BUBONIS

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sábado, 31 de diciembre de 2011

OTRA VUELTA AL CÍRCULO DE LA VIDA

Sábado 31 de diciembre de 2011 | Publicado en edición impresa
Reflexiones   Por Sergio Sinay  | Para LA NACION
Quizá la siguiente historia sea rápidamente recordada por muchos e intrigue y atraiga a quienes la desconocen. Es la de Mufasa y Simba. Mufasa es un majestuoso león, rey de la sabana, y Simba su alegre cachorro y heredero. Sólo que alguien más aspira al trono de aquél y no jugará limpio para obtenerlo. Se trata de Scar, tío de Simba. Scar asesina a Mufasa y hace recaer la culpa en Simba. El cachorrito huye agobiado por la convicción de que causó la muerte de su padre. Vivirá al margen del reino, adoptado por el suricata Timón y el facóquero (o jabalí verrugoso) Pumba. Estos dos lo inducirán a la vida fácil, despreocupada y desentendida de toda responsabilidad por los demás y por el mundo. Hasta que una serie de acontecimientos (algunos peligrosos, otros emocionantes y otros dolorosos) lo confrontan con la vida real. En ésta habita el mandril Rafiki, mezcla sabia de sacerdote y hechicero, que lo conecta con el recuerdo y el alma de su padre.
-Me has olvidado. Al olvidar quién eres me has olvidado, le reclama el espíritu de Mufasa a su hijo.
-¡Eso nunca!, se defiende Simba.
-Mira en tu interior y regresa al reino -insiste la imagen paterna antes de desvanecerse-. Eres más que esto. Regresa y ocupa tu lugar en el ciclo de la vida.
Más tarde Simba confesará a Rafiki su temor ante la inevitabilidad de regresar al reino y retomar el trono usurpado por Scar. El mandril le pega un fuerte golpe en la cabeza con su bastón, y cuando el joven león se queja, Rafiki dice:
-El pasado puede doler, pero como yo lo veo puedes o huir de él, o aprender.
Y mientras amaga un nuevo golpe, pregunta: "¿Qué vas a hacer?"
Mufasa, Simba, Rafiki y los demás son los protagonistas de El Rey León, un clásico del cine de animación que Disney plasmó en 1994 y resucitó ahora, con juegos tridimensionales que nada agregan a la poderosa historia, basada a su vez en el inmortal Hamlet, de William Shakespeare.
¿Hay alguna relación entre El Rey León y los festejos de estos días? Revisar la historia de estos felinos metafóricos puede devolvernos la memoria acerca de lo que el fin de año significa. Es bastante más que una oportunidad para salir a comprar vorazmente lo que se nos ofrezca. Es mucho más que una carrera ansiosa y culposa para tomar un trago o compartir una cena copiosa con aquellos a quienes no hemos visto en el resto del año y de quienes pretendemos seguir siendo amigos. Va más allá del forcejeo por ver adónde y con quién lo pasamos (con los tuyos, con los míos o con los nuestros). Y es definitivamente más que un encuentro reconfortante y balsámico con seres queridos. Es, como diría Mufasa, un momento especial para reflexionar sobre los ciclos de la vida, sobre nuestra participación en ellos y sobre el modo en que nos atraviesan y modifican.
La rutina, un camino
En estos días, y particularmente hoy, nos abocamos a la realización de rituales. Un ritual es una rutina. En tiempos de ansiedad, la palabra rutina tiene mala prensa. Todo tiene que ser nuevo, nada puede repetirse. Sin embargo, rutina viene, en su origen, de ruta. Se trata de un camino. Es bueno saber que existe un camino, pero es mejor aún saber dónde necesitamos ir. La rutina del fin del año, el encuentro, el festejo, los deseos, bien pueden ser ese punto del camino en el que nos detenemos para observar de dónde venimos, cómo ha sido la marcha hasta aquí, en qué dirección continúa el sendero, qué necesitamos para andarlo y, sobre todo, cómo y con quién lo haremos. El filósofo y mitólogo Sam Keen cuenta en su libro Fuego en el cuerpo que en un momento crítico de su vida un amigo con el que se reencontró le aconsejó que periódicamente se hiciera estas dos preguntas, y en este orden: ¿Hacia dónde voy? ¿Quién me acompaña? Y agregó una advertencia: "Nunca inviertas el orden de las preguntas porque ahí es donde empiezan los problemas".
Podemos preguntarnos esto a solas y luego repetir la pregunta en el grupo con el que cruzamos la barrera de la medianoche para pasar de un año al próximo. No es necesario, por supuesto, cotejar respuestas y ni siquiera enunciarlas en voz alta. Aunque en esta fecha hay mucho ruido externo (bocinas, cornetas, sirenas, cohetes, fuegos artificiales, espumantes que se destapan, copas que se entrechocan, músicas que se enciman) el balance que importa se efectúa siempre en el silencio interior. Allí, por ejemplo, puede confeccionarse, como propone el médico oncólogo y especialista en sanación holística Bernie S. Siegel, la lista de la gratitud. Es muy sencillo. En este caso en particular, consistiría en sentarse en un lugar tranquilo, a solas, con un papel y un bolígrafo, y anotar diez cosas por las cuales uno se siente agradecido al cabo del año que hoy termina. No habría que olvidar allí, dice Siegel, cosas básicas como tener un techo sobre la cabeza y una silla bajo las nalgas. Después, seguimos con otros temas. Y si hay más de diez, valen. Hacer esta lista lleva, irremisiblemente, a observar dónde estábamos hace un año y en esa simple constatación se percibe la línea con la que está trazado el círculo de la vida. Si sólo ponemos énfasis en los deseos y propósitos para el año próximo, sin aquel repaso y agradecimiento, en cierto modo parecería que nada nos deja el que se va, que sólo importa lo que viene. Pero el futuro se construye también con materiales del pasado, así como los árboles tienen raíces y los edificios cimientos. Aunque no se vean, sin ellos, ni los árboles ni los edificios se sostendrían.
Siegel no es un optimista sin fundamentos. También se pueden revisar, dice, los acontecimientos indeseables porque al hacerlo, muchas veces, las personas reparan en las inesperadas consecuencias positivas de esos hechos. Es algo, recuerda, que le enseñó su padre, quien quedó huérfano a los 12 años. "Mi padre se dio cuenta de que aquella desgracia le enseñó a sobrevivir, a ser amable y servicial con los demás, y a reconocer que, a pesar de todo, vivir valía la pena".
Tiempo y calendario
Si lo que vale la pena es vivir, ello sería independiente de fechas y festejos. De hecho no siempre el Fin de Año o el Año Nuevo se conmemoraron el 31 de diciembre. Hasta que Julio César lo modificó en el año 47 antes de Cristo, el calendario anual se iniciaba en marzo, y enero era el undécimo mes del año. Debido a que los cónsules romanos solían asumir sus cargos el 1° de enero, el emperador optó por la modificación. Este es el calendario juliano, que además incluyó los años bisiestos. En 1582 el Papa Gregorio XIII promulgó el calendario gregoriano para cumplir con uno de los acuerdos del Concilio de Trento, que conducía a corregir desfases temporales originados en el Primer Concilio (Nicea, en el año 325). Esos desfases habían producido para entonces 10 días de diferencia respecto del calendario original. Con el gregoriano, que fija la duración del año en 365, 24 días (lo que tarda la Tierra en rotar alrededor del Sol), y corrige apenas al juliano, hay un adelanto de medio segundo por año, lo que haría que al cabo de 3300 años hubiera un día de desfase en las fechas según las conocemos hoy. Para entonces, probablemente, ese no será nuestro problema. Mientras tanto, la gran mayoría de los países del mundo, independientemente de las predominancias religiosas, acordaron regirse por el calendario gregoriano y así es como hoy despedimos el 2011 para internarnos en los senderos de 2012.
Si hay algo que festejamos, aunque no reparemos en ello, es el paso del tiempo. No deja de ser paradójico, cuando vivimos una época en la cual de las maneras más dramáticas, más rebuscadas, más obvias, más patéticas y más sofisticadas o refinadas, legiones de personas intentan escapar de él. El tiempo de los años sigue su curso en espiral. Nos lleva por los mismos lugares, una y otra vez, sólo que a diferentes alturas y a diferentes distancias. Cada doce meses nos recibe con las mismas preguntas: ¿qué hechos, qué cosas, qué actividades, qué vínculos le están dando sentido a nuestra vida y están permitiendo que ésta deje su huella en el mundo y en otros? ¿De qué manera en el ciclo que termina hicimos del mundo un lugar un poquito mejor del que encontramos al llegar? ¿En qué nos encuentra este final de ciclo más cerca de nuestro ser esencial?
El gran escultor
Miguel Angel, artista sublime, decía que no eran ni su mano ni su cincel los que daban a la piedra las formas maravillosas, vitales, sensuales e incluso espirituales que identifican a sus obras. El Moisés, El David, La Piedad, afirmaba, estaban allí, en el bloque de mármol y él se limitaba a quitar lo sobrante para que emergieran. Quizá esto es lo que año tras año hace el tiempo con nosotros. Quizá cada festejo, el año transcurrido, cada encuentro, cada repaso durante las últimas horas de cada diciembre, nos den la posibilidad de encontrarnos más parecidos a nosotros mismos, más reflejados en nuestra condición esencial. A menos que nos hayamos empeñado en cubrir esas formas, en ocultar la piedra, en escapar de la obra de ese gran escultor que es el tiempo, como lo llamaba Marguerite Yourcenar (autora de la obra maestra Memorias de Adriano).
Como a Simba, el tiempo nos alcanza siempre, ya sea bajo la forma de un recuerdo, de una persona que se nos acerca, de alguna que se alejó o se perdió, de otra que recuperamos, de una tarea que iniciamos o de otra que culminamos, así como de un proyecto que se inaugura o un plan que culmina. Y nos pide, silenciosamente, que no nos ausentemos del círculo de la vida, que completemos el ciclo en el que estamos. "Hay que confiarse en la corriente temporal, hay que vivir -escribía el gran poeta y pensador mexicano Octavio Paz (1914-1998) en La llama doble-. El cuerpo envejece porque es tiempo, como todo lo que existe sobre la tierra." Aunque se cumplieran los pronósticos de quienes prometen vidas interminables, libres de achaques (por vías tecnológicas, quirúrgicas, farmacológicas, alimenticias u otras), pensaba Paz que seguiremos siendo tiempo y "no podemos sustraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, pero no negarlo ni destruirlo".
Algunas formas de festejo, obsesivas, violentas, desbordadas, maníacas, ruidosas al extremo, dispendiosas hasta la obscenidad, parecen ser un intento de hacer aquello contra lo que advertía el poeta: negar o destruir el tiempo, escapar de él en lugar de remar en sus aguas en busca de los misterios que nos aguardan en el camino. Otras celebraciones, sencillas, mesuradas, en las cuales las personas de veras se encuentran, se miran, se escuchan, se cuentan cómo ha sido la travesía durante el ciclo que termina, comparten sensaciones, multiplican los goces y se ayudan a aliviar las cargas que pudieron caer sobre algunas espaldas durante la marcha, son, sin duda, rituales que celebran la vida con todas sus circunstancias y que preparan a los celebrantes para seguir andando.
En esto hay una remembranza de lo que escribía David Henry Thoreau (1817-1862), otro gran poeta y orador, mentor de escritores vitalistas como el potente Walt Whitman, e inspirador de Gandhi. En Walden, páginas de luminosa belleza que escribió entre 1845 y 1847, en su retiro junto al lago del mismo nombre donde fue en busca de la naturaleza y de la recuperación de verdades esenciales, Thoreau decía: "El tiempo no es sino el río en donde voy a pescar. Bebo en él, y mientras lo hago, veo su lecho arenoso y descubro cuán cerca se encuentra de mí. Su fina corriente discurre incansable, pero la eternidad permanece." Pescar en un río que nunca deja de fluir. Pescar con paciencia, con dedicación, recoger los frutos de lo andado, meditar sobre lo que de veras necesitamos, volver a mirar a quienes dimos por vistos, escuchar a quienes no oíamos, agradecer. Para eso es necesario detenerse, desensillar, elegir un espacio, prepararlo (a veces ese espacio es físico, otras veces no, y en ocasiones tiene ambas características). Acaso de eso se trate, después de todo, este momento. De no olvidar, como el joven Simba, que vivimos ciclos y que somos puntos de un círculo. El de la vida. Feliz año.

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