Capítulo III
Del Club de los Libros Perdidos
Estaba yo por salir de la biblioteca, cuando ocurrió un incidente que tiempo después sería la punta de un ovillo que, al recorrer su cordel, me llevaría a algo totalmente inesperado y nuevo para mí.
La cuestión hubiera sido del todo intrascendente para cualquiera, y haré el recuento exacto de lo ocurrido para que cada quien juzgue a su parecer. Un hombre de mediana edad que recordaba de otras esporádicas visitas, siempre junto a su siervo como en el presente caso, había encontrado en uno de los libros que estaba leyendo una flor marchita que había estropeado con su savia varias páginas hasta hacerlas ilegibles. Con una indignación que me pareció exagerada hasta el ridículo y muy propia de gentes de una casta acostumbrada a servirse de todas las demás, se acercó al escritorio donde estaba la señora Ágata y la increpó aludiendo la falta de cuidado que se le prestaba a los libros, teniendo en cuenta que eran elemento primordial de la biblioteca y merecían una atención que en ese lugar gozaba de una escandalosa vulgaridad y cosas semejantes. Dicho esto, extendió el libro ante la anciana, que poco a poco mientras hablaba el hombre iba levantando su mirada desde el libro que la ocupaba. El aristócrata lo abrió entonces en la página donde estaba aprisionada la flor y mostró la mancha amarillenta que ésta había provocado, y que bastaba a justificar la teatral escena que más tarde lo hice protagonizar en mis notas personales, con muy distintas características.
Ante mi curiosidad y la atención de los demás lectores de la biblioteca que por un momento suspendieron sus líneas y volcaron sus ojos alertas a la mujer, la señora Ágata se limitó a tomar el libro, extrajo la flor y la colocó en un cuenco de arcilla que tenía en uno de los anaqueles más bajos, y lo posó sobre el libro abierto, para dejarlo por fin al costado del escritorio más próximo a la ventana.
Luego dijo sin perturbarse:
- Vuelva en una semana, el problema estará resuelto entonces.
Y a como volviera su vista a su propio libro, el aristócrata, sorprendido de haber sido desestimada su interpretación hasta tal punto, gesticuló unos instantes sin mayor criterio y partió ante mí, que entretenido de la situación terminé por sostenerle la puerta maquinalmente y saludarlo sin recibir respuesta, pero sí un tímido asentimiento de su siervo, que fielmente detrás de él se marchó siguiéndole el paso veloz. Sólo entonces partí en la búsqueda de María, con un resabio de divertimiento en mis labios, y preguntando para mis propias apuestas, si en verdad volverían al cumplirse el plazo.
Pero dejaré la conclusión del relato para más adelante, de modo de respetar el orden de las cosas como realmente ocurrieron.
Estaba aproximándose la primavera y algunos árboles lo hacían recordar, pero si bien la crudeza del invierno estaba menguando, la humedad del Río de La Plata se resentía hasta los huesos. Afortunadamente la dirección que María había dado en el registro de la biblioteca no estaba muy lejos, apenas unas calles más al norte del mercado. Resultó tratarse una casona imponente, de mediados del siglo pasado al menos, a juzgar por el estilo francés de su arquitectura, y fue sólo cuando llame a las enormes puertas que vedaban el interior de la mansión que supe que me había precipitado nuevamente. En verdad no contaba con un pretexto válido para semejante indiscreción, pues una mera corazonada no bastaba para importunar a ningún eventual visitante de la biblioteca, mas la puerta se abrió antes de que pudiera idear ningún plan que me excusara.
-Buenas tardes señor, ¿qué desea? – dijo el grave mayordomo inspeccionándome con igual gravedad de pies a cabeza.
-Busco a la señorita María Márquez, si fuera tan amable, es por un asunto de la biblioteca – dije posponiendo el tema de las improvisaciones a medida que fueran necesarias.
-¿María Márquez? – repitió casi para sí mismo.
-Sí, una muchacha delgada, de cabellos oscuros, no debe llegarme a los hombros. Disculpe si me he equivocado, pero es el caso que dejó esta dirección en el registro.
-Ella está muerta, señor – dijo mirándome fijamente -. Fue hace dos semanas. Era el ama de llaves de la casa y su descripción encaja con la muchacha.
-¿Muerta? – después de todo mi instinto no me había engañado y algo me presionó fugazmente el pecho -. Pero ¿cómo?
- La encontraron a pocas calles de aquí una mañana, hace dos semanas como le he dicho. Apuñalada, por unos asaltantes, sin duda. La desdichada se resistió, o acaso no llevaba cuánto ellos hubieran esperado…Si María ha retirado algún libro y…y le ha sido imposible devolverlo ante este imprevisto, haré que se lo busquen y envíen de inmediato.
- Oh, no, no se trata de eso...es que…yo…
El mayordomo me miró un instante furtivamente, y al cabo llegó a una conclusión, que aunque errada, me ahorró más explicaciones que me evitó más titubeos:
- Señor, le pido entonces que se retire. La niña era muy querida en la casa, y no es oportuna su indiscreción. Buenas tardes.
Y dicho esto me cerró la puerta en la cara.
Al marcharme una ráfaga de viento helado me obligó a sujetar mi sombrero y levantar el cuello de mi traje. Pero algo seguía sin cuadrar. Un asalto inesperado no justificaba el miedo que yo había descubierto en ella la última vez que la vi. Antes de atravesar los jardines que separaban la mansión de la calle, una sensación de saberme observado hizo que me volviera hacia una de las ventanas del primer piso de la casa, y por un huidizo instante hasta que las cortinas blancas se corrieran, distinguí la silueta de un joven, y si mi imaginación no jugaba con mis sentidos, estaba dispuesto a jurar que tenía el mismo destello de incertidumbre en sus ojos que el ama de llaves portara dos semanas atrás.
Pasé los siguientes días al pendiente de cualquier noticia de los periódicos, pero al parecer no había investigación policíaca para las cuestiones atenientes a la servidumbre de la ciudad. Sin duda se había dado por un atraco de bandidos para no dedicar más atención al asunto, pues tampoco encontré que hubiera habido noticias en los días siguientes a su muerte. Frecuentemente caminé por delante de la casa, a muy distintos horarios, con la expectativa de descubrir algún indicio de algo, por mínimo que fuera. Pregunté discretamente y no tan discretamente por los asuntos de la familia entre los vecinos de la manzana y los tendederos de los mercados, pero nadie sabía dar más detalles que repetir una y otra vez la versión del mayordomo, sin contar con los agregados del rumor, que pocas veces traían algo útil consigo. María Márquez no tenía familia que la despidiera, así que su entierro fue organizado por la familia de la casa donde servía, los Remigio, e incluso asistieron algunos de los vecinos que entrevisté, y todos dieron cuenta del dolor de la señora y de incluso su hijo por la pérdida. También resaltaron la entereza del señor Remigio, quien era sabido que la tenía en su estima, pero que se comportó como un caballero, digno heredero de su sereno estirpe.
Así que el joven de la ventana era el hijo de los Remigio. Tomás Remigio, según me informaron. El mismo Tomás que jamás volvió a correr las cortinas sin importar cuán atento o cuántas veces yo pasara frente a su casa.
De esta forma transcurrió una semana desde que iniciara mis investigaciones, que estaba a punto de dar por infructuosamente terminadas cuando el giro que tomó el encuentro de Ágata con el aristócrata del libro inspiró en mí la suficiente confianza como para que le revelara lo que había ocurrido con María, o mejor sea dicho, me obligara a hacerlo si no quería que la cuestión acabara sin más…