BUBONIS

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martes, 31 de enero de 2012

LA MENTE Y LA MEDICINA


— ¿,Quién le enseñó eso, doctor?
— El sufrimiento — respondió en seguida el médico.

Albert Camus, La peste

Un ligero dolor en la ingle me obligó a visitar al médico. Todo parecía muy normal hasta que el análisis
de orina reveló la presencia de rastros de sangre.
—Quisiera que fuera al hospital a que le hicieran una citología renal —me comentó el doctor, con tono
distante.
No recuerdo nada de lo que dijo a continuación porque mí mente pareció quedarse atrapada en la
palabra citología... ¡cáncer!
Sólo tengo un recuerdo muy vago de lo que me dijo acerca del día y el lugar en que debía hacerme la
prueba. Y, aunque se trataba de unas indicaciones muy sencillas, tuvo que repetírmelas tres o cuatro veces
porque mi mente parecía resistirse a olvidar la palabra citología y me sentía como si me acabaran de atracar
frente a la puerta de mi propia casa.
Pero ¿de dónde provenía una reacción tan desproporcionada?
El médico se había limitado a hacer su trabajo tratando de rastrear todas las posibles ramificaciones
que le permitieran emitir un buen diagnóstico. Poco importaba, en aquel momento, que la probabilidad racional
de padecer cáncer fuera mínima, porque el reino de la enfermedad está dominado por la emoción y por el
miedo. Nuestra fragilidad emocional ante la enfermedad se asienta en la creencia de que somos invulnerables,
una creencia que la enfermedad -especialmente la enfermedad grave— hace añicos, destruyendo así la
seguridad e invulnerabilidad de nuestro universo privado y volviéndonos súbitamente débiles, desamparados e
indefensos.
El problema estriba en que el personal sanitario se ocupa de las dolencias físicas pero suele descuidar
las reacciones emocionales de sus pacientes. Y esta falta de atención hacia la realidad emocional del enfermo
soslaya la creciente evidencia que demuestra el papel fundamental que desempeña el estado emocional en la
vulnerabilidad a la enfermedad y en la prontitud del proceso de recuperación. Lamentablemente, sin embargo,
la atención médica moderna no suele caracterizarse por ser emocionalmente muy inteligente.
El hecho es que la entrevista con una enfermera o con un médico debería ser una oportunidad para
obtener una información tranquilizadora, amable y afectuosa y no, como suele ocurrir, una invitación a la
desesperanza. No es infrecuente que los profesionales clínicos tengan demasiada prisa o se muestren
indiferentes ante la angustia de sus pacientes. A decir verdad, también hay enfermeras y médicos compasivos
que dedican tiempo a tranquilizar, informar y medicar de la manera adecuada, pero la tendencia general parece
abocarnos a un universo profesional en el que los imperativos institucionales transforman al personal sanitario
en alguien demasiado indiferente a la vulnerabilidad de sus pacientes o demasiado presionado como para
poder hacer algo al respecto. Y, si tenemos en cuenta la cruda realidad de un sistema sanitario cada vez más
mediatizado por las cuestiones económicas, no parece que las cosas vayan a mejorar.
Más allá de las motivaciones humanitarias de que la labor del médico consiste tanto en cuidar como en
curar, existen otras importantes razones que nos inducen a pensar que la realidad psicológica y sociológica de
los pacientes compete también al dominio de la medicina. Existen pruebas claras de que la eficacia preventiva
y curativa de la medicina podría verse potenciada si no se limitara a la condición clínica de los pacientes sino
que tuviera también en cuenta su estado emocional. Obviamente, esto no es aplicable a todos los individuos y
a todas las condiciones, pero el análisis de los datos procedentes de miles de casos nos permite afirmar hoy,
sin ningún género de dudas, las ventajas clínicas que conlleva una intervención emocional en el tratamiento
médico de las enfermedades graves.
Históricamente hablando, la medicina moderna se ha ocupado de la curación de la enfermedad (del
desorden clínico) dejando de lado el sufrimiento (la vivencia que el paciente tiene de su enfermedad). Los
pacientes, por su parte, se han visto obligados a compartir este punto de vista y a sumarse a una conspiración
silenciosa que trata de ocultar las reacciones emocionales suscitadas por la enfermedad o a desdeñarías
como algo completamente irrelevante para el curso de la misma, una actitud que se ve reforzada, asimismo,
por un modelo médico que rechaza de pleno la idea misma de que la mente tenga alguna influencia
significativa sobre el cuerpo.
No obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una ideología igualmente contraproducente, la
creencia de que somos los principales artífices de nuestras enfermedades, la creencia de que basta con
afirmar que somos felices y salmodiar una retahíla de afirmaciones positivas para curarnos de las más graves
dolencias. Pero esta panacea retórica que magnifica la influencia de la mente sobre la enfermedad no hace
sino crear más confusión y aumentar la sensación de culpabilidad del paciente, como si la enfermedad fuera el
testimonio palpable de un estigma moral o de una falta de valía espiritual.
La actitud justa está entre ambos extremos. Trataré, a continuación, de revisar la información científica
disponible para poner de relieve estas contradicciones y aclarar con más precisión el peso de las emociones
—y, en consecuencia, de la inteligencia emocional— en el curso de la salud y de la enfermedad.

Del libro “ La Inteligencia Emocional”, de Daniel Goleman, Parte III, Inteligencia Emocional Aplicada.

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