BUBONIS

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domingo, 3 de julio de 2011

CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN

Obra fundamental de San Agustín (Aurelius Augustinus 354-430), escrita alrededor del 400.



El más importante de los padres de la Iglesia, filósofo y teólogo, nació en Tagaste, pequeña ciudad africana situada cerca de Numidia, el trece de noviembre; fue hijo de Patricio, que era pagano y de Mónica, luego Santa Mónica, que era de familia cristiana. Realizados los primeros estudios en su ciudad natal, fue luego enviado a llevar a cabo los de retórica en Madauro.

Primer libro: contiene la historia espiritual del Santo, la formación de su pensamiento y su iniciación mística, representando a la par que una gran obra filosófica, también una dramática autobiografía.

Segundo libro donde comienza la adolescencia; en el recuerdo de un pequeño hurto, apunta ya la concepción agustiniana del pecado como la desviación del bien, dice que: al robar unas manzanas verdes, no buscaba en realidad la cosa robada, sino sólo una afirmación de su propia libertad.

Tercer libro: los primeros años de su juventud aparecen dominados por dos episodios: la lectura del Hortensio de Cicerón, que fascina al joven con sus bella palabras, y los halagos de los maniqueos, los cuales predicando la doctrina de una doble divinidad, del bien y del mal, ayudaban en cierta manera a Agustín a explicar el problema del pecado, que desde entonces siente fuertemente.

Cuarto libro: continúan las experiencias juveniles; su carácter se revela apasionado y ambicioso, y con la enseñanza y el estudio trata de alcanzar sus metas, al tiempo que en el generoso sentido de la amistad intenta expresarse su carácter ardiente.

Quinto libro: descontento del maniqueísmo y de la elegancia de la retórica, a la que se había dedicado, Agustín parte para Roma, soñando con la gloria; pero en Roma sus alumnos se burlan de él y marcha a Milán, donde puede escuchar los sermones de San Ambrosio.

Sexto libro: la impresión es fortísima, pero como reacción su fogoso temperamento, le domina y le impulsa a aventuras amorosas, que le hacen caer en un angustiado terror de la muerte.

Séptimo libro: finalmente, un rayo de luz; no es todavía el Cristianismo, sino algo que viene a ser su primer grado: el neoplatonismo. De los neoplatónicos Agustín aprende a concebir una divinidad incorpórea, sin límites, sin formas. Agustín distingue aquí netamente las dos concepciones: los neoplatónicos alcanzan la idea de Dios pero no su amor; captan su abstracción, pero no su esencia de bondad infinita. De todas formas la barrera se ha hecho pedazos; su férvida imaginación no se vincula ya a la imagen para elevarse a la divinidad y, poco a poco, se afina en reabato místico, para llegar a la intuición. Durante una profunda crisis emocional, Agustín oye una voz que le dice: ¡Toma y lee!; abre el Evangelio; una pasaje de la Epístola a los Romanos le ilumina; corre al lado de su madre, Santa Mónica, que siempre ha deseado su conversión, y se sosiega en sus brazos.
Estas últimas páginas del libro octavo y las del noveno, que culmina con el décimo y undécimo capítulos, donde se narra el coloquio místico con su madre y el éxtasis y muerte de ella, se cuentan entre las mejores de la literatura religiosa.

En el libro décimo comienza la parte más propiamente especulativa con el análisis del problema del conocimiento racional. Dios no es cognoscible por el conocimiento racional, que tiene su origen en los sentidos y que sólo pueden referirse a las cosas que están en el tiempo y en el espacio.

Libro undécimo: Dios, en efecto no está en el tiempo: el tiempo no es una realidad, es un acto psíquico, una distensión del ánimo constituida por tres inexistencias: el pasado que no es ya; el futuro que no es todavía y el presente que por pequeño que sea, está hecho de pasado y de futuro. Sólo es real lo eterno, que podemos imaginar como un continuo presente; y Dios es en la eternidad.

En el libro duodécimo se investiga en las antiguas escrituras la revelación de estas verdades: manifiestan en efecto, lo verdadero por medio de una simbología universal accesible a todos; los sencillos de espíritu lo hallan bajo formas elementales, los sabios alcanzan su esencia profunda. ¿Pero como le es posible al hombre, que existe en el tiempo, conocer a Dios que existe en la eternidad?

El libro decimotercero responde a esta pregunta: el conocimiento de Dios es innato en el hombre en las tres certidumbres innatas del ser, saber y querer. El hombre no puede dudar que es, sabe que es y quiere ser; y estas tres certidumbres son precisamente los símbolos de la Trinidad innatos en el hombre; ser absoluto (el Padre), saber absoluto (el Hijo), absoluta voluntad del bien (el Espíritu).

El libro se concluye con la contemplación de todo lo creado a la luz de esta verdad.Las Confesiones constituyen el fundamento del pensamiento especulativo cristiano y, en gran parte, de todo el pensamiento moderno. Son una verdadera epopeya de la conversión cristiana, encerrada en el drama interior de un hombre en quien se afirman todos los elementos pasionales y teoréticos que la puedan fundar. Poquísimas obras en la literatura de todos los tiempos, muestran como ésta, con su indisoluble unidad, el desarrollo de una existencia especulativa y el de una experiencia religiosa y humana.

LIBRO DECIMOTERCERO (fragmento)

1. Yo te invoco, Dios mío, misericordia mía, que me criaste y no olvidaste al que se
olvidó de ti; yo te invoco sobre mi alma, a la que tú mismo preparas a recibirte con el deseo
que la inspiras.
Y ahora no abandones al que te invoca, tú que preveniste antes que te invocara e
insististe multiplicando de mil modos tus voces para que te oyese de lejos, y me convirtiera,
y te llamase a ti, que me llamabas a mí. Porque tú, Señor, borraste todos mis méritos malos,
para que no tuvieses que castigar estas mis manos, con las que me alejé de ti; y preveniste
todos mis méritos buenos para tener que premiar a tus manos, con las cuales me formaste.
Porque antes de que yo fuese ya existías tú; ni yo era algo, para que me otorgases la gracia
de que fuese’.
Sin embargo, he aquí que soy por tu bondad, que ha precedido en mí a todo: a aquello
que me hiciste y a aquello de donde me hiciste. Porque ni tú tenías necesidad de mí, ni yo
era un bien tal con el que pudieras ser ayudado, ¡oh Señor y Dios mio!, ni con el que te
pudiera servir como si te hubieras fatigado en obrar o fuera menor tu poder si careciese de
mi obsequio; ni así te cultive como la tierra, de modo que estés inculto si no te cultivo, sino
que te sirva y te cultive para que me venga el bien de ti, de quien me viene el ser capaz de
recibirle.
...
Mas su bien está en adherirse a ti siempre, para que con la aversión no pierda la luz
que alcanzó con la conversión, y vuelva a caer en aquella vida semejante al abismo
tenebroso. Porque también nosotros, que en cuanto al alma somos creación espiritual,
apartados de ti, nuestra luz, «fuimos algún tiempo en esta vida tinieblas», y aun al presente
luchamos contra los restos de esta nuestra oscuridad, hasta ser justicia tuya, en tu Unico,
como montes de Dios, ya que antes fuimos juicios tuyos, como abismo profundo.
...
Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi
amor; él me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia
arriba: enardecémonos y caminamos; subimos las ascensiones dispuestas en nuestro
corazón y cantamos el Cántico de los grados. Con tu fuego, sí; con tu fuego santo nos
enardecemos y caminamos, porque caminamos para arriba, hacia la paz de Jerusalén,
porque me he deleitado de las cosas que aquéllos me dijeron: Iremos a la casa del Señor.
Allí nos colocará la buena voluntad, para que no queramos más que permanecer
eternamente allí.
11. Bienaventurada la criatura que no ha conocido otra cosa, cuando ella misma
hubiera sido esa cosa, si luego que fue hecha, sin ningún intervalo de tiempo, no hubiera
sido exaltada por tu Don, que es sobrellevado sobre todo lo mudable hacia aquel
llamamiento por el cual dijiste: Hágase la luz, y la luz fue hecha. Porque en nosotros
distínguese el tiempo en que fuimos tinieblas y el en que hemos sido hechos luz; pero en
aquélla se dijo lo que hubiera sido de no ser iluminada, y se dijo de este modo, como si
primero hubiera sido fluida y tenebrosa, para que apareciese la causa por la cual se ha
hecho que sea otra, esto es, para que, vuelta hacia la luz indeficiente, fuese también luz.
Quien sea capaz, entienda, o pídatelo a ti. ¿Por qué me ha de molestar a mí, como si yo
fuera el que ilumino a todo hombre que viene a este mundo?
12. ¿Quién será capaz de comprender la Trinidad omnipotente? ¿Y quién no habla de
ella, si es que de ella habla? Rara el alma que, cuando habla de ella, sabe lo que dice. Y
contienden y se pelean, mas nadie sin paz puede ver esta visión. Quisiera yo que
conociesen los hombres en sí estas tres cosas.
...
53. Nosotros, pues, vemos estas cosas, que has hecho, porque son; mas tú, porque las
ves, son. Nosotros las vemos externamente, porque son, e internamente, porque son buenas;
mas tú las viste hechas allí donde viste que debían ser hechas. Nosotros, en otro tiempo, nos
hemos sentido movidos a obrar bien, después que nuestro corazón concibió de tu Espíritu;
pero en el tiempo anterior fuimos movidos a obrar mal, abandonándote a ti; tú, en cambio,
Dios, uno y bueno, nunca has cesado de hacer bien. Algunas de nuestras obras, por gracia
tuya, son buenas; pero no sempiternas: después de ellas esperamos descansar en tu grande
santificación. Mas tú, bien que no necesitas de ningún otro bien, estás quieto, porque tú
mismo eres tu quietud. Pero ¿qué hombre dará esto a entender a otro hombre? ¿Qué ángel a
otro ángel? ¿Qué ángel al hombre? A ti es a quien se debe pedir, en ti es en quien se debe
buscar, a ti es a quien se debe llamar: así; así se recibirá, así se hallará y así se abrirá.
Amén

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