BUBONIS

BUBONIS

sábado, 31 de diciembre de 2011

OTRA VUELTA AL CÍRCULO DE LA VIDA

Sábado 31 de diciembre de 2011 | Publicado en edición impresa
Reflexiones   Por Sergio Sinay  | Para LA NACION
Quizá la siguiente historia sea rápidamente recordada por muchos e intrigue y atraiga a quienes la desconocen. Es la de Mufasa y Simba. Mufasa es un majestuoso león, rey de la sabana, y Simba su alegre cachorro y heredero. Sólo que alguien más aspira al trono de aquél y no jugará limpio para obtenerlo. Se trata de Scar, tío de Simba. Scar asesina a Mufasa y hace recaer la culpa en Simba. El cachorrito huye agobiado por la convicción de que causó la muerte de su padre. Vivirá al margen del reino, adoptado por el suricata Timón y el facóquero (o jabalí verrugoso) Pumba. Estos dos lo inducirán a la vida fácil, despreocupada y desentendida de toda responsabilidad por los demás y por el mundo. Hasta que una serie de acontecimientos (algunos peligrosos, otros emocionantes y otros dolorosos) lo confrontan con la vida real. En ésta habita el mandril Rafiki, mezcla sabia de sacerdote y hechicero, que lo conecta con el recuerdo y el alma de su padre.
-Me has olvidado. Al olvidar quién eres me has olvidado, le reclama el espíritu de Mufasa a su hijo.
-¡Eso nunca!, se defiende Simba.
-Mira en tu interior y regresa al reino -insiste la imagen paterna antes de desvanecerse-. Eres más que esto. Regresa y ocupa tu lugar en el ciclo de la vida.
Más tarde Simba confesará a Rafiki su temor ante la inevitabilidad de regresar al reino y retomar el trono usurpado por Scar. El mandril le pega un fuerte golpe en la cabeza con su bastón, y cuando el joven león se queja, Rafiki dice:
-El pasado puede doler, pero como yo lo veo puedes o huir de él, o aprender.
Y mientras amaga un nuevo golpe, pregunta: "¿Qué vas a hacer?"
Mufasa, Simba, Rafiki y los demás son los protagonistas de El Rey León, un clásico del cine de animación que Disney plasmó en 1994 y resucitó ahora, con juegos tridimensionales que nada agregan a la poderosa historia, basada a su vez en el inmortal Hamlet, de William Shakespeare.
¿Hay alguna relación entre El Rey León y los festejos de estos días? Revisar la historia de estos felinos metafóricos puede devolvernos la memoria acerca de lo que el fin de año significa. Es bastante más que una oportunidad para salir a comprar vorazmente lo que se nos ofrezca. Es mucho más que una carrera ansiosa y culposa para tomar un trago o compartir una cena copiosa con aquellos a quienes no hemos visto en el resto del año y de quienes pretendemos seguir siendo amigos. Va más allá del forcejeo por ver adónde y con quién lo pasamos (con los tuyos, con los míos o con los nuestros). Y es definitivamente más que un encuentro reconfortante y balsámico con seres queridos. Es, como diría Mufasa, un momento especial para reflexionar sobre los ciclos de la vida, sobre nuestra participación en ellos y sobre el modo en que nos atraviesan y modifican.
La rutina, un camino
En estos días, y particularmente hoy, nos abocamos a la realización de rituales. Un ritual es una rutina. En tiempos de ansiedad, la palabra rutina tiene mala prensa. Todo tiene que ser nuevo, nada puede repetirse. Sin embargo, rutina viene, en su origen, de ruta. Se trata de un camino. Es bueno saber que existe un camino, pero es mejor aún saber dónde necesitamos ir. La rutina del fin del año, el encuentro, el festejo, los deseos, bien pueden ser ese punto del camino en el que nos detenemos para observar de dónde venimos, cómo ha sido la marcha hasta aquí, en qué dirección continúa el sendero, qué necesitamos para andarlo y, sobre todo, cómo y con quién lo haremos. El filósofo y mitólogo Sam Keen cuenta en su libro Fuego en el cuerpo que en un momento crítico de su vida un amigo con el que se reencontró le aconsejó que periódicamente se hiciera estas dos preguntas, y en este orden: ¿Hacia dónde voy? ¿Quién me acompaña? Y agregó una advertencia: "Nunca inviertas el orden de las preguntas porque ahí es donde empiezan los problemas".
Podemos preguntarnos esto a solas y luego repetir la pregunta en el grupo con el que cruzamos la barrera de la medianoche para pasar de un año al próximo. No es necesario, por supuesto, cotejar respuestas y ni siquiera enunciarlas en voz alta. Aunque en esta fecha hay mucho ruido externo (bocinas, cornetas, sirenas, cohetes, fuegos artificiales, espumantes que se destapan, copas que se entrechocan, músicas que se enciman) el balance que importa se efectúa siempre en el silencio interior. Allí, por ejemplo, puede confeccionarse, como propone el médico oncólogo y especialista en sanación holística Bernie S. Siegel, la lista de la gratitud. Es muy sencillo. En este caso en particular, consistiría en sentarse en un lugar tranquilo, a solas, con un papel y un bolígrafo, y anotar diez cosas por las cuales uno se siente agradecido al cabo del año que hoy termina. No habría que olvidar allí, dice Siegel, cosas básicas como tener un techo sobre la cabeza y una silla bajo las nalgas. Después, seguimos con otros temas. Y si hay más de diez, valen. Hacer esta lista lleva, irremisiblemente, a observar dónde estábamos hace un año y en esa simple constatación se percibe la línea con la que está trazado el círculo de la vida. Si sólo ponemos énfasis en los deseos y propósitos para el año próximo, sin aquel repaso y agradecimiento, en cierto modo parecería que nada nos deja el que se va, que sólo importa lo que viene. Pero el futuro se construye también con materiales del pasado, así como los árboles tienen raíces y los edificios cimientos. Aunque no se vean, sin ellos, ni los árboles ni los edificios se sostendrían.
Siegel no es un optimista sin fundamentos. También se pueden revisar, dice, los acontecimientos indeseables porque al hacerlo, muchas veces, las personas reparan en las inesperadas consecuencias positivas de esos hechos. Es algo, recuerda, que le enseñó su padre, quien quedó huérfano a los 12 años. "Mi padre se dio cuenta de que aquella desgracia le enseñó a sobrevivir, a ser amable y servicial con los demás, y a reconocer que, a pesar de todo, vivir valía la pena".
Tiempo y calendario
Si lo que vale la pena es vivir, ello sería independiente de fechas y festejos. De hecho no siempre el Fin de Año o el Año Nuevo se conmemoraron el 31 de diciembre. Hasta que Julio César lo modificó en el año 47 antes de Cristo, el calendario anual se iniciaba en marzo, y enero era el undécimo mes del año. Debido a que los cónsules romanos solían asumir sus cargos el 1° de enero, el emperador optó por la modificación. Este es el calendario juliano, que además incluyó los años bisiestos. En 1582 el Papa Gregorio XIII promulgó el calendario gregoriano para cumplir con uno de los acuerdos del Concilio de Trento, que conducía a corregir desfases temporales originados en el Primer Concilio (Nicea, en el año 325). Esos desfases habían producido para entonces 10 días de diferencia respecto del calendario original. Con el gregoriano, que fija la duración del año en 365, 24 días (lo que tarda la Tierra en rotar alrededor del Sol), y corrige apenas al juliano, hay un adelanto de medio segundo por año, lo que haría que al cabo de 3300 años hubiera un día de desfase en las fechas según las conocemos hoy. Para entonces, probablemente, ese no será nuestro problema. Mientras tanto, la gran mayoría de los países del mundo, independientemente de las predominancias religiosas, acordaron regirse por el calendario gregoriano y así es como hoy despedimos el 2011 para internarnos en los senderos de 2012.
Si hay algo que festejamos, aunque no reparemos en ello, es el paso del tiempo. No deja de ser paradójico, cuando vivimos una época en la cual de las maneras más dramáticas, más rebuscadas, más obvias, más patéticas y más sofisticadas o refinadas, legiones de personas intentan escapar de él. El tiempo de los años sigue su curso en espiral. Nos lleva por los mismos lugares, una y otra vez, sólo que a diferentes alturas y a diferentes distancias. Cada doce meses nos recibe con las mismas preguntas: ¿qué hechos, qué cosas, qué actividades, qué vínculos le están dando sentido a nuestra vida y están permitiendo que ésta deje su huella en el mundo y en otros? ¿De qué manera en el ciclo que termina hicimos del mundo un lugar un poquito mejor del que encontramos al llegar? ¿En qué nos encuentra este final de ciclo más cerca de nuestro ser esencial?
El gran escultor
Miguel Angel, artista sublime, decía que no eran ni su mano ni su cincel los que daban a la piedra las formas maravillosas, vitales, sensuales e incluso espirituales que identifican a sus obras. El Moisés, El David, La Piedad, afirmaba, estaban allí, en el bloque de mármol y él se limitaba a quitar lo sobrante para que emergieran. Quizá esto es lo que año tras año hace el tiempo con nosotros. Quizá cada festejo, el año transcurrido, cada encuentro, cada repaso durante las últimas horas de cada diciembre, nos den la posibilidad de encontrarnos más parecidos a nosotros mismos, más reflejados en nuestra condición esencial. A menos que nos hayamos empeñado en cubrir esas formas, en ocultar la piedra, en escapar de la obra de ese gran escultor que es el tiempo, como lo llamaba Marguerite Yourcenar (autora de la obra maestra Memorias de Adriano).
Como a Simba, el tiempo nos alcanza siempre, ya sea bajo la forma de un recuerdo, de una persona que se nos acerca, de alguna que se alejó o se perdió, de otra que recuperamos, de una tarea que iniciamos o de otra que culminamos, así como de un proyecto que se inaugura o un plan que culmina. Y nos pide, silenciosamente, que no nos ausentemos del círculo de la vida, que completemos el ciclo en el que estamos. "Hay que confiarse en la corriente temporal, hay que vivir -escribía el gran poeta y pensador mexicano Octavio Paz (1914-1998) en La llama doble-. El cuerpo envejece porque es tiempo, como todo lo que existe sobre la tierra." Aunque se cumplieran los pronósticos de quienes prometen vidas interminables, libres de achaques (por vías tecnológicas, quirúrgicas, farmacológicas, alimenticias u otras), pensaba Paz que seguiremos siendo tiempo y "no podemos sustraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, pero no negarlo ni destruirlo".
Algunas formas de festejo, obsesivas, violentas, desbordadas, maníacas, ruidosas al extremo, dispendiosas hasta la obscenidad, parecen ser un intento de hacer aquello contra lo que advertía el poeta: negar o destruir el tiempo, escapar de él en lugar de remar en sus aguas en busca de los misterios que nos aguardan en el camino. Otras celebraciones, sencillas, mesuradas, en las cuales las personas de veras se encuentran, se miran, se escuchan, se cuentan cómo ha sido la travesía durante el ciclo que termina, comparten sensaciones, multiplican los goces y se ayudan a aliviar las cargas que pudieron caer sobre algunas espaldas durante la marcha, son, sin duda, rituales que celebran la vida con todas sus circunstancias y que preparan a los celebrantes para seguir andando.
En esto hay una remembranza de lo que escribía David Henry Thoreau (1817-1862), otro gran poeta y orador, mentor de escritores vitalistas como el potente Walt Whitman, e inspirador de Gandhi. En Walden, páginas de luminosa belleza que escribió entre 1845 y 1847, en su retiro junto al lago del mismo nombre donde fue en busca de la naturaleza y de la recuperación de verdades esenciales, Thoreau decía: "El tiempo no es sino el río en donde voy a pescar. Bebo en él, y mientras lo hago, veo su lecho arenoso y descubro cuán cerca se encuentra de mí. Su fina corriente discurre incansable, pero la eternidad permanece." Pescar en un río que nunca deja de fluir. Pescar con paciencia, con dedicación, recoger los frutos de lo andado, meditar sobre lo que de veras necesitamos, volver a mirar a quienes dimos por vistos, escuchar a quienes no oíamos, agradecer. Para eso es necesario detenerse, desensillar, elegir un espacio, prepararlo (a veces ese espacio es físico, otras veces no, y en ocasiones tiene ambas características). Acaso de eso se trate, después de todo, este momento. De no olvidar, como el joven Simba, que vivimos ciclos y que somos puntos de un círculo. El de la vida. Feliz año.

ONE NIGHT ONLY (PART 5)

HÉROES ANÓNIMOS - GATORADE

viernes, 30 de diciembre de 2011

ARTHUR HUGHES

Pintor e ilustrador. Arthur Hughes se reunió Dante Gabriel Rossetti (1828-1882) en 1850 y pronto se convirtió en el mejor de los seguidores más jóvenes Pre Raphaelite. Su obra se caracteriza por el colorido mágico que brilla intensamente y dibujo delicado.


EL FEDERAL - BAR NOTABLE

Ubicado en una tradicional esquina de San Telmo, este bar que abrió sus puertas en 1864 es digno de estar entre los “Bares Notables” ya que, como si se tratara de un túnel del tiempo, al visitarlo uno se siente automáticamente en aquella época. Lo que más impacta al entrar es la barra, coronada por un arco de madera con detalles de vitraux y un reloj inactivo en el medio. Conserva las baldosas originales en sus pisos, y está adornado con elementos que recalcan, como pocos, el verdadero espíritu porteño: los filetes, las viejas mesas, la estantería de madera con su colección de botellas, la caja registradora de antaño, y muchos otros signos que nos transportan al pasado. No sólo el lugar es tradicional; el menú concuerda con la modalidad perfectamente: un Fernet, un Gancia o una cerveza artesanal; un sándwich, un lomito o una picada, esas cosas bien “de acá”, se pueden disfrutar a precios razonables mientras se descansa o se hojea un libro de la pequeña biblioteca. También se puede comer una comida más completo, algo de pasta, parrilla o minutas. Es un lugar tranquilo, para dejar pasar el tiempo, para sustraerse de la actividad febril que abruma apenas se traspasa la puerta de entrada. También se puede disfrutar, los fines de semana, al mediodía, de algunos cantores de tango que hacen su show entre las mesas y que invitan al que lo desee, a ensayar algunos pasos. Los viernes y sábados por la noche se disfraza de pub bailable y se colma de jóvenes que recuperan de este modo un lugar que forma parte de la historia de la ciudad. Es necesario reservar.










LA PORTENTOSA NAVIDAD DE MANUEL VERA

Viernes 30 de diciembre de 2011 | Publicado en edición impresa


Bodoc, Fuera de la Rutina


Era una Nochebuena normal. Nada hacía presagiar alteraciones, hasta que el dueño de casa, sin saber por qué, dejó a su familia y salió a caminar por la plaza.


Hay un color preciso que separa la noche del amanecer. Igual que hay, en el que duerme, un ritmo y un orden imposibles de fingir.
-Estás despierto -afirmó Emilce.
Le respondió un bufido. Manuel estaba agobiado antes de que amaneciera.
-Lo que pasa es que te empecinás en no dormir.
-Está bien, Emilce. Me empecino.
Y de algún modo era cierto. Manuel Vera se resistía a dormir por puro temor a despertarse. Sin embargo, aquella madrugada de 24 de diciembre él todavía no era capaz de reconocerlo. Mucho menos de explicarle a Emilce su terrible percepción acerca del despertar: un breve instante en que el hombre recuerda la realidad, quién es, dónde vive, con quién sí y con quién no, qué idioma habla, a qué cultura pertenece, qué cosas debe hacer y cuáles olvidar. Abrir los ojos, y en una brevísima porción de tiempo todo se recompone, se engarza, se engancha, se enhebra, dato con dato, quién, dónde, cuándo... Y a veces es tan triste, Emilce, todo es tan triste que prefiero no dormir para no despertarme. O dormir como duermo, eso prefiero: con medio sueño, sin entregarme del todo, asustado.
Cuando llegó el infarto, mucho más anunciado de lo que él admitía, Manuel Vera tuvo que abandonar el trabajo. Caminó por la explanada de la constructora para despedirse de la grúa que había manejado con proverbial destreza, "chau, mi amor", le dijo.
Eso, más el acto de sostener el horario de los medicamentos en la puerta de la heladera con un imán en forma de tomate, fue el inicio de la ascendencia de su yerno en las decisiones familiares.
El yerno de Manuel Vera era un militante del bienestar. Fuerte en la creencia de que determinadas pautas alimentarias, higiénicas y posturales premiaban al individuo con un proceso evolutivo distinto, y superior, al de toda la especie. Para Gustavo Levrino, atlético yerno de Manuel Vera, la juventud y su apariencia eran la piedra de la hombría. Y la vida era una gestión teórico-práctica para mantenerse en forma.
-Cebo unos mates -ofreció Emilce, irguiéndose en la cama aunque apenas empezaba a clarear.
-Bueno.
Manuel Vera se quedó esperando.
Su esposa volvería pocos minutos después, con paso cuidadoso y la bandeja de madera pintada a mano. Pediría espacio para sentarse a un costado de la cama, y enseguida le advertiría sobre los movimientos bruscos, "cuidado, que se me vuelca el agua".
Emilce iba a tomar un par de mates, con un suspiro entre uno y otro. Tiempo suficiente para que Manuel Vera se pusiera de costado, apoyado en el antebrazo izquierdo, y extendiera la mano derecha hacia el mate rigurosamente amargo.
Está rico. Diría la pura verdad.
Pero mientras esperaba que su mujer regresara con la bandeja de madera pintada, debía pensar en algo. Y Manuel Vera pensó en su yerno. El tipo, había que reconocerlo, tenía una voluntad de acero. Además de argumentos.
-Emilce, ¿quiénes eran vegetarianos?
-Platón, Madonna...
Se trataba de una lista de genios y celebridades que su yerno citaba a menudo como ejemplos de personas adscriptas al vegetarianismo, con resultados a la vista.
-¿Y Einstein?
-Sí, Einstein también.
Después el tema se centró en la cena de Nochebuena.
-Al final voy a hacer comida bien liviana porque, como dice Gustavo, nosotros no tenemos que ingerir las mismas calorías que los europeos. Además, es lo peor para tu salud.
"Como dice Gustavo" se había transformado en santo y seña de su propia casa.
-¿Y qué comida quiere Gustavo?
Emilce debía abordar un asunto complejo.
-Ahora venden una cosa..., es como queso. -Pero supo que había empezado mal, y largó todo de un golpe-: Voy a hacer un flor de arrollado de tofu.
-¿Un flor de arrollado de qué, Emilce?
-De tofu. Tiene las mismas proteínas que la carne pero no es de un cadáver.
Emilce hablaba con voces ajenas.
Manuel Vera no encontraba su alma.
Y aun así, la bíblica hora llegó a tiempo.
Manuel Vera reconoció el auto que estacionaba justo frente a la puerta. Escuchó los bocinazos que anunciaban la llegada: hija, yerno y nieta.
Enseguida explotó el alboroto de la bienvenida, ¡venga con la abuela! como si se tratara de un bebé, ¡qué rico huele, mamá! aunque después comiera dos bocados, ¿qué cuenta, suegro? pero nunca lo escuchaba.
Una noche de 24 idéntica a cualquier domingo, en la que nada hacía presagiar la cercanía del vuelco. No había grietas en las paredes que anunciaran el derrumbe del cielo. Ni alineaciones astronómicas que pronosticaran acontecimientos desdichados.
-¿Cómo estás, papá?
-Bien, estoy bien.
-¿Te estás cuidando en la comida?
-Sí, sí. -Manuel Vera intentó sincerarse en esa noche milagrosa-. Pero lo mío es otra cosa... Extraño la grúa.
Cecilia se arreglaba el rodete relajado.
-¡No es otra cosa, papi! Como dice Gustavo: el verdadero cerebro es el páncreas.
Manuel Vera buscó refugio en la infancia.
-Y vos -le dijo a su nieta-, ¿extrañás la grúa grande como un dinosuario que manejaba el abu?
La nieta de Emilce y de Manuel Vera tenía nueve años y modales televisivos. Se encogió de hombros.
-No.
Como era frecuente, durante la cena el yerno de Manuel Vera guió el discurso, derivando la conversación hacia asuntos en los que se sentía competente.
Gustavo Levrino acostumbraba iniciar o rematar con afirmaciones de difícil o, al menos, compleja comprobación.
-Porque, querido suegro, una empanada de jamón y queso equivale a veinticinco minutos de caminata.
Casi siempre se dirigía a Manuel Vera, el que menos atención le prestaba.
-Esto -dijo Gustavo Levrino, separando los costados crocantes de una lasaña de espinaca- es veneno.
-¿Por qué, amor? -intervino su esposa en rol esmerado.
-Cancerígeno... Se demostró que es un cancerígeno.
-¡Haber sabido...! -Emilce buscó el modo de hacer intervenir a su esposo, demasiado silencioso para la mística ocasión-. ¿Viste, Manuel? Haber sabido...
Gustavo Levrino aceleró.
-Hay una lista larguísima de cancerígenos. Se las voy a traer así la tienen a mano.
Manuel Vera empezaba a desmoronarse. El mantel bordado se nubló fugazmente ante sus ojos.
-Mamá, ¿no habrás hecho tiramisú?
La esposa de Manuel Vera respondió orgullosamente que había hecho una ensalada de frutas.
-Sí -dijo Gustavo Levrino-, pero después de la comida ya no tiene ningún valor.
Escuchar, en la cena navideña, que la ensalada de fruta no tenía ningún valor fue para el viejo maquinista en desuso como ver apagarse la última estrella de su cielo. Manuel Vera quiso toser, y no pudo.
-Abuela, ¿viste que saqué el mejor promedio en inglés?
-¿En serio, mi princesa? Qué bueno.
Manuel Vera no quería hacer un papelón.
-Ya vengo -dijo-, quedé con los vecinos que les iba a mirar la casa.
Mientras salía tragando lágrimas gruesas, oyó la diatriba de su hija, que ahora te tienen de sereno, que lo único que falta es joder a la gente en Navidad porque se les antoja salir y que vos que no te hacés respetar, papá, ¡no te hacés respetar!
Manuel Vera miró la casa de al lado, porque no había mentido sobre el compromiso asumido con un vecino de toda la vida. Pero después siguió caminado. Creyó que el llanto se le iba a caer a borbotones, pero no; se le atragantó en un espacio entre el corazón, el estómago y el alma. Uno que Manuel Vera había olvidado que existía.
A veces, algunos trasponen una línea negra; acontecimiento que suele ser irreversible.
Manuel Vera llegó hasta la esquina, cruzó la calle, desierta a esa hora, y respiró hondo en la plaza. Después eligió un banco.
El hombre flaco que se sentó junto a él, y que salió de quién sabe dónde, no olía a vino ni a sucio.
Como ya había traspasado la línea, el ex mejor maquinista de la constructora no tuvo miedo ni se incomodó, sino al contrario.
-¿En qué piensa? -preguntó el desconocido.
-Estoy pensando cómo se le explica a la gente que vivir no siempre es lo más importante -respondió Manuel Vera.
-Muy bien, usted es un blasfemo.
-Mire que me dijeron cosas, pero eso nunca.
-Digamé -volvió a interrogar el acompañante de ocasión-. ¿Usted va a levantarse del banco para volver a su casa como si nada?
-¿Y usted no?
-Bueno, de algún modo también -admitió el hombre flaco que no olía a vino ni a sucio.
-Son buenos chicos.-Manuel Vera supo que se hacía entender.
-¿Ah, sí? ¿Y entonces qué hace usted acá cuando se acerca la hora del brindis?
-Lo que pasa es que se preocupan por mí.
-Ya veo que lo estimé demasiado... Usted no es un blasfemo, es un pelotudo.
-¡Eso sí me lo dijeron muchas veces!
-Y siempre fui yo.
-Amigo -dijo Manuel Vera-, ¿alguna vez vio apagarse una estrella?
-Hace dos mil años.
El tono del ex maquinista fue sencillo:
-¿No me diga que estoy hablando con Jesús?
-Me equivoqué otra vez, es un tremendo pelotudo.
Pero Manuel Vera ya no lo escuchaba.
-Ahora vuelvo a mi casa y digo que estuve con el Hijo de Dios en la plaza. ¡Ésa no se la esperan! Van a creer que me subió la presión, van a llamar al servicio de emergencia, y chau Nochebuena. Pero yo voy a insistir, hoy, mañana y pasado. Por el resto de mi vida voy decir que hablé con Jesús, y ellos no van a saber qué hacer... Ahora saben, y eso les facilita todo. Pueden mandar, disponer que lo mío es el colesterol, como si no tuviera sentimientos, como si la grúa y yo no hubiéramos sido el uno para el otro. Total, ya no tengo nada que hacer... El abu se volvió loco, Manuel está enfermo, mi suegro está pagando la ingesta de grasas saturadas. El pobre salió a ver la casa del vecino y cuando volvió ya estaba loco. Hablé con Jesús y listo, ¡todo vuelve a tener colores, olor, sentido, sangre! Además, es cierto...
Manuel Vera acababa de tomar su decisión final, hablando solo en un banco de plaza, la noche del 24, como cualquier viejo chiflado..

APRENDER A VOLAR

Patricia Sosa

jueves, 29 de diciembre de 2011

O MIO BABBINO CARO, otra versión




Anna Netrebko

LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

Del libro "La Inteligencia Emocional " de Daniel Goleman.
 Cap. I: ¿Para qué sirven las emociones?/ Cuando la pasión desborda la razón. / Impulsos para la acción. / Nuestras dos mentes. 
 Cap II.: "Anatomía de una secuestro emocional". La sede de todas las pasiones. / El repetidor neuronal. / El centinela emocional. / Respuesta de lucha o huida. / El especialista en la memoria emocional / 

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1 ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?

Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada.

CUANDO LA PASION DESBORDA A LA RAZÓN
...



Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. 



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Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones.
La distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro repertorio emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de respuesta.
El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas.
En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y la sensación de «quedarse frío») y fluye a la musculatura esquelética larga —como las piernas, por ejemplo- favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los centros emocionales del cerebro desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.
Uno de los principales cambios biológicos producidos por la felicidad consiste en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este caso no hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de una amplia variedad de objetivos.
El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira).
La pauta de reacción parasimpática —ligada a la «respuesta de relajación»— engloba un amplio conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece la convivencia.
El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más luz en la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más adecuado.
El gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto —ladeando el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.
La principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las diversiones y los placeres— y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde más seguros se encontraban.
Estas predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente por nuestras experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo, provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos esa aflicción -el tipo de emociones que expresamos o que guardamos en la intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la categoría de «seres queridos» y que, por tanto, deben ser llorados.

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Nuestras dos mentes



En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos formas fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más impulsivo y más poderoso —aunque a veces ilógico—, es la mente emocional (véase el apéndice B para una descripción más detallada de los rasgos característicos de la mente emocional).
La dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja a la distinción popular existente entre el «corazón» y la «cabeza». Saber que algo es cierto «en nuestro corazón» pertenece a un orden de convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional sobre la mente ya que, cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional.., y más ineficaz, en consecuencia, la mente racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias francamente desastrosas.
La mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la mente racional— operan en estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente emocional y la mente racional constituyen, como veremos, dos facultades relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa.
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2. ANATOMÍA DE UN SECUESTRO EMOCIONAL

Este tipo de explosiones emocionales constituye una especie de secuestro neuronal. Según sugiere la evidencia, en tales momentos un centro del sistema limbico declara el estado de urgencia y recluta todos los recursos del cerebro para llevar a cabo su impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un instante y desencadena una reacción decisiva antes incluso de que el neocórtex —el cerebro pensante— tenga siquiera la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está ocurriendo, y mucho menos todavía de decidir si se trata de una respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de secuestros es que, pasado el momento crítico, el sujeto no sabe bien lo que acaba de ocurrir.
Hay que decir también que estos secuestros no son, en modo alguno, incidentes aislados y que tampoco suelen conducir a crímenes tan detestables como «el asesinato de las universitarias».
En forma menos drástica, aunque no, por ello, menos intensa, se trata de algo que nos sucede a todos con cierta frecuencia. Recuerde, sin ir más lejos, la última ocasión en la que usted mismo «perdió el control de la situación» y explotó ante alguien —tal vez su esposa. su hijo o el conductor de otro vehículo— con una intensidad que retrospectivamente considerada, le pareció completamente desproporcionada. Es muy probable que aquél también fuera un secuestro, un golpe de estado neural que, como veremos, se origina en la amígdala, uno de los centros del cerebro límbico.
Pero no todos los secuestros límbicos son tan peligrosos porque cuando por ejemplo, alguien sufre un ataque de risa, también se halla dominado por una reacción límbica, y lo mismo ocurre en los momentos de intensa alegría.
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LA SEDE DE TODAS LAS PASIONES




La amígdala del ser humano es una estructura relativamente grande en comparación con la de nuestros parientes evolutivos, los primates. Existen, en realidad, dos amígdalas que constituyen un conglomerado de estructuras interconectadas en forma de almendra (de ahí su nombre, un término que se deriva del vocablo griego que significa «almendra»), y se hallan encima del tallo encefálico, cerca de la base del anillo limbico, ligeramente desplazadas hacia delante.

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A falta de toda carga emocional, los encuentros interpersonales pierden todo su sentido. Un joven cuya amígdala se extirpó quirúrgicamente para evitar que sufriera ataques graves perdió todo interés en las personas y prefería sentarse a solas, ajeno a todo contacto humano. Seguía siendo perfectamente capaz de mantener una conversación, pero ya no podía reconocer a sus amigos íntimos, a sus parientes ni siquiera a su misma madre, y permanecía completamente impasible ante la angustia que les producía su indiferencia. La ausencia funcional de la amígdala parecía impedirle todo reconocimiento de los sentimientos y todo sentimiento sobre sus propios sentimientos. La amígdala constituye, pues, una especie de depósito de la memoria emocional y, en consecuencia, también se la puede considerar como un depósito de significado. Es por ello por lo que una vida sin amígdala es una vida despojada de todo significado personal.
Pero la amígdala no sólo está ligada a los afectos sino que también está relacionada con las pasiones. Aquellos animales a los que se les ha seccionado o extirpado quirúrgicamente la amígdala carecen de sentimientos de miedo y de rabia, renuncian a la necesidad de competir y de cooperar, pierden toda sensación del lugar que ocupan dentro del orden social y su emoción se halla embotada y ausente. El llanto, un rasgo emocional típicamente humano, es activado por la amígdala y por una estructura próxima a ella, el gyrus cingulatus. Cuando uno se siente apoyado, consolado y confortado, esas mismas regiones cerebrales se ocupan de mitigar los sollozos pero, sin amígdala, ni siquiera es posible el desahogo que proporcionan las lágrimas.
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EL REPETIDOR NEURONAL

Los momentos más interesantes para comprender el poder de las emociones en nuestra vida mental son aquéllos en los que nos vemos inmersos en acciones pasionales de las que más tarde, una vez que las aguas han vuelto a su cauce, nos arrepentimos.
¿Cómo podemos volvemos irracionales con tanta facilidad?

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No hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto el papel esencial desempeñado por la amígdala cuando los sentimientos impulsivos desbordan la razón. Una de las funciones de la amígdala consiste en escudriñar las percepciones en busca de alguna clase de amenaza. De este modo, la amígdala se convierte en un importante vigía de la vida mental, una especie de centinela psicológico que afronta toda situación, toda percepción, considerando una sola cuestión, la más primitiva de todas: «¿Es algo que odio? ¿Que me pueda herir? ¿A lo que temo?» En el caso de que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa, la amígdala reaccionará al momento poniendo en funcionamiento todos sus recursos neurales y cablegrafiando un mensaje urgente a todas las regiones del cerebro.
En la arquitectura cerebral, la amígdala constituye una especie de servicio de vigilancia dispuesto a alertar a los bomberos, la policía y los vecinos ante cualquier señal de alarma. En el caso de que, por ejemplo, suene la alarma de miedo, la amígdala envía mensajes urgentes a cada uno de los centros fundamentales del cerebro, disparando la secreción de las hormonas corporales que predisponen a la lucha o a la huida, activando los centros del movimiento y estimulando el sistema cardiovascular, los músculos y las vísceras: La amígdala también es la encargada de activar la secreción de dosis masivas de noradrenalina, la hormona que aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave. entre las que destacan aquéllas que estimulan los sentidos y ponen el cerebro en estado de alerta. Otras señales adicionales procedentes de la amígdala también se encargan de que el tallo encefálico inmovilice el rostro en una expresión de miedo, paralizando al mismo tiempo aquellos músculos que no tengan que ver con la situación, aumentando la frecuencia cardiaca y la tensión sanguínea y enlenteciendo la respiración. Otras señales de la amígdala dirigen la atención hacia la fuente del miedo y predisponen a los músculos para reaccionar en consecuencia. Simultáneamente los sistemas de la memoria cortical se imponen sobre cualquier otra faceta de pensamiento en un intento de recuperar todo conocimiento que resulte relevante para la emergencia presente.
Estos son algunos de los cambios cuidadosamente coordinados y orquestados por la amígdala en su función rectora del cerebro (véase el apéndice C para tener una visión más detallada a este respecto). De este modo, la extensa red de conexiones neuronales de la amígdala permite, durante una crisis emocional, reclutar y dirigir una gran parte del cerebro, incluida la mente racional.

EL CENTINELA EMOCIONAL

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Hasta hace poco, la visión convencional de la neurociencia ha sido que el ojo, el oído y otros órganos sensoriales transmiten señales al tálamo y. desde ahí, a las regiones del neocórtex encargadas de procesar las impresiones sensoriales y organizarlas tal y como las percibimos. En el neocórtex, las señales se interpretan para reconocer lo que es cada objeto y lo que significa su presencia. Desde el neocórtex —sostiene la vieja teoría— las señales se envían al sistema límbico y, desde ahí, las vías eferentes irradian las respuestas apropiadas al resto del cuerpo. Ésta es la forma en la que funciona la mayor parte del tiempo, pero LeDoux descubrió, junto a la larga vía neuronal que va al córtex, la existencia de una pequeña estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta —una especie de atajo— permite que la amígdala reciba algunas señales directamente de los sentidos y emita una respuesta antes de que sean registradas por el neocórtex.
Este descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua noción de que la amígdala depende de las señales procedentes del neocórtex para formular su respuesta emocional a causa de la existencia de esta vía de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional gracias un circuito reverberante paralelo que conecta la amígdala con el neocórtex. Por ello la amígdala puede llevarnos a actuar antes incluso de que el más lento —aunque ciertamente más informado— neocórtex despliegue sus también más refinados planes de acción.
El hallazgo de LeDoux ha transformado la noción prevalente sobre los caminos seguidos por las emociones a través de su investigación del miedo en los animales. En un experimento concluyente, LeDoux destruyó el córtex auditivo de las ratas y luego las expuso a un sonido que iba acompañado de una descarga eléctrica. Las ratas no tardaron en aprender a temer el sonido. aun cuando su neocórtex no llegara a registrarlo. En este caso, el sonido seguía la ruta directa del oído al tálamo y, desde allí, a la amígdala, saltándose todos los circuitos principales. Las ratas, en suma, habían aprendido una reacción emocional sin la menor implicación de las estructuras corticales superiores. En tal caso, la amígdala percibía, recordaba y orquestaba el miedo de una manera completamente independiente de toda participación cortical. Según me dijo LeDoux: «anatómicamente hablando, el sistema emocional puede actuar independientemente del neocórtex. Existen ciertas reacciones y recuerdos emocionales que tienen lugar sin la menor participación cognitiva consciente».
La amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos y de respuestas que llevamos a cabo sin que nos demos cuenta del motivo por el que lo hacemos, porque el atajo que va del tálamo a la amígdala deja completamente de lado al neocórtex. Este atajo permite que la amígdala sea una especie de almacén de las impresiones y los recuerdos emocionales de los que nunca hemos sido plena. Una señal visual va de la retina al tálamo, en donde se traduce al lenguaje del cerebro. La mayor parte de este mensaje va después al cortex visual, en donde se analiza y evalúa en busca de su significado para emitir la respuesta apropiada. Si esta respuesta es emocional, una señal se dirige a la amígdala para activar los centros emocionales, pero una pequeña porción de la señal original va directamente desde el tálamo a la amígdala por una vía más corta, permitiendo una respuesta más rápida (aunque ciertamente también más imprecisa).
De este modo la amígdala puede desencadenar una respuesta antes de que los centros corticales hayan comprendido completamente lo que está ocurriendo.

RESPUESTA DE LUCHA O HUIDA

Aumento de la frecuencia cardiaca y de la tensión arterial. La musculatura larga se prepara para responder rápidamente.

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EL ESPECIALISTA EN LA MEMORIA EMOCIONAL

Las opiniones inconscientes son recuerdos emocionales que se almacenan en la amígdala. La investigación llevada a cabo por LeDoux y otros neurocientíficos parece sugerir que el hipocampo —que durante mucho tiempo se había considerado como la estructura clave del sistema límbico— no tiene tanto que ver con la emisión de respuestas emocionales como con el hecho de registrar y dar sentido a las pautas perceptivas. La principal actividad del hipocampo consiste en proporcionar una aguda memoria del contexto, algo que es vital para el significado emocional. Es el hipocampo el que reconoce el diferente significado de, pongamos por caso, un oso en el zoológico y un oso en el jardín de su casa.
Y si el hipocampo es el que registra los hechos puros, la amígdala, por su parte, es la encargada de registrar el clima emocional que acompaña a estos hechos. Si, por ejemplo, al tratar de adelantar a un coche en una vía de dos carriles estimamos mal las distancias y tenemos una colisión frontal, el hipocampo registra los detalles concretos del accidente, qué anchura tenía la calzada, quién se hallaba con nosotros y qué aspecto tenía el otro vehículo. Pero es la amígdala la que, a partir de ese momento, desencadenará en nosotros un impulso de ansiedad cada vez que nos dispongamos a adelantar en circunstancias similares. Como me dijo LeDoux: «el hipocampo es una estructura fundamental para reconocer un rostro como el de su prima, pero es la amígdala la que le agrega el clima emocional de que no parece tenerla en mucha estima».

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Esta activación de la amígdala parece provocar una intensificación emocional que también profundiza la grabación de esas situaciones. Este es el motivo por el cual, por ejemplo, recordamos a dónde fuimos en nuestra primera cita o qué estábamos haciendo cuando oímos la noticia de la explosión de la lanzadera espacial Challenger. Cuanto más intensa es la activación de la amígdala, más profunda es la impronta y más indeleble la huella que dejan en nosotros las experiencias que nos han asustado o nos han emocionado. Esto significa, en efecto, que el cerebro dispone de dos sistemas de registro, uno para los hechos ordinarios y otro para los recuerdos con una intensa carga emocional, algo que tiene un gran interés desde el punto de vista evolutivo porque garantiza que los animales tengan recuerdos particularmente vívidos de lo que les amenaza y de lo que les agrada.
Pero, además de todo lo que acabamos de ver, los recuerdos emocionales pueden llegar a convenirse en falsas guías de acción para el momento presente.
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