Capítulo I:
"La biblioteca del extraño anuncio"
"La biblioteca del extraño anuncio"
Algunas noches todavía me pregunto sobre esa cuestión que a lo largo de los años me ha provocado tantos desvelos y angustias. Vuelvo por los escondrijos y oscuros pasillos de mi memoria intentando dar respuesta a esa pregunta imposible que inútilmente pretende saber si son los tiempos difíciles los que nos hacen a nosotros, o si en cambio nosotros,
somos los que en tiempos peligrosos logramos ser todo lo que había esperando en nuestros destinos.
Dicen que un hombre sólo puede medir la altura real de su espíritu cuando se halla frente a un abismo. Y ciertamente, los tiempos de mi historia eran esos. Un abismo a cada paso, el terror en cada vuelta de esquina, aguardando.
Sé muy bien que el amable lector tomará todo esto como una historia más, de hecho, cuento con ello. Cuento con que como tantas otras veces, cuando acierte el punto final a mi relato, se lo catalogue mal, como algo fantástico, como algo imposible y que termine en el anaquel que no merece, el que cuenta la historia verdadera pero con el tamiz del descreimiento que echa sombras a las verdades de la humanidad. Pues nuestra Sociedad debe permanecer en secreto. Así es que cuando un incauto pregunte: “¿has oído algo de ese Club que…?”, busco que jamás obtenga como respuesta algo diferente a un: “He leído el libro, sí…, pero no pasa de una farsa, no encubre más que una imaginación afiebrada y una mala forma de atar pobres ideas”.
Lo escribo para que sea una mentira.
Haré todo lo posible para que estas líneas permanezcan siempre entre las páginas de ficciones, en los ensueños que nadie se atreve a creer, y para que así sea comienzo por jurar que cada punto y palabra de lo que relataré es absolutamente cierto aún a costa de todas sus apariencias fantásticas, y que el hecho de que haya alterado y trocado los nombres reales de los personajes reales de este testimonio, por otros ficticios de personajes ficticios, sólo tiene como fin que los tomes por estos. Y que ni atines a creer que esconden a personas de carne y hueso, que aún así están ahí, resistiendo escondidos a la vista de todos.
Siempre he padecido de una memoria excelente, tal que pocas veces me permite los descansos del olvido. Así es que el hecho de que no recuerde por qué llegué a esa ciudad y a esa biblioteca debo juzgarlo como un olvido voluntario, como un traspié conciente de mi mente, que sus razones tendrá. Lo cierto es que tras mucho buscar y ya con pocos pesos acompañándome en los bolsillos, llegué al barrio de San Telmo, en Buenos Aires. El año no es importante, ni tampoco las marcas del almanaque, pero recuerdo que había llegado en tren desde el interior de la provincia varias semanas atrás, y había dormitando en la esquina que lo permitiera cuando se me había terminado el dinero para las habitaciones, aún para las que no merecían tal mote. El frío de esos días era cruel, ese recuerdo todavía mantiene sus dientes en mi carne, y como diera a entender, un azar que no pretendo juzgar me había llevado a encontrar ese trozo de periódico de domingo, donde se solicitaba un asistente de bibliotecario en la calle cuya cita exacta no viene al caso. Las pretensiones me parecieron extravagantes desde un principio, “Joven, de buen corazón, ojos lectores y boca cerrada”. La juventud es un término relativo y pensaba que podría tener suerte; la cuestión cardíaca, pues bien, de niño he tenido un leve soplo, pero no más que eso, y en cuanto a las otras ridiculeces, bien sabía yo que si mis ojos leían algunos billetes para llenarme el estómago, con toda gratitud podría mantener la boca cerrada al masticar. Entonces allí estaba esa mañana, frente al umbral de la biblioteca y soportando una llovizna triste y fría antes de tocar a la puerta.
Nada. Ningún paso se escuchó en el interior. Era temprano pues mi digestión pocas veces respetó relojes, pero no en demasía. Incluso ya se veía algunas luces tenues, titilando al otro lado de las ventanas; me asomé a la más cercana y vi una sombra recorriendo los pisos y arrastrando una anciana tras ella. Volví a llamar, molesto por tener que insistir y antes de mi tercer toque la puerta se abrió, ante lo cual tuve que refrenar mi puño antes de derribar a la mujer.
- La biblioteca está cerrada hasta dentro de una hora, joven – la anciana no pareció asustarse por la accidental cercanía de mi mano detenida a un palmo de su mano, algo que juzgué de buen augurio, tanto como que hubiera aceptado tan pronto en mí el primero de los requisitos de la lista.
-¿Es usted la encargada, señora? – tuve que aceptar como un sí su mutismo - Oh, perdone, mi nombre es J. P., he venido por el aviso y quisiera…
- Lo siento, busco a una persona que sepa leer.
- Pero señora, sé leer muy bien, de hecho llegué aquí porque leí el anuncio y creo que podría…
-Necesito a alguien que pueda entender lo que lee – fue la tajante respuesta.
En ese frustrante momento, algo me impulsó a repasar el anuncio que había recortado de la página y antes de encontrar eso que juro antes no estaba allí, reparé en mi apariencia. Había pasado la noche en un banco de plaza, mis manos estaban sucias y mis ropas seguramente no tendrían el mejor aspecto. Apostaría a que mi rostro no valía mejor presentación que mis zapatos maltrechos. Me sentí humillado y cuando encontré que el anuncio claramente exigía que el candidato se presentara pasado el mediodía me sentí también confundido y avergonzado. Mi estómago nuevamente, gruñía, y entendí por qué me había anticipado tanto y cómo había sido posible que no hubiese visto el detalle del horario.
-Perdone usted, señora, tenga buen día – dije levantando un palmo mi sobrero y reteniendo mis lágrimas de vergüenza por el estado de desesperación al que sin notarlo había llegado.
La puerta volvió a cerrarse de súbito, tan cerca de mi nariz como lo había estado mi mano de esa nariz aguileña de la anciana, pero antes llegué a observar un extraño destello de satisfacción en sus ojos grises y una vitalidad que por un instante transfiguró sus cabellos apagados y su pequeña silueta. En otras circunstancias y en otra persona hubiera dicho que se trataba de la manifestación de alguien noble, que ha realizado un hallazgo maravilloso, pero ante los hechos, sabía que era el resultado de un corazón más frío que el cielo que esa noche volvería a cobijarme.
Giré mis talones y pasé el umbral. Mis ojos volvieron a la ventana y allí estaba, observándome marchar, sin ningún tipo de expresión ni piedad.
Antes de cruzar la primera esquina encontré un libro.
Estaba a mitad de la calle, abandonado, así que lo tomé salvándolo de uno de los carros que se aproximaba. El lugar estaba prácticamente desierto y no había nadie que hubiese tomado alguna dirección por la cual pudiera presumir que el libro le pertenecía. Sin embargo, por el estado de la tapa y lo poco mojado que se hallaba a pesar de la persistente llovizna, no podía llevar allí más que unos pocos minutos. Era pesado, de recuadros dorados sobre la tapa roja, lo abrí y descubrí una cantidad de grabados que hablaba de su excelente calidad y del buen precio que podría tener en el mercado. Con un poco de suerte obtendría un par de noches bajo techo y las comidas decentes de dos días también. Repasé distraídamente sus páginas ya saboreando mi almuerzo y la ironía de que se me cerrasen las puertas de la biblioteca y luego se me abrieran las de un bar por un elemento tan fuera de lugar, cuando llegué a la primera hoja donde encontré un sello simple y que encerraba una gran “C” entre algunos fileteados. Justo como el que había visto en el umbral de la anciana. Las tripas volvieron a retorcerse y ahora sumaban la rabia al hambre. Y de nuevo tuve que secar mis ojos para poder leer el título: “El Club de los Libros Perdidos”, como un insulto hecho justamente para mí, que aún maldiciendo, no podía dejar que se perdiera, y colmo de las humorismos sin gracia, me vi volviendo mis pasos hasta la puerta de la anciana, relegando mi hambre y frío a una obra que ni siquiera sabía si lo valía.
Volví a llamar a su puerta y volvió a hacerme esperar.
-Usted – fue la lúcida observación que hizo al verme otra vez.
-Encontré esto – le dije y espeté con todo el tono sarcástico que mi maltrecho orgullo me permitió -, las mejores bibliotecas que he conocido, usan los anaqueles tradicionales.
Su mirada reflejó un profundo odio y a la vez una satisfacción que se me antojó enfermiza, pero no dijo nada. Me volví, sintiendo que había recuperado a cierta porción de mi amor propio, y estaba llegando a la calle cuando me llamó.
- Joven, venga aquí.
Nuevamente anduve esos pasos hasta su lado, teniendo la vaga idea de que quizás ese paseo se repetiría todo el día.
-Lamento mi anterior bienvenida. Los libros tienen cada vez menos amigos en estos días, y no ha de confiarse en cualquiera que toque a la puerta, entenderá –asentí sin ánimo -. Pero pase usted, le prepararé un té y unas galletas, mientras hablamos de sus aptitudes. Estos tiempos son peligrosos para los libros y pronto las calles lo serán para nosotros también…
Hizo un gesto, que por primera vez guardaba un atisbo de afabilidad, y entré.
- Mi nombre es Señora Agatha – dijo mientras me sentaba obedeciendo a una seña suya, y empecé a sentir el dolor de la sangre que volvía a circular por mi cuerpo, adaptándose al calor de la biblioteca -, y cumplo uno de los más maravillosos oficios en el mundo, un mundo que no merecería tal nombre si no existiesen las bibliotecas – asentí, yo podía aceptar eso, y ella agregó apoyando el libro que había encontrado sobre la mesa -. Gracias por traerlo de vuelta, creo que usted y yo llegaremos a entendernos. Pero de aquí en más, necesitaré que no se dé por vencido al primer intento, sepa que me merece tan poco respeto quien juzga o se juzga por las apariencias, como quien elije un libro por su portada.
Dicen que un hombre sólo puede medir la altura real de su espíritu cuando se halla frente a un abismo. Y ciertamente, los tiempos de mi historia eran esos. Un abismo a cada paso, el terror en cada vuelta de esquina, aguardando.
Sé muy bien que el amable lector tomará todo esto como una historia más, de hecho, cuento con ello. Cuento con que como tantas otras veces, cuando acierte el punto final a mi relato, se lo catalogue mal, como algo fantástico, como algo imposible y que termine en el anaquel que no merece, el que cuenta la historia verdadera pero con el tamiz del descreimiento que echa sombras a las verdades de la humanidad. Pues nuestra Sociedad debe permanecer en secreto. Así es que cuando un incauto pregunte: “¿has oído algo de ese Club que…?”, busco que jamás obtenga como respuesta algo diferente a un: “He leído el libro, sí…, pero no pasa de una farsa, no encubre más que una imaginación afiebrada y una mala forma de atar pobres ideas”.
Lo escribo para que sea una mentira.
Haré todo lo posible para que estas líneas permanezcan siempre entre las páginas de ficciones, en los ensueños que nadie se atreve a creer, y para que así sea comienzo por jurar que cada punto y palabra de lo que relataré es absolutamente cierto aún a costa de todas sus apariencias fantásticas, y que el hecho de que haya alterado y trocado los nombres reales de los personajes reales de este testimonio, por otros ficticios de personajes ficticios, sólo tiene como fin que los tomes por estos. Y que ni atines a creer que esconden a personas de carne y hueso, que aún así están ahí, resistiendo escondidos a la vista de todos.
Siempre he padecido de una memoria excelente, tal que pocas veces me permite los descansos del olvido. Así es que el hecho de que no recuerde por qué llegué a esa ciudad y a esa biblioteca debo juzgarlo como un olvido voluntario, como un traspié conciente de mi mente, que sus razones tendrá. Lo cierto es que tras mucho buscar y ya con pocos pesos acompañándome en los bolsillos, llegué al barrio de San Telmo, en Buenos Aires. El año no es importante, ni tampoco las marcas del almanaque, pero recuerdo que había llegado en tren desde el interior de la provincia varias semanas atrás, y había dormitando en la esquina que lo permitiera cuando se me había terminado el dinero para las habitaciones, aún para las que no merecían tal mote. El frío de esos días era cruel, ese recuerdo todavía mantiene sus dientes en mi carne, y como diera a entender, un azar que no pretendo juzgar me había llevado a encontrar ese trozo de periódico de domingo, donde se solicitaba un asistente de bibliotecario en la calle cuya cita exacta no viene al caso. Las pretensiones me parecieron extravagantes desde un principio, “Joven, de buen corazón, ojos lectores y boca cerrada”. La juventud es un término relativo y pensaba que podría tener suerte; la cuestión cardíaca, pues bien, de niño he tenido un leve soplo, pero no más que eso, y en cuanto a las otras ridiculeces, bien sabía yo que si mis ojos leían algunos billetes para llenarme el estómago, con toda gratitud podría mantener la boca cerrada al masticar. Entonces allí estaba esa mañana, frente al umbral de la biblioteca y soportando una llovizna triste y fría antes de tocar a la puerta.
Nada. Ningún paso se escuchó en el interior. Era temprano pues mi digestión pocas veces respetó relojes, pero no en demasía. Incluso ya se veía algunas luces tenues, titilando al otro lado de las ventanas; me asomé a la más cercana y vi una sombra recorriendo los pisos y arrastrando una anciana tras ella. Volví a llamar, molesto por tener que insistir y antes de mi tercer toque la puerta se abrió, ante lo cual tuve que refrenar mi puño antes de derribar a la mujer.
- La biblioteca está cerrada hasta dentro de una hora, joven – la anciana no pareció asustarse por la accidental cercanía de mi mano detenida a un palmo de su mano, algo que juzgué de buen augurio, tanto como que hubiera aceptado tan pronto en mí el primero de los requisitos de la lista.
-¿Es usted la encargada, señora? – tuve que aceptar como un sí su mutismo - Oh, perdone, mi nombre es J. P., he venido por el aviso y quisiera…
- Lo siento, busco a una persona que sepa leer.
- Pero señora, sé leer muy bien, de hecho llegué aquí porque leí el anuncio y creo que podría…
-Necesito a alguien que pueda entender lo que lee – fue la tajante respuesta.
En ese frustrante momento, algo me impulsó a repasar el anuncio que había recortado de la página y antes de encontrar eso que juro antes no estaba allí, reparé en mi apariencia. Había pasado la noche en un banco de plaza, mis manos estaban sucias y mis ropas seguramente no tendrían el mejor aspecto. Apostaría a que mi rostro no valía mejor presentación que mis zapatos maltrechos. Me sentí humillado y cuando encontré que el anuncio claramente exigía que el candidato se presentara pasado el mediodía me sentí también confundido y avergonzado. Mi estómago nuevamente, gruñía, y entendí por qué me había anticipado tanto y cómo había sido posible que no hubiese visto el detalle del horario.
-Perdone usted, señora, tenga buen día – dije levantando un palmo mi sobrero y reteniendo mis lágrimas de vergüenza por el estado de desesperación al que sin notarlo había llegado.
La puerta volvió a cerrarse de súbito, tan cerca de mi nariz como lo había estado mi mano de esa nariz aguileña de la anciana, pero antes llegué a observar un extraño destello de satisfacción en sus ojos grises y una vitalidad que por un instante transfiguró sus cabellos apagados y su pequeña silueta. En otras circunstancias y en otra persona hubiera dicho que se trataba de la manifestación de alguien noble, que ha realizado un hallazgo maravilloso, pero ante los hechos, sabía que era el resultado de un corazón más frío que el cielo que esa noche volvería a cobijarme.
Giré mis talones y pasé el umbral. Mis ojos volvieron a la ventana y allí estaba, observándome marchar, sin ningún tipo de expresión ni piedad.
Antes de cruzar la primera esquina encontré un libro.
Estaba a mitad de la calle, abandonado, así que lo tomé salvándolo de uno de los carros que se aproximaba. El lugar estaba prácticamente desierto y no había nadie que hubiese tomado alguna dirección por la cual pudiera presumir que el libro le pertenecía. Sin embargo, por el estado de la tapa y lo poco mojado que se hallaba a pesar de la persistente llovizna, no podía llevar allí más que unos pocos minutos. Era pesado, de recuadros dorados sobre la tapa roja, lo abrí y descubrí una cantidad de grabados que hablaba de su excelente calidad y del buen precio que podría tener en el mercado. Con un poco de suerte obtendría un par de noches bajo techo y las comidas decentes de dos días también. Repasé distraídamente sus páginas ya saboreando mi almuerzo y la ironía de que se me cerrasen las puertas de la biblioteca y luego se me abrieran las de un bar por un elemento tan fuera de lugar, cuando llegué a la primera hoja donde encontré un sello simple y que encerraba una gran “C” entre algunos fileteados. Justo como el que había visto en el umbral de la anciana. Las tripas volvieron a retorcerse y ahora sumaban la rabia al hambre. Y de nuevo tuve que secar mis ojos para poder leer el título: “El Club de los Libros Perdidos”, como un insulto hecho justamente para mí, que aún maldiciendo, no podía dejar que se perdiera, y colmo de las humorismos sin gracia, me vi volviendo mis pasos hasta la puerta de la anciana, relegando mi hambre y frío a una obra que ni siquiera sabía si lo valía.
Volví a llamar a su puerta y volvió a hacerme esperar.
-Usted – fue la lúcida observación que hizo al verme otra vez.
-Encontré esto – le dije y espeté con todo el tono sarcástico que mi maltrecho orgullo me permitió -, las mejores bibliotecas que he conocido, usan los anaqueles tradicionales.
Su mirada reflejó un profundo odio y a la vez una satisfacción que se me antojó enfermiza, pero no dijo nada. Me volví, sintiendo que había recuperado a cierta porción de mi amor propio, y estaba llegando a la calle cuando me llamó.
- Joven, venga aquí.
Nuevamente anduve esos pasos hasta su lado, teniendo la vaga idea de que quizás ese paseo se repetiría todo el día.
-Lamento mi anterior bienvenida. Los libros tienen cada vez menos amigos en estos días, y no ha de confiarse en cualquiera que toque a la puerta, entenderá –asentí sin ánimo -. Pero pase usted, le prepararé un té y unas galletas, mientras hablamos de sus aptitudes. Estos tiempos son peligrosos para los libros y pronto las calles lo serán para nosotros también…
Hizo un gesto, que por primera vez guardaba un atisbo de afabilidad, y entré.
- Mi nombre es Señora Agatha – dijo mientras me sentaba obedeciendo a una seña suya, y empecé a sentir el dolor de la sangre que volvía a circular por mi cuerpo, adaptándose al calor de la biblioteca -, y cumplo uno de los más maravillosos oficios en el mundo, un mundo que no merecería tal nombre si no existiesen las bibliotecas – asentí, yo podía aceptar eso, y ella agregó apoyando el libro que había encontrado sobre la mesa -. Gracias por traerlo de vuelta, creo que usted y yo llegaremos a entendernos. Pero de aquí en más, necesitaré que no se dé por vencido al primer intento, sepa que me merece tan poco respeto quien juzga o se juzga por las apariencias, como quien elije un libro por su portada.
Álbum:La Sociedad del Club de los Libros Perdidos
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