BUBONIS

BUBONIS

miércoles, 9 de febrero de 2011

MADAME BOVARY (descripciones), continuación...

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Un día llegó hacia las tres; todo el mundo estaba en el cam­po; entró en la cocina, pero al principio no vio a Emma; los postigos estaban cerrados. Por las rendijas de la madera, el sol proyectaba sobre las baldosas grandes rayas delgadas que se quebraban en las aristas de los muebles y temblaban en el te­cho. Sobre la mesa, algunas moscas trepaban por los vasos su­cios y zumbaban, ahogándose, en la sidra que había quedado en el fondo. La luz que bajaba por la chimenea aterciopelando el hollín de la plancha coloreaba de un suave tono azulado las cenizas frías. Entre la ventana y el fogón estaba Emma cosien­do; no llevaba pañoleta y sobre sus hombros descubiertos se veían gotitas de sudor.
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A ella le habría gustado, aunque sólo fuera en invierno, vivir en la ciudad, por más que los días largos de buen tiempo hiciesen tal vez más aburrido el campo en verano ‑y según lo que decía, su voz era clara, aguda, o, languideciendo de repente, arrastraba unas modulaciones que acababan casi en murmullos, cuando se hablaba a sí misma, ya alegre, abriendo unos ojos ingenuos, o ya entornando los pár­pados, con la mirada anegada de aburrimiento y el pensamien­to errante.
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Los invitados llegaron temprano en coches (carricoches de un caballo), charabanes de dos ruedas, viejos cabriolets sin capota, jardineras con cortinas de cuero, y los jóve­nes de los pueblos más cercanos, en carretas, de pie, en fila, con las manos apoyadas sobre los adrales para no caerse, pues­to que iban al trote y eran fuertemente zarandeados.
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. Las señoras, de gorro, llevaban ves­tidos a la moda de la ciudad, cadenas de reloj de oro, esclavi­nas con las puntas cruzadas en la cintura o pequeños chales de color sujetos a la espalda con un alfiler dejando el cuello descu­bierto por detrás. Los chicos, vestidos como sus papás, pare­cían incómodos con sus trajes nuevos (muchos incluso estre­naron aquel día el primer par de botas de su vida), y al lado de ellos se veía, sin decir ni pío, con el vestido blanco de su pri­mera comunión alargado para la ocasión, a alguna muchachita espigada de catorce o dieciséis años, su prima o tal vez su her­mana menor, coloradota, atontada, con el pelo brillante de fi­jador de rosa y con mucho miedo a ensuciarse los guantes. Como no había bastantes mozos de cuadra para desenganchar todos los coches, los señores se remangaban y ellos mismos se ponían a la faena.

Según su diferente posición social, vestían fracs, levitas, chaquetas, chaqués; buenos trajes que conservaban como re¬cuerdo de familia y que no salían del armario más que en las solemnidades; levitas con grandes faldones flotando al viento, de cuello cilíndrico y bolsillos grandes como sacos; chaquetas de grueso paño que combinaban ordinariamente con alguna gorra con la visera ribeteada de cobre; chaqués muy cortos que tenían en la espalda dos botones juntos como un par de ojos, y cuyos faldones parecían cortados del mismo tronco por el ha¬cha de un carpintero. Había algunos incluso, aunque, natural¬mente, éstos tenían que comer al fondo de la mesa, que lleva¬ban blusas de ceremonia, es decir, con el cuello vuelto sobre los hombros, la espalda fruncida en pequeños pliegues y el talle muy bajo ceñido por un cinturón cosido.
Y las camisas se arqueaban sobre los pechos como corazas. Todos iban con el pelo recién cortado, con las orejas despeja¬das y bien afeitados; incluso algunos que se habían levantado antes del amanecer, como no veían bien para afeitarse, tenían cortes en diagonal debajo de la nariz o a lo largo de las meji¬llas raspaduras del tamaño de una moneda de tres francos que se habían hinchado por el camino al contacto con el aire libre, lo cual jaspeaba un poco de manchas rosas todas aquellas grue¬sas caras blancas satisfechas.
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El vestido de Emma, muy largo, arrastraba un poco; de vez en cuando, ella se paraba para levantarlo, y entonces, delicada­mente, con sus dedos enguantados, se quitaba las hierbas áspe­ras con los pequeños pinchos de los cardos, mientras que Car­los, con las manos libres, esperaba a que ella hubiese termina­do.
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Seguirá más adelante...


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