firmamento azul, siguiendo por largo rato una nube blanquecina que, como una pluma de las alas del céfiro, se deslizaba graciosa entre la luz del espacio.
-¡No puede darse un día más bello! -exclamó Amalia-. Todo está tranquilo, menos mi alma. ¿Qué hora es?
-Las tres de la tarde acaban de dar, señora.
-¡Faltan cinco horas!... Arregla todo eso, Luisa.
Y al pronunciar estas palabras, Amalia dejó caer las cortinas, sacudió su cabeza como era su costumbre cuando quería desechar ciertas ideas, y pasó de su tocador a su aposento, cerrando la puerta en pos de sí.
Con el movimiento de su cabeza, su cabello destrenzado y apenas sujeto por una pequeña peineta, resbaló, y sus hebras se extendieron como un espléndido manto sobre su espalda. La alcoba estaba apenas alumbrada por la escasa luz que venía de la antesala, pues las ventanas del patio estaban cerradas. Y así, bajo esa débil claridad, y entre el ambiente perfumado que se respiraba en aquellas solitarias habitaciones, Amalia se acercó a la pequeña mesa colocada junto a su lecho, y se arrodilló delante del crucifijo de oro incrustado en ébano, que otra vez hemos visto en ese mismo lugar.
De rodillas, suelto el cabello, descansando sus brazos sobre el borde de la mesa, y sus manos oprimiendo la cruz, bella como una Magdalena, sólo el Hijo de Dios, que la escuchaba, sólo la mirada de Dios, derramada en el aire y en la luz del Universo, pudieron oír las sentidas palabras de aquella alma y leer la verdad del sentimiento, de la fe y de la esperanza, en aquella purísima conciencia.





sábado, 20 de febrero de 2010

CARTAS AMARILLAS

FERIA DEL LIBRO 2010

En la Rural desde el 22 de abril hasta el 10 de mayo

La Feria del Libro 2010 busca inspiración en el Bicentenario
La cita editorial más convocante celebrará obras emblemáticas de la literatura argentina
Noticias de Cultura:  Sábado 20 de febrero de 2010

Más de un millón de personas asisten al encuentro editorial que este año realiza su 36a. edición


LA NACION

"Festejar con libros 200 años de historias", así en plural, es el eslogan que la Fundación El Libro eligió para la 36a. Feria Internacional del Libro, que será inaugurada el 22 de abril próximo y se extenderá hasta el 10 de mayo. La Feria no tendrá este año el pabellón ocre, por lo que el ingreso al predio de La Rural no se hará por Plaza Italia. Sólo estarán habilitados los ingresos por avenida Sarmiento y por la calle Cerviño.
La entrada tendrá un leve aumento. Será de $ 12 pesos de lunes a jueves y de $ 15 de viernes a domingos. Como el año pasado, quien compre por $ 120 recibirá el descuento de lo pagado por la entrada.
Para celebrar los 200 años, la Feria tomará cinco obras salientes de la literatura argentina, a cuyos autores rendirá un homenaje. Fragmentos de estas obras ilustrarán la campaña de la Feria. Se trata de Rayuela, de Julio Cortázar; Manuelita la tortuga, de María Elena Walsh; Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato; El oro de los tigres, de Jorge Luis Borges, y Martín Fierro, de José Hernández.
La Feria, cuya dirección está a cargo de Marta Díaz, ajusta por estos días su agenda de invitados del exterior, pero el nombre del escritor que dará el discurso de inauguración aún no está decidido. "Estamos decidiendo entre escritores locales y extranjeros", dijeron fuentes de la Fundación. Y no se descarta que la elección recaiga en un historiador.

Autores visitantes

Cuando aún no se disipa la sorpresa por su pase de Anagrama a Grupo Planeta, el catalán Enrique Vila-Matas traerá su nueva novela Dublinesca (Seix Barral). También vendrá el escritor colombiano Fernando Vallejo, con El don de la vida (Alfaguara). La embajada de Estados Unidos y Ediciones B ya aseguraron la visita del best seller John Katzenbach. Y el poeta Antonio Gamoneda, Premio Cervantes en 2006, será figura saliente del V Festival de Poesía. También vendrá el italiano Alessandro Baricco, de renombre mundial con su novela Seda (Anagrama).

Grandes y pequeñas editoriales centrarán sus actos en los escritores locales. Es el caso de Editorial Norma que apuesta fuerte por La despedida, la nueva novela de Marcelo Birmajer, y Gentiles criaturas, el nuevo trabajo literario de Jorge Accame.
Alfaguara jugará, como el año pasado, una carta fuerte con otro inédito de Julio Cortázar, Cartas a los Jonquieres, que muestra a un Cortázar íntimo. Y también estará la novela Asedio, lo nuevo de Arturo Pérez-Reverte. De la mano de Random House, la cineasta Lucía Puenzo presentará La furia de la langosta, y Marcos Aguinis, Elogio del placer.
Kier llegará a su stand con la nueva colección 60 minutos, para despertar el interés por los temas de la vida interior. V&R Editoras lanzará un libro de título kilométrico:1000 datos insólitos que un chico debería conocer para saber que en el mundo están todos locos, de Aníbal Litvin. Su carta más valiosa será Nerds, una novela para adolescentes.
También El Ateneo tendrá dos lanzamientos fuertes: El corazón de Dolli, de Gustavo Nielsen, y Breve historia de la economía argentina, de Daniel Muchnik. Y Anagrama presentará en su stand El Tercer Reich, de Roberto Bolaño, y El tiempo envejece deprisa, de Antonio Tabucchi. Fondo de Cultura Económica invitó a François Dosse, autor de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Biografía cruzada, y a Roberto Mangabeira Unger, brillante ex ministro de Planificación del presidente Lula da Silva, que presentará El despertar del individuo. Imaginación y esperanza.
Dos datos nuevos. El primero es que el stand del Bicentenario, que reunirá a 17 organismos del gobierno nacional, tendrá 1000 m². Y el segundo es que la India estará este año en la Feria del Libro. La maratón de lectura, sobre "La Argentina: una aventura de 200 años", estará planteada como "una gran fiesta de textos del Bicentenario"
Como articulación de la Feria con la Bienal Borges Kafka, que tendrá lugar unos días antes de su apertura, en la oferta de seminarios y cursos se ha previsto uno sobre ambos escritores. Y habrá otra propuesta sobre la lengua española y sus dos siglos de existencia en el país.
Otro punto destacado será el encuentro de directores de ferias del mundo y la presentación de Buenos Aires como Capital Mundial del Libro para 2011.

NUEVA EDICION

Programa. La Feria comenzará el 22 de abril en La Rural. No está definido todavía el escritor que la inaugurará. La entrada costará $ 12 de lunes a jueves y $ 15 de viernes a domingo. Habrá un pabellón menos, el ocre.
Invitados del exterior. Vendrán, entre otros, los escritores Alessandro Baricco, Enrique Vila-Matas, Fernando Vallejo, Antonio Gamoneda y John Katzenbach.

lunes, 15 de febrero de 2010

EL CABILDO, CIERRA HASTA MAYO

Cultura
Lunes 15/02/2010

En el Bicentenario / Obras para preservar el patrimonio

El Cabildo cerró sus puertas hasta mayo, para su restauración integral
Se renovará el proyecto museológico, con una oferta interactiva multimedia para el público.

Susana Reinoso

LA NACION

El Cabildo de Buenos Aires cerró este domingo sus puertas, para reabrirlas el 18 de mayo de 2010, una vez que haya concluido su restauración integral que, por primera vez, incorporará una renovación del proyecto museográfico y museológico, con una nueva presentación de sus colecciones y un desarrollo multimedia.
En diálogo con LA NACION, la directora del Museo del Cabildo, María Angélica Vernet, puso el acento en la integración del proyecto en marcha, que abrirá por primera vez al público la galería superior del Cabildo, inaccesible desde 1940, donde tuvo lugar el histórico Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810.
El acontecimiento quedó registrado en El Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 , el monumental cuadro de Subercaseaux, que se halla en el Museo Histórico Nacional. Su reproducción, ubicada en la planta superior del Cabildo, será eje de un interesante desarrollo multimedia, conocido como touch screen .
Consistirá en un plasma táctil que abrirá distintas ventanas con información sobre los protagonistas del cuadro y los hechos de Mayo, al establecerse un contacto interactivo. Incluso, contendrá una información curiosa sobre el costo de las jornadas entre el 21 y el 25 de mayo de 1810, cuyo financiamiento fue de 521 pesos de esa época.
Durante los conciliábulos de mayo de 1810, se consumieron, según revela el historiador Armando Alonso Piñeiro en uno de sus trabajos, "diez botellas de vino, seis botellas de Málaga y bizcochos, por veintiún pesos y seis reales".

El pueblo quiere saber

Si bien la galería de la planta alta será abierta al público, no habrá acceso al balcón desde el cual el presidente Raúl Alfonsín habló cuando asumió, el 10 de diciembre de 1983. La galería tendrá un calendario de visitas y habrá períodos en que permanecerá cerrada.
Puesta en valor y tecnología de punta para el Cabildo, por un monto que la directora rehúsa decir a LA NACION para no favorecer las propuestas licitatorias para el proyecto de restauración aún en curso son los ejes del proyecto que procura dotar de esplendor al Cabildo en el año del Bicentenario.
Otras novedades que el Cabildo prepara son la exhibición de documentos inéditos de la Revolución de Mayo en nuevas vitrinas con mejores condiciones de conservación, y la reapertura de la sala de exposiciones sobre el lado de Avenida de Mayo como un área SUM (sala de usos múltiples), con una oferta interactiva para el público.
Allí habrá una cabina del Bicentenario, donde la gente dejará sus mensajes, que serán subidos al sitio de la Secretaría de Cultura de la Nación.
El patio, hoy ocupado por artesanos, será también parte del proyecto integral. En el actual espacio que estos ocupan, se encuentra la entrada a las cisternas subterráneas, donde una comisión de arqueólogos descubrió hace una década objetos de dos siglos de antigüedad. Allí se colocará una placa de vidrio que permitirá conocer las cisternas y los pasadizos subterráneos del Cabildo.
En el patio se colocará, además, una señalética con información sobre el Cabildo original y sus modificaciones sucesivas. Para la reapertura, en mayo próximo, el Cabildo tendrá un ceibo, la flor nacional.

Visitas de estudiantes

Entre otros objetos originales, el Cabildo alberga dos extensos escaños de madera del siglo XVII, donde se sentaron los hombres de mayo de 1810; un arcón consejil que guardaba los expedientes y papeles importantes del Cabildo; una caja de caudales del siglo XVI; un escudo del siglo XIX; una parte de la imprenta del año 1700 y un banderín quitado a los ingleses durante la Reconquista de Buenos Aires.
En 2009, el Museo del Cabildo recibió la visita de 151.655 personas, de las cuales 15.542 fueron estudiantes de todos los niveles.


Personal del Cabildo prepara una de las salas para los trabajos de reacondicionamiento que se harán en los próximos meses


Foto: Leandro Aranda

martes, 9 de febrero de 2010

VOLVER AL TÉ

En Gran Bretaña

Volver al té, un remedio contra la recesión
Graciela Iglesias
Para LA NACION, Martes 9 de febrero de 2010

LONDRES. Dicen que el Imperio Británico se construyó bajo su influjo y que fue la fuente de la serenidad necesaria para soportar los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Ahora que la situación económica aprieta, los británicos han retornado al consumo de la "buena taza de té".

Por primera vez en cuatro décadas, las ventas de té en el Reino Unido han aumentado (3% en 2009), ampliando así la brecha con el café, que amenazaba con quitarle el título de bebida preferida de los británicos. Y esto, a pesar de que el precio del té aumentó 10%, mientras que el de su principal rival permanece estable. De acuerdo con cifras oficiales, durante el último año, los británicos bebieron 165 millones de tazas de té por día, comparado con 70 millones de tazas de café. En parte, esto parece deberse a que muchos británicos asocian la debacle financiera con "la cultural del café", es decir, la vida a las corridas promovida por la cafeína de los expresos, latte y capuchinos.
En contraste, el té está bien enraizado en la psiquis nacional como el brebaje del confort hogareño y de la madura reflexión, dos atributos que adquirieron particular valor a raíz de la incertidumbre desatada por la recesión.
William Gorman, jefe ejecutivo del Consejo de Té del Reino Unido, asegura que son las mujeres quienes impulsaron el retorno a la ceremonia del té.
"Son ellas las que se dieron cuenta de que el té puede llevar a una mejoría en la calidad de vida porque es mucho menos estimulante que otras bebidas y porque impone un criterio estético superior", señaló Gorman.
"Esto explica por qué el aumento en el consumo ha sido menos pronunciado respecto de la tradicional taza de té inglesa (té negro con leche y sin azúcar) y mayor en variedades exóticas con bajo nivel de cafeína y alto nivel de antioxidantes, como los tés verde japonés y blanco chino", añadió el experto.
Este fenómeno ha llevado al no menos espectacular retorno del elegante "salón de té", que hasta hace un año parecía destinado a figurar sólo en las páginas de las novelas de Agatha Christie y Daphne du Maurier.
Una docena de hoteles de cinco estrellas, entre ellos, el Sheraton y el Balmoral en Edimburgo, han sacado a relucir sus juegos de plata y porcelana y hasta han contratado a sommeliers de té con la misión de ayudarlos a diseñar menús que armonicen cada variedad de la hierba con canapés, tortas y otros ejemplos de la más refinada repostería.
"Al té es mejor compararlo con el vino que con el café -sostiene Drew Buchanan, un ex empleado de la cadena de cafeterías Starbucks y actual propietario de la firma mayorista escocesa Tea Tree Tea-. Tomar un buen té en una taza de papel es como beber un Bordeaux ganador de media docena de medallas en un viejo tarro de mermelada. Hay 2500 variedades de té en el mundo que parten todas de la misma familia de plantas, la Camellia sinensis , pero cada una se diferencia en sabor, aroma y color de acuerdo a cómo se la cultive, a cómo se la recolecte y a cómo se la almacene. Lo mismo puede decirse sobre la uva y el vino."
Por más sentido que pueda tener la comparación, lo cierto es que los británicos están abandonando no tanto la copa de vino como el café.
Esto ha motivado a las cafeterías a ofrecer una amplia variedad de tés (a un promedio de 2 dólares por taza) por miedo a que sus ingresos caigan en picada.

Nombres exóticos
Los nombres en las cajas que suelen acomodarse a los costados de la máquina de expreso a vapor son de lo más exóticos: té verde Chun Mee, Assam Tippy Ortodoxo, Formosa Oolong, Rooibos africano con pétalos de lotus y "Sexy" Gee Darling, entre otros.
Por el momento, la estrategia parece haber surtido efecto. Las cafeterías son los únicos negocios que aumentaron su presencia en todos los centros urbanos británicos, y nada menos que en un 47% en solo un año.
Su éxito, sin embargo, parece deberse más a que se han convertido en oficinas alternativas para muchas empresas y hombres de negocios que, en lugar de alquilar costosas sedes, utilizan ahora las cafeterías como improvisadas salas de reuniones donde encontrarse con colegas, entrevistar candidatos para empleos y hasta realizar transacciones con clientes.
Todo por el módico precio, no ya de un café, sino de una "buena taza de té".

Antigua taza de té


Modernas tazas de té en cerámica esmaltada

Antigua taza de té victoriana

Antigua taza de té inglesa

Antigua taza de té japonesa

domingo, 7 de febrero de 2010

LA FAMILIA DEL FUTURO

Esta es una película de Disney que ya hace unos años se estrenó. Es una de estas películas en las que me siento identificada ya que muchísimas veces hubiera querido viajar en el tiempo hacia atrás y porqué no, poder solucionar muchas cosas...
Simplemente... Maravillosa!!!





viernes, 5 de febrero de 2010

LOS GALILEOS


Hace unos días terminé de leer un libro realmente apasionante. Trata sobre la vida de María Magdalena, conocida en aquella época como María de Magdala.
Hermosa, provocativa, condenada por los moralistas, María Magdalena es una de las mujeres más cautivantes de la historia. Situada en los turbulentos tiempos de la era cristiana, en las ciudades de Magdala, Alejandría y Emaús, ocupadas por el Imperio Romano, esta nueva novela histórica de Slaughter muestra la fascinante vida de la mujer que fue María Magdalena y de los hombres que influyeron en ella. José, talentoso médico, que fue su prometido, Demetrio, anciano y sabio fabricante de liras que la adoptó cuando era niña, Cayo Flaco, apuesto soldado romano cuya lujuria la transformó en una mujer vengativa, y Jesús de Nazaret, cuyas enseñanzas cambiaron su vida para siempre.

Su autor es: Frank G. Slaughter
Género: Novela Histórica
Quisiera reproducir textualmente una parte:

"Haciendo referencia, José, a las Bienaventuranzas que había escuchado Nicodemo por boca de Jesús de Nazaret, dice:
- Una hermosa serie de principios, pero no son nuevos. Los filósofos griegos dijeron cosas muy parecidas y también un escritor judío en El Testamento de Dios. Lo estaba leyendo justamente anoche - entró a su casa y volvió a salir con el rollo-. Escucha esto:
El odio, por lo tanto, es malo, porque siempre va junto con la mentira y en contra de la verdad; hace que las cosas pequeñas parezcan grandes, y hace de la luz oscuridad, y llama dulce a lo amargo, y levanta columnas, y enciende la ira, y suscita guerras y violencia y codicia; llena el corazón de males y venenos demoníacos.
La rectitud hace a un lado el odio, la humildad acaba con la envidia.Porque el que es justo y humilde se avergüenza de cometer injusticias, pero se siente reprochado no por los demás, sino por su propio corazón, y sabe que el Señor contempla sus acciones."

EL HOMBRE QUE PERDIÓ SUS ILUSIONES

ESPERAMÉ QUE UN DÍA VOLVERÉ