En este relato, incluido en No mires abajo (La Bestia Equilátera), un bombero acude a apagar uno de los tantos incendios durante los bombardeos a Londres. En medio de la tragedia, encuentra oportunidad para la fascinación
Por William Sansom | Para LA NACION
Era nuestro tercer trabajo de la noche.
Hasta que pasó eso, el trabajo había transcurrido sin incidentes. Una que otra metralla, alguna bomba inquieta y varios incendios de grandes proporciones, episodios poco dignos de mención y que desde entonces se han sumido, sin identidad, en el laberinto neutro de fuego y ruido y agua y noche, sin fecha y sin hora, sin tiempo ni forma, que transcurre brumoso en el fondo de mi cabeza como una película de la temporada de los ataques aéreos.
Supongo que estábamos exhaustos y temblando. Las tres de la madrugada es una mala hora. Supongo que estábamos empapados, con el agua helada de las mangueras que se escurría desde los cuellos hasta los faldones de nuestras camisas. Los acoples de bronce macizo parecían hechos de un metal más frío que el hielo. Con toda probabilidad el fragor de la bomba ahogaba el petulante zumbido de los aviones invasores y el ubicuo resplandor del fuego convertía las calles en una escenografía de color naranja furioso. Un agua negra encharcaba los callejones de la ciudad, y supongo que teníamos las manos y las caras tan negras como el agua. Negras de tanto pegar hachazos a las vigas quemadas. Eran cosas que pasaban todas las noches. Una nada. Ocurrían y no hacía falta olvidarlas, porque ni siquiera las recordábamos.
Pero sí recuerdo que era nuestro tercer trabajo. Y allí estábamos -Len, Lofty, Verno y yo-, apuntando un chorro de diecisiete metros contra la fachada de un alto depósito municipal sin pensar absolutamente en nada. Después de las primeras horas, uno no piensa en nada. Solo mira cómo el chorro blanco de agua se pierde en el fuego, y no piensa en nada. A veces dirige el chorro hacia otra ventana. A veces el naranja se vuelve negro, pero entonces uno solo afloja un poco el puño que sostiene el pico gélido y continúa vertiendo despreocupadamente litros y litros de agua por la ventana. Se sabe que el fuego seguirá enconándose varias horas más. Sin embargo, esa noche las horas vacías e indefinidas de la espera fueron interrumpidas por un sonido inusual. De repente, un largo y ruidoso crujido de ladrillos y argamasa despedazándose perforó el instante. Y luego la mitad superior del edificio de cinco pisos se cernió sobre nosotros. Permaneció suspendida en el aire durante un segundo eterno antes de desplomarse hacia nuestras cabezas. Yo no estaba pensando en nada y de golpe me vi pensando en todas las cosas del mundo.
En ese simple segundo mi cerebro asimiló cada detalle de lo que ocurría. En los costados de mi cabeza se abrieron nuevos ojos y así, desde adentro, pude fotografiar un panorama hemisférico limitado por la inmensa altura del edificio que tenía delante de mí y por las calles angostas a cada lado.
A la izquierda nos bloqueaba la bomba de agua en su remolque, que rugía y se estremecía por el esfuerzo. El agua fluía, palpitante, por las válvulas de descarga y por las pinchaduras de la manguera y por las uniones de los acoples. Un incesante arroyo se derramaba por los costados y caía a borbotones en la alcantarilla. Pero el grueso tubo de escape de hierro brillaba al rojo vivo en el centro del motor mojado. Tuve que mirar más allá de la cara de Lofty. Lofty fijaba la vista en los controles, las manos metidas en las axilas en busca de calor. Lofty no pensaba en nada. Tenía un diamante de hollín dibujado sobre un ojo, como el White-Eyed Kaffir [N. de T.: alusión a una estrella del music-hall británico que se pintaba la cara de negro con un diamante blanco alrededor de un ojo] en negativo.
Del otro lado había una salida despejada hacia el callejón. Por encima de nuestras cabezas colgaba un cartel: "Catto and Henley". Me pregunté qué diablos venderían. ¿Estampillas viejas? El callejón estaba bastante despejado. Un par de tramos de manguera muerta, desinflada, yacían enroscados sobre la reluciente oscuridad de la vereda. En una de las alcantarillas se habían amontonado desechos carbonizados. Un hilito de agua brotaba de un agujero de un tramo de manguera viva. Bajo una luz azul de emergencia había una albardilla destrozada. El siguiente comercio era una tabaquería, con las vidrieras rotas llenas de cartones de cigarrillos falsos. El callejón estaba bastante despejado.
Detrás de mí, Len y Verno compartían el peso de la manguera. Resistían la violenta presión del agua, que los arrastraba hacia atrás. Lo único que yo hubiera tenido que hacer era gritar: "Tírenla al suelo" y salir corriendo. Podíamos permitirnos el riesgo de que la manguera se volviera contra nosotros como una serpiente lista para atacar. Podíamos correr hacia la derecha por el callejón vacío, Len, Verno y yo. Pero nunca me moví. Nunca dije: "Tírenla al suelo" ni nada parecido. Ese largo segundo me mantuvo hipnotizado, con las botas de goma pegadas a la vereda. Toneladas más toneladas más toneladas de ladrillo al rojo vivo suspendidas en el aire sobre nuestras cabezas entumecieron toda iniciativa. Yo solo podía pensar. No podía moverme.
Unos metros más adelante, se erguía el edificio incendiado. Un minuto antes no habría podido distinguirlo de cualquier otra insípida atrocidad victoriana en llamas. Ahora, en cambio, podía identificar hasta el más mínimo detalle. El edificio tenía cinco pisos de altura. Un incendio feroz devoraba los cuatro pisos superiores. Rojas lenguas de fuego lamían las paredes de las habitaciones. Las negras paredes exteriores permanecían intocadas. Y así, como los vagones iluminados de un expreso, los rectángulos negros y rojos alternados enfatizaban con vivacidad la absoluta simetría del espacio entre las ventanas: cada ventana oblonga se veía como un panel bermellón colocado en perfecto orden sobre la cara oscura de la pared. Había diez ventanas en cada piso, lo que hacía un total de cuarenta ventanas. En rígidas hileras de diez, cada una ubicada justo encima de la otra, con fuertes contrastes de negro y rojo, las ventanas en llamas se erguían en estricta formación. El edificio oblongo, las ventanas oblongas, el espacio oblongo. El color naranja-rojizo parecía sobresalir del marco negro, adquiría valores táctiles, como jalea hirviente que se expande por una gruesa y negra parrilla cuadrada.
Tres de los pisos -treinta ventanas en llamas con su enorme marco de ladrillo negro, cien sólidas toneladas de dura y ancha pared victoriana- giraron encima de nosotros y quedaron colgando sobre el callejón. Nunca podré saber si la pared realmente hizo una pausa en su caída. Puede que no. Puede que solo pareciera estar colgando del aire. Puede que mis ojos captaran lo que iba a pasar en un instante de anticipación, de modo que la vi "de veras" pero antes de que ganara velocidad.
La noche se puso más oscura con aquella masa inmensa sobre nuestras cabezas. Gracias a las alturas desiguales de los techos, la luz de la luna había logrado penetrar hasta el pozo de nuestro callejón a través de la niebla del humo del incendio, pero ahora la pared que pendía cada vez más cerca de nuestras cabezas obstruía parte de su luz. La pared oscureció la luz de la luna como un toldo invertido. El haz de luz quedó reducido a una línea delgadísima. Fue la única luz divina en la que creí en mi vida. Brillaba? como un rayo de esperanza. Pero era una esperanza desfalleciente, pues aunque en aquel momento toda la escena hemisférica parecía estática, la inminencia del movimiento era perceptible; probablemente porque la escena en realidad estaba en movimiento. Ni siquiera la velocidad del obturador que tomó la foto mental tuvo suficiente poder para excluir ese movimiento de una conciencia más profunda. La imagen parecía estática para los limitados sentidos superficiales, los ojos y el cerebro material, pero más allá de eso había un movimiento oculto.
Fue un segundo sin tiempo. Pude darme el lujo de observar muchas cosas. Por ejemplo, que una grúa fija de hierro, situada un poco hacia mi izquierda, no me golpearía. La grúa surgía del edificio y yo podía sentir su filo y su dureza con tanta claridad como si hubiera restregado mi cuerpo íntimamente contra sus contornos. Tuve tiempo de advertir que tenía un gancho de unos treinta centímetros de largo, una cadena con eslabones de unos diez centímetros, dos montantes y una rueda dos veces más grande que mi cabeza.
Una pared puede caer de muchas maneras. Puede deslizarse hacia un costado o hacia el otro. Puede desmoronarse no bien comienza la caída. Puede mantenerse intacta y caer de plano. Esa pared cayó así: chata como un panqueque. Se aferró cuanto pudo a sus noventa grados. Entonces se desprendió del eje y se desplomó sobre nosotros.
La última resistencia de ladrillos y argamasa en el eje se partió con el mismo sonido que un disparo de escopeta. La violencia del ruido nos ensordeció y al mismo tiempo nos devolvió los sentidos. Tiramos la manguera al suelo y nos agachamos. Después, Verno dijo que yo me incliné lentamente sobre una rodilla con la cabeza baja, como un hombre a punto de ser nombrado caballero. Bueno, sí fui nombrado. Se oyó un ruido increíble -un trueno condensado en el espacio de un tímpano- y luego los ladrillos y la argamasa cayeron, despedazados y en llamas, sobre la carne de mi cara.
Lofty, que estaba lejos, cerca de la bomba de agua, murió. A Len, a Verno y a mí lograron desenterrarnos. Estábamos cubiertos por una delgada capa de ladrillo. Habíamos tenido suerte. Habíamos quedado dentro de uno de aquellos simétricos y oblongos huecos de las ventanas.
Traducción: Teresa Arijón
ADN SANSOM
Entre los escritores ingleses del siglo XX ignorados por las versiones españolas -interminable constelación de autores tan menores como inolvidables- está el caso de William Sansom (1912- 1976), que supo cosechar la admiración, entre otros, de Ray Bradbury y de Anthony Burgess. Ejerció diversos oficios antes de dedicarse a la literatura. Entre ellos, durante el blitz nazi sobre Londres, el de bombero voluntario, como refleja "La pared", su primer cuento publicado. Tras la guerra se dedicó por completo a la escritura. El resultado de ese trabajo sostenido fue una obra variada -con estocadas que recuerdan a Kafka-, compuesta de una docena de novelas y otras tantas colecciones de cuentos, amén de un libro biográfico sobre Proust..
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