BUBONIS

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sábado, 3 de noviembre de 2012

CAPÍTULO IV, DEL CLUB DE LOS LIBROS PERDIDOS




Del Club de Los Libros Perdidos
Capítulo IV

Siete días después de que el aristócrata sermoneara a Ágata y siete días después de que a ella le importaran un rábano sus críticas, el presuntuoso hombre volvió a la biblioteca, y ya desde que llegara podía adivinarse que había estado ensayando nuevos argumentos para atacar a la anciana y que con efusivos aires de superioridad venía a ponerlos en práctica.

- ¿Y bien? – se lo escucha
ba llamando a voz en cuello mientras buscaba a la mujer dominando el salón con la mirada, yendo de un lado a otro -. ¿Y bien? ¿Han enterrado ya a la vieja y la muy bruja tenía previsto invitarme al entierro sabiendo su fin hace una semana?

Algunos de los presentes habían sabido del incidente al que se refería, y uno o dos visitantes incluso habían estado allí cuando ocurrió. Vieron al hombre tan engalanado con su pintoresco traje y bastón de marfil sin inmutarse, y recorriendo el lugar a su vez, indagando si su anfitriona no había corrido tal suerte justamente en el breve tiempo en que la perdieron de vista enfrascados en sus libros.

Yo me sentí ofendido en lugar de mi protectora y había dado ya dos pasos largos para explicarle un par de verdades al hombre. Una de ellas era lo poco que me importaba y lo muy pasadas de moda que me parecían las diferencias de nuestras cunas. Y la otra era cuán largo creía lo extenso de mi brazo. Pero antes de que diera una tercera zancada hacia él, surgió su sirviente del incógnito de no haber llamado la atención de nadie para interponerse en mi camino, ágil como la sombra que era y presto a recibir el golpe en su lugar, como si no se creyera más que la mascota de su amo, el que viéndonos a ambos enfrentados, infló su pecho y sonrió esperando que yo avanzara aún más.

-¡Aprendiz! – me llamó Ágata y me detuve en seco por lo imperioso de su voz, entonces dijo al aristócrata -. Señor Montesco, lamento decepcionarlo después de que se tomara tantas molestias en llegar hasta aquí vestido de esa forma: verá que no he muerto y no hacen falta bufones que animen la velada.

Escuché risas tímidas repartidas por todo el gran salón, y yo mismo apenas pude contener una carcajada mientras veía cómo la anciana velozmente caminaba hasta el que ahora reconocía como Montesco, señor acomodado en la ciudad, que se sabía tenía muchos negocios con los promotores de la guerra que se avecinaba. Con ambos bandos de ellos, para ser exactos.

Al estar a un palmo su lado alzó la mirada y sus gruesos lentes para examinarlo de cerca. Montesco seguía atónito ante el ridículo inesperado del que había sido víctima, acentuado con otra estocada cuando la minúscula anciana se plantó haciéndole frente, a él, que la rebasaba casi dos veces en estatura. Montesco no podía atreverse a tocarla y ella lo sabía. Se presumía inmune frente a tan grande rival por la fuerza de su misma debilidad, que ante el juicio de todos nosotros ataba de pies y manos al hombre, aunque bien hago en decirlo, no de lengua.

- Poca diferencia hace si está viva o hurga la tierra desde debajo de mis pies – acometió Montesco nuevamente, luego de recuperar algo de su altivo talante - Los gusanos pueden asomarse de la tierra, y no es mi sucio trabajo devolverlos a su sitio. Aunque sí celebraré cuando lo hagan… – dijo inclinándose sobre ella -. He venido por un libro.

-Allí lo tiene, donde lo dejé.
Y dicho esto, lo señaló sobre el escritorio.

Montesco se acercó para comprobar que era el mismo libro, y que donde había estado la flor, el sol había secado y curado sus marcas y ahora volvía a leerse en él todas sus palabras. Y más, en el cuenco que Ágata había depositado sobre el libro, había surgido una delicada flor carmesí, de la que aún hoy me pregunto si el prolongado abrigo del libro habría dado ímpetus extraordinarios para crecer a tal velocidad.

-Llévelo pues, pero deje los frutos que no entendió anidaban en su regazo, señor Montesco – lo invitó Ágata con un exceso de amabilidad que era un paroxismo de burla.

El silencio imperó en la biblioteca mientras el aristócrata tomaba maquinalmente el libro, por no irse con las manos vacías, por necesitar llevar consigo un botín, aún de sus derrotas.

- Sabrá de mí, pronto – insinuó al pasar con ritmo firme y soberbio junto a la anciana pero sin volverse a verla.

- Por supuesto. Usted es un buen adepto de la biblioteca. Conoce nuestros plazos de devolución.

Vino directo hacia mí y tuve que abrirle paso para evitar su embestida y la de su siervo. Distraídamente noté el título del libro que llevaba presionando contra el pecho hasta hacer que su rostro se tornara rojo, “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, y en verdad veía mucho de sus preceptos en aquél hombre.

Ágata retomó su andar cansino como si jamás hubiera tenido menos de mil años y se acomodó en el viejo escritorio de roble, junto a la ventana para abrir el libro de registros y tomar nota del ejemplar, la fecha y el reciente prestatario. Las miradas curiosas volvieron poco a poco a lo que antes les ocupara desvaneciendo alguna que otra risita. Yo en cambio, temeroso de todo lo ocurrido ahora que me había calmado, me acerqué a la mujer, con un dejo de alarma en la voz pues anticipaba las posibles consecuencias del enfrentamiento y las amenazas que Montesco había pronunciado.

- Mi señora, temo que esta vez haya sido su prudencia la que ha flaqueado.
Ágata me destinó una fugaz mirada de reojo y continuó completando el libro en silencio.

- Ha ganado usted un poderoso enemigo hoy – insistí.

- Hum. Lector te dices y sólo sabes leer libros y no personas.

- ¿De qué habla? Si no entiendo mal, Montesco acaba de lanzarle palabras en verdad ponzoñosas y de muy mal augurio. No es él un hombre para tomar a la ligera si doy por ciertos todos los rumores que he escuchado.

- No siempre puede ganarse, pero hoy, así como tú aciertas al decir que ganamos un enemigo, hemos ganado en Héctor el corazón de un digno aliado.

- ¿Héctor? – pregunté perdido del hilo de sus ideas.

- Hum, hum, supongo que para ti no es más que un siervo, pero no has leído cómo su rostro latía con destellos de vida con cada palabra que yo prodigaba para herir el orgullo de su amo. Ese que tantas cadenas ha echado sobre este hombre que bien puedo jurártelo, distan tanto su coraje y voluntad de las de cualquier otro, como en apariencias manifiesta carecer de ellas. Será un excelente aliado, mucho antes de que él mismo lo sepa.
- Señora Ágata, si está usted hablando de la guerra que avecina, dudo que un siervo como…
-¡Aprendiz!... ¿Acaso hablas en serio J. P.?
-Pues claro, las milicias marchan por las calles y eso no es por nada, ya lo digo que en poco les amedrentaría una sola persona, mucho menos una como aquél.

-¿Una sola persona? ¿Así es que crees más en lo que dicen los periódicos y vociferan los tiranos, que lo que tú mismo estás haciendo? – mi mirada de desconcierto pareció confirmarle todo aquello, sea lo que fuera de lo que me acusara, de modo que pacientemente cambió su acento para volverlo más confidente y afable, y así arrullarme con una visión de lo que en su mente conjuraba -. Tú y yo no somos de los del bando de este país ni de los de sus enemigos. Nosotros somos enemigos de ambos, y es hora de que vayas sabiéndolo, pues si algo hay que un tirano no puede permitirse es que los libros reclamen la libertad de los corazones que sus miedos no pueden alcanzar. Cuando estalle la guerra, y vaya que sí estallará, habrá dos bandos asesinos que serán no más que uno mismo. Y estaremos nosotros, y Héctor, y otros también. Te lo puedo prometer, como que las flores que algunos dan por muertas y estorbos, tienen más vida que aquellos que así las juzgan.

- No tengo en mí ánimos de participar en ninguna guerra y no veo de qué modo lo haría.
- Hum. Nadie los tiene – fue su simple respuesta – Pero aquí estás. Y ya verás.

Sus palabras me congelaron de miedo, pero su convicción me invitó a hacer latir mi corazón de nuevo aún sin creerlas ni aceptarlas como ciertas por completo. Había un misterio al que era totalmente extraño, y sin embargo sentí que por primera vez se corría un sutil velo para ver sus horizontes. Ella tomó un libro estirado su mano y se dispuso a leer, como si todo lo que hubiera dicho antes no fuera más revelador que comentar lo irregular de las nubes en el cielo. Quedé en silencio unos instantes, y luego decidí que no hallaría jamás a nadie más adecuado para hablarle de lo que le había ocurrido a María Márquez, el ama de llaves de los Remigio, y de tal suerte se lo relaté todo hasta el último detalle…

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