BUBONIS

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sábado, 10 de noviembre de 2012

10 DE NOVIEMBRE, DÍA DE LA TRADICIÓN ARGENTINA


El 10 de noviembre de 1834 nace José Hernández. Militar, periodista, poeta y político argentino, especialmente conocido como el autor del Martín Fierro, obra máxima de la literatura gauchesca. En su homenaje, el 10 de noviembre —aniversario de su nacimiento— se festeja en la Argentina el Día de la Tradición.
Participó en una de las últimas rebeliones federales, dirigida por Ricardo López Jordán, c
uyo primer intento de acción finalizó en 1871 con la derrota de los gauchos y el exilio de Hernández en el Brasil. Después de esta revolución siguió siendo por corto tiempo asesor del general revolucionario, pero con el tiempo se distanció de él.
A su regreso a la Argentina, en 1872, continuó su lucha por medio del periodismo y publicó la primera parte de su obra maestra, El gaucho Martín Fierro. Fue a través de su poesía como consiguió un gran eco para sus propuestas y la más valiosa contribución a la causa de los gauchos. La continuación de la obra, La vuelta de Martín Fierro (1879), en conjunto, forman un poema épico popular. Es generalmente considerada la obra cumbre de la literatura argentina.
Posteriormente desempeñó los cargos de diputado y senador de la provincia de Buenos Aires. Ocupando este último cargo, defendió la federalización de Buenos Aires en un memorable discurso, enfrentándose a Leandro N. Alem.



JOSÉ HERNÁNDEZ
Discurso sobre la federalización de Buenos Aires
(1880)
Discurso en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, noviembre de 1880, en Isidoro J. Ruiz
Moreno, La Federalización de Buenos Aires. Las leyes y los debates, Buenos Aires, 1980.

[…] Así, pues, había opinión en favor del doctor Tejedor, como hay opinión en
favor de la capital en Buenos Aires, y debe tomarse en consideración también la opinión del comercio extranjero, por más que ese comercio haya sido simpático a la política de Latorre o haya sido simpático a otras políticas más o menos duras y sangrientas. Ese comercio extranjero, que lo diré de paso, nunca hizo manifestaciones de
adhesión política al doctor Tejedor y que sólo se manifestó haciendo un mitin en favor de la paz, sin inclinar su voluntad ni su ánimo en pro de unos ni de otros; ese comercio ha manifestado diariamente su opinión en favor de la cuestión Capital por medio de sus órganos más legítimos, por medio de sus órganos más genuinos en la
prensa. Ese comercio extranjero tiene en la prensa de Buenos Aires; modelo de la
prensa de Sudamérica, porque no sucede un fenómeno semejante en ninguna parte,
ese comercio tiene diez periódicos en Buenos Aires. Tiene dos periódicos alemanes,
tres ingleses, uno suizo, dos franceses, tres italianos y uno español, y esos periódicos
sin excepción de uno solo, están en favor de la resolución de esta cuestión, haciendo
la capital en Buenos Aires, y lo repito, sin excepción de uno solo. A ellos no les agitan las opiniones políticas, a ellos no los mueven las ambiciones de los partidos, no
buscan la preponderancia de un círculo ni la preponderancia de una bandera; ven la
resolución de una gran cuestión que consolida la paz y el orden existente, y éstas son
las legítimas aspiraciones del comercio.
Difícil es por lo tanto que nadie deje de recibir los reflejos de esa opinión en todos los círculos sociales; yo he podido oírla en los clubes, en los cafés, en todos los
centros donde la sociedad tiene sus reuniones, he podido verla manifestada en las solicitudes que se dirigen a la Legislatura y en las manifestaciones espontáneas que se
publican por la prensa; puede encontrarse reflejada también en los diez órganos de la
prensa extranjera.

[…] Dijo que van a morir los partidos; y sobre esto tengo todavía en mi ánimo la
impresión que me dejó la pintura tocante y conmovedora del señor diputado.
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)Si no tuviera el proyecto otra recomendación sino que van a morir los partidos, sería para mí suficiente para votar por él porque yo no quisiera partidos.
Las necesidades de la época me imponen el deber de afiliarme a uno; pero los dictados de mi conciencia me dicen, como argentino, que no debe haber partidos que dividan la sociedad. Si pudiera haber un rincón de la República, un perímetro donde no
existieran los partidos, allí sería la residencia obligada de todos los hombres honrados,
de todos los que quieren con sinceridad el bienestar de la patria. ¡Ojalá no hubiera partidos! ¡Ojalá no estuviera nunca dividida la sociedad! Entonces no veríamos nuestro
suelo mancharse con la sangre de sus hijos.
Dijo el señor diputado que la capital en Buenos Aires absorbe la vitalidad de toda
la Nación en una localidad privilegiada.
Y, señor presidente, aun cuando no tengo necesidad ni motivo alguno en este debate para salir de los límites de la República, que son los que me he trazado en mi ánimo
al tratar esta cuestión, haré una excepción en este punto.
Si nos atenemos a los ejemplos que nos ofrece la historia de todas las naciones modernas ha de apercibirse el señor diputado que las grandes ciudades no absorben la vitalidad, sino por el contrario la irradian poderosa, vigorosa y reformadora en favor de
la República, de todo el territorio del Estado. Londres no absorbe la vitalidad de Inglaterra; París no absorbe la vitalidad de la Francia; Buenos Aires no absorberá la vitalidad de la República.
Buenos Aires es el gran receptáculo de todas las ideas, es el laboratorio donde vienen a estar como en ebullición las ideas de progreso, las ideas de trabajo que nos envía
el Viejo Mundo y aquí se combinan con los sentimientos de independencia y de libertad, que son las fuerzas impulsivas del pueblo americano. Es en Buenos Aires donde
vienen a vigorizarse, a fortalecerse los sentimientos más puros de americanismos, para
irradiar desde aquí, vigorosos, fecundos, por todos los ámbitos de la República.
Buenos Aires, pues, lo he de demostrar también detalladamente, no va a absorber
la vitalidad de la República, sino que va a contribuir a darle robustez.
Una de las últimas proposiciones del señor diputado fue ésta, que me llamó mucho
la atención, y sobre la que he meditado con el mayor cuidado posible: que una vez constituida Buenos Aires en capital de la República, no podrá nunca detenerse una dictadura o una tiranía que se quiera ejercer.
No extraño la preocupación del señor diputado, porque es consecuente con su modo de ver la cuestión: él ve una dictadura en perspectiva.
No ha manifestado, o a lo menos no me he apercibido bien, si se ha referido a los
hombres o a las cosas; si su temor se refiere a los hombres, debe tener presente que los
hombres son transitorios e insubsistentes: los hombres son incapaces de hacer permanentemente el mal y permanentemente el bien de los pueblos; sólo las instituciones tie-
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)nen este poder; son las instituciones las que pueden hacer secularmente desgraciada o
feliz a una Nación.
Pero si el señor diputado tiene la visión de una dictadura próxima, o más o menos
remota, yo le voy a demostrar para tranquilizar su ánimo que la ley que tratamos de sancionar, quiebra en la República todos los instrumentos de la dictadura, destruye todos
los elementos de la dictadura; y que si algo anhela el pueblo argentino para asegurar sus
libertades, para no verse nunca expuesto a nuevas tiranías ni a futuras dictaduras, es ver
resuelta esta cuestión de la capital en Buenos Aires; hacer de Buenos Aires la residencia permanente de las autoridades nacionales y garantirse por este medio contra toda
dictadura y contra toda tiranía en la República.
Todo instrumento de dictadura y de tiranía, lo repito, queda roto con esta ley.
Como la refutación de estas conclusiones del señor diputado han de constituir parte de mi discurso sin que me consagre exclusivamente a ellas, sino que he de hacerlo
en el orden general del debate, voy a agregar también de mi parte, la manera como yo
veo la cuestión, las conclusiones que saco de ella, que son ciertamente muy distintas de
las que él ha sacado.
Repito que hace setenta años que venimos luchando sobre lo desconocido, que vamos andando a lo incierto y a lo imprevisto; y ésta no es solamente mi opinión, sino la
de los hombres más ilustrados y más competentes del país; es también la opinión de los
que con más cuidado vigilan de cerca los destinos de la República.
El establecimiento de la Capital de la Nación en Buenos Aires tiene dos significados:
uno en el orden moral, en el orden de las ideas, en esa región serena donde nunca debe llegar la pasión de los hombres, en el ejercicio del derecho; y otro en el orden de los hechos.
En el orden de las ideas políticas, en el ejercicio del derecho constitucional, esto
significa resolver el último de los problemas de nuestra organización.
Hemos resuelto los problemas de la organización nacional en lo que respecta a los
principios políticos que debían servir de base a esa organización; los problemas de los
sistemas económicos; los problemas de la forma de gobierno con relación al gobierno
general y al de cada uno de los Estados; el último problema de hecho, que era la seguridad de la frontera; y para consolidar la obra, sólo nos falta sancionar el proyecto que
está a la deliberación de la Cámara.
Dar esta ley es resolver el último problema de nuestra organización definitiva.
He de demostrar, señor, sin esforzarme para ello, porque son claras y luminosas las
demostraciones, son evidentes, he de demostrar, digo, que la capital en Buenos Aires es
el único medio de afianzar en la República las instituciones federales; que es el único
medio de consolidar de una manera estable, permanente y sólida la nacionalidad argentina, el único medio de asegurar la paz, sean cuales fueran las condiciones personales
de los mandatarios, alejando para siempre los peligros de nuevas perturbaciones, de
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)nuevos sacudimientos, de nuevas revueltas, de mares donde vayan los pescadores de
ríos revueltos.

[…] Una vez resuelta la cuestión Capital en el sentido que debe ser resuelta, no habremos hecho una evolución: habremos completado nuestro camino; y entonces los grandes
hechos de nuestra historia política podrán completarse con estas fechas notables:
1810, la emancipación;
1816, la declaración de la independencia;
1853, la Constitución federal;
1862, la integridad nacional incorporándose Buenos Aires;
1880, la organización de la República definitivamente constituida, con Buenos Aires por capital.

[…] Hasta 1853 el país no poseía una organización económica, no tenía un sistema
financiero; estaba consagrado a la clausura de los ríos, había aduanas interiores, se cobraban impuestos entre provincia y provincia, y no había un tesoro común.
Fue el Congreso Federal de 1853 que se reunió en Santa Fe, el que consignó en la
Constitución Nacional las doctrinas y los principios económicos más adelantados de
aquella época y aun de la época presente.
Muchas escuelas económicas se han disputado entre sí la preferencia. La una reputaba que debía darse toda ventaja al sistema comercial. Otra que creía que todo debía
provenir de la tierra; y la escuela más adelantada, la de Smith, que ennobleciendo el trabajo sostuvo que las fuentes verdaderas de la reproducción y de la riqueza de un país
son: el trabajo, el capital y la tierra.
Estos elementos de la prosperidad de todas las naciones se explotan por tres ramas
principales de la industria humana, que son: el comercio, la agricultura y la industria
propiamente dicha, comprendiendo en la agricultura, en el alto sentido económico, la
ganadería, la pesca, el cultivo de los bosques y todo cuanto tiene por razón principal su
existencia de la tierra.
En los distintos artículos de la Constitución Nacional, dispersos en todos ellos, encontramos la protección y la consignación de los principios que constituyen un completo régimen económico.
Así el artículo 14 de la Constitución Nacional, estableciendo la libertad con relación a la producción, a la riqueza y a la economía, dice lo siguiente: “Todos los habitantes de la Nación tienen los siguientes derechos: de trabajar y ejercer toda industria;
libertad de navegar y comerciar, de peticionar a las autoridades, de entrar, permanecer,
transitar y salir del territorio argentino”.
El art. 20 establece la igualdad de todos los ciudadanos bajo el régimen económico.
El art. 17 establece la garantía de la propiedad.
El art. 18 la seguridad y el 25 establece la educación industrial y comercial del pueblo.
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)No necesito detenerme en el examen de cada uno de estos artículos constitucionales. Basta recordarlos.
Y pregunto: estos grandes principios económicos, ¿cómo han de desenvolverse mejor? ¿estando el centro de los poderes públicos, estando el Congreso que ha de dictar
las leyes orgánicas necesarias para su ejercicio, en este centro de comercio y de civilización, o hallándose fuera de él?
Claro es que es necesario que el Congreso nacional que ha de dictar esas leyes orgánicas reciba a cada momento las inspiraciones y los reflejos del comercio de Buenos
Aires, y nuestra legislación económica se resentiría de debilidad, de error y de atraso,
si los legisladores no se situaran en este gran centro y se inspiraran en él para dictar las
leyes.
Es una necesidad económica bien entendida y siempre sentida que el Congreso, que
ha de dictar las leyes de una Nación, resida en el centro principal de esa Nación.
El desarrollo, el adelanto de la riqueza pública necesitan una legislación especial.
Tenemos una República que posee los principales elementos de prosperidad, una
República que está esperando tranquilidad, confianza y paz inconmovibles para desenvolver grandes elementos.
Actualmente, señor, he visto en los periódicos la noticia de la llegada de tres o cuatro vapores con un número considerable de inmigrantes.
Ésta es la única República sudamericana que recibe la inmigración europea en ese
alto grado. ¿Por qué? Porque encuentra en nuestro país lo que ninguna República les
ofrece. Encuentra un territorio fértil, un clima benigno, una producción valiosa, una legislación liberal, un erario generoso, una índole como es la índole argentina que no tiene grandes preocupaciones, no tiene fanatismos religiosos arraigados, ni esa resistencia nativa contra el extranjero tan común en otras partes.
Con la solución de esta cuestión se concurre a llamar el elemento europeo para el
desenvolvimiento y progreso de este país, y no podemos calcular cuánto va a ser si
se resuelven los problemas interiores y entramos tranquilamente en el camino del progreso.

[…] Está dictada la ley que convoca una Convención Nacional en Santa Fe para el
caso que la Legislatura de la provincia no se haya pronunciado hasta el 30 de este mes.
Es conciencia nacional que la Capital de la República debe estar en Buenos Aires;
pero ¿a qué nos exponemos, señor, si detenemos esta sanción? A que la Convención Nacional la imponga, habiendo nosotros cometido el error de no aceptarla, o a que la Convención Nacional federalice mayor cantidad de territorio que el que puede hacerle falta para el desenvolvimiento de una capital nacional; y que quién sabe cómo lo recibiría
el sentimiento público de Buenos Aires; o a que la Convención Nacional decretara la
capital fuera de Buenos Aires.
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)¿Y habrá alguno de mis honorables colegas que no vea los peligros, los perjuicios,
los males que traería al comercio y al progreso de la República la capital fuera de Buenos Aires?
Una razón salta y manifiesta claramente. ¿No sería imprudente, señor, dar lugar a
que se levantara en la República un centro en donde residieran los poderes públicos de
la Nación y cuya legislación pudiera venir a considerar como rival de su progreso al
pueblo y comercio de Buenos Aires? ¿Qué prudencia, qué habilidad política habría en
levantar desde ya una ciudad rival de Buenos Aires? ¿Y no podría también suceder que
esa rivalidad se reflejase en la legislación? ¡Y a cuántos daños, a cuántos perjuicios daría lugar, y a qué consecuencias nos llevaría todo esto!
Señor presidente: la ley de Capital es necesaria bajo el punto de vista económico,
comercial y bajo el punto de vista de una buena y regular administración.
La Capital debe estar en Buenos Aires, considerada la cuestión bajo el punto de vista
histórico; y debe serlo bajo el punto de vista de todas las grandes conveniencias nacionales: el comercio, la industria, la producción, el desenvolvimiento de nuestros elementos
materiales y morales de progresos nos aconsejan sancionar la Capital en Buenos Aires.
Pero a más del engrandecimiento interior, de este desenvolvimiento fácil y natural
de nuestros elementos de prosperidad, ¡cuánto ganaría la República en consideración y
en estima ante los gobiernos europeos, cuando, habiendo el vapor de julio llevádoles la
noticia de nuestras disensiones y de nuestras luchas sangrientas, el vapor de diciembre
les llevara la noticia de haber dado solución a uno de los más importantes problemas de
la República, tranquila y serenamente deliberado! Ciertamente que esto hablará mucho
en honor del país y en obsequio a los legisladores que lo resolvieron.
Y no sólo bajo ese punto de vista puede mirarse la cuestión. Hay otros objetivos
que debe tener presente el legislador.
Hemos examinado la cuestión bajo el punto de vista histórico, y la Historia, eco de
los acontecimientos pasados, debe servirnos de ejemplo para el porvenir. La hemos examinado bajo el punto de vista comercial, y los números, como dijo Pitágoras, están llamados a gobernar el mundo o, como dijo Goethe, si no están llamados a gobernarlo, están por lo menos destinados a enseñar cómo se gobierna.
Debemos leer la historia sin pasión y los números sin temor; pero, en este caso, felizmente tanto la historia como el examen de los números nos aconseja una sanción
igual: la capital en Buenos Aires.
Fuera de la consideración que la República Argentina obtendrá ante los ojos de las
potencias europeas, ¡cuánto vamos a ganar también en consideración y respeto ante las
demás Repúblicas americanas!
Tengamos previsión; tengamos cautela.
Nuestra situación exterior es despejada y serena, pero nadie puede decir lo que ven-
De la República posible a la República verdadera (1880-1910)drá mañana, nadie puede decir cuáles son los misterios del porvenir y es conveniente
que en los hombres de Estado haya gran previsión.
No podemos lanzar un rayo de luz en las tinieblas del futuro; pero esa paz exterior
¿durará siempre? Dios quiera que sí, señor presidente, pero me asaltan muy serios temores.
Digámoslo despacio, muy despacio, para que no lo oigan más allá de los Andes, ni
más allá del Atlántico: la prensa americana ha hablado de la existencia de un tratado secreto entre Chile y el Brasil.
Cierto o no, apelo a la conciencia de mis colegas, si hay alguno que se crea tan seguro que afirme lo contrario, cuando la existencia de ese tratado lo ha denunciado la
prensa de la otra banda del Plata, uno de cuyos diarios tiene a su frente un sesudo diplomático y otros jóvenes que son la esperanza de aquella República, que han examinado esta cuestión, los peligros que entraña, y han venido a esta conclusión: “si ese tratado existe, la conflagración de las Repúblicas del Plata es inminente”.
Por eso he dicho: no podemos lanzar un rayo de luz en las tinieblas del porvenir;
pero tengamos previsión, tengamos cautela; los hombres de gobierno deben tener el sentimiento de su época, es decir, el instinto de los peligros.
El inmortal autor del Espíritu de las leyes, decía “La primera calidad de los hombres de Estado es: ver pronto, claro y lejos”.
Y esto que se dice de los hombres de Estado, debe ser aplicado a los poderes públicos encargados de dirigir los destinos de una nación y a cuantos de alguna manera tienen
que influir con su voto en la suerte de la patria. Todos deben ver pronto, claro y lejos.

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