Relato de viaje
Por Vlady Kociancich
Para LA NACION, publicado el 31 de diciembre de 2010
Conocí a Federica Schiavi (el nombre es falso) en uno de los tantos congresos de literatura que giran por el mundo, a mediados de un otoño del 2003. La Schiavi pertenecía a la delegación de académicos italianos e investigaba sobre escritoras de América latina. Era abierta, cálida, una mujer de esa juventud hoy imprecisa que oscila entre los dieciocho y los veinticinco, y cuando se acercó para hablarme al cierre de un debate, la confundí con una estudiante del público, tan ligero era su paso, tan fresca su sonrisa.
La conversación fue espontánea y reveladora de coincidencias más bien obvias: propios o ajenos, los libros nos llevaban de viaje, de ciudad a ciudad, de país a país, en flashes intermitentes de encuentros literarios, donde sitios y amigos hechos en una semana de contacto se pierden en el vuelo de regreso. Quizá por la impresión de ser una partícula fugaz en un caleidoscopio de personas, alguna noche, al cabo de una cena y unas copas de vino, surgen las palabras más íntimas. Algo de la patria lejana, de la familia allá, de los hijos si hay hijos. Y fue en una de esas noches que me enteré, sorprendida, de que la casi adolescente Federica Schiavi hacía rato que había pasado los treinta y ya cargaba dos divorcios. Más sorprendida aún, oí la explicación de sus matrimonios fracasados: "Buscaba al hombre de mi vida, lo encontré en Egipto y lo perdí por tonta".
Hubo un par de razones para que de vuelta en Buenos Aires yo no olvidara esa confesión sentimental y novelesca. Una era el correo electrónico, que desde Milán me traía noticias de Federica Schiavi, con posdatas que iban agregando detalles a su tragedia amorosa en la insistencia de quien por pudor o timidez no se atreve a contarla a alguien cercano. La segunda razón fue la nostalgia. Tiempo atrás me habían invitado a dar una charla en la Universidad de El Cairo y, como ella, había hecho el famoso tour por el Nilo. De modo que en esas posdatas no sólo leía el itinerario donde Federica había encontrado y perdido a un hombre, sino una suerte de reconstrucción del mío, editado por otra escritura, melancólica y bastante sombría.
Desde el primer momento, el viaje de Federica se había impregnado de zozobra. Para llegar a Lúxor, el sitio de partida del crucero, debió tomar el único vuelo disponible. A las cuatro de la mañana. Era noche cerrada cuando salió del hotel y más cerrada aún en el aeropuerto. Un escuálido grupo de pasajeros aguardaba con ella, todos hombres que evitaban mirar a la única mujer sentada en una butaca de plástico. La rodeaba un murmullo soñoliento de voces árabes. Soldados de uniforme blanco vigilaban las puertas de entrada y de salida, y también eran militares el par de empleados del check-in que no parecían saber más que unas pocas frases en inglés. Federica recordó el asesinato de turistas en Lúxor, una noticia vieja pero que había dado vuelta el guante de la hospitalidad tradicional de Egipto, mostrando un revés de tensión y desconfianza. Aunque los viajes la habían acostumbrado a las sorpresas, sintió miedo, no de un ataque terrorista, sino de andar sola, de no hablar el idioma, de estar desamparada, en suma. Extrañó a los colegas de los que se había despedido, se arrepintió de la excursión y estuvo a punto de volverse al hotel. No lo hizo. Subió al avión. Menos por un impulso de coraje que por abandonarse al desorden de la fatalidad, intuido en las calles de El Cairo. Aquel crucero estaba marcado de antes, pensó, le quedaba solamente abordarlo. Y esperar.
Esperó sin esperar, mimetizándose con la fe oriental de que hagas lo que hagas tu destino te sucederá. Y entregada a la corriente de la vida, tomó el único taxi destartalado que halló en el aeroparque de Lúxor, dio al chofer el papelito con la dirección escrita en árabe, se dejó llevar a oscuras por un sinuoso camino de tierra, y vio, al cabo de una hora, el rojo violento y bellísimo de un amanecer africano.
Federica rememoraba el comienzo de su paseo como postales mágicas de escenas en un film, con ella en la platea. El viejo Lúxor Hotel, donde desayunó con ancianos ingleses, espectros del imperio perdido al que volvían en sus vacaciones; el crucero anclado en el puerto; el precario lujo occidental que se desinflaba en su avance sobre la antigüedad del río, como si un puño de historia milenaria lo fuera apretando hasta sacarle la última gota de impostura; la cubierta con mesas y bebidas una noche en que el resplandor de la luna apenas iluminaba el agua partida en dos por la proa del barco, el rincón en que Federica se había sentado. Desde ahí, a su espalda, oía las risas altas de un grupo de españoles y la conversación imparable de otro grupo de ingleses. Miraba la doble espuma del oleaje, ya deprimida y preguntándose si valía la pena esa aventura de confinamiento solitario, cuando se le aproximó una de las mujeres de la mesa británica. No podían permitir, le dijo sonriendo, en el inglés saltarín de Londres, que estuviera aislada en un lugar lleno de gente. La mujer, rubia, bonita y decidida, rechazó las protestas de Federica sobre no molestarlos y ella aceptó la invitación con agradecimiento. Media hora después, era parte del grupo como si se hubieran embarcado juntos.
"Te ahorro los pormenores de la navegación", me escribió en uno de sus mails . Pero las posdatas se alargaban en descripciones minuciosas. De los templos de Lúxor y Karnak, del Valle de los Reyes, de las caminatas para visitar tumbas de faraones, herméticas en el silencio del vacío como los jeroglíficos. Ni una mención del hombre de su vida. Quizá trataba de olvidarlo recreando una memoria de monumentos y paisajes. Que también se cortó en el transcurso de unos meses. La correspondencia con la Schiavi se hizo espaciada y neutra, de sosas noticias profesionales, hasta que tres años después volvimos a cruzarnos en otro evento literario. Con desconcierto, noté que me esquivaba. Recordé las posdatas y me dije que ése es el precio de las confesiones íntimas: avergonzarse de que las hicimos.
Siempre entristece perder una amistad inteligente por nimiedades que tienen más importancia para el que habla que para el que escucha, pero me pareció normal y ya había eliminado de mi correo a Federica y su romance egipcio cuando me llegó un nuevo mensaje. Asunto: Abu Simbel. Un texto sin saludo ni disculpas. El relato de las circunstancias en que había descubierto al hombre de su vida.
El tramo de Lúxor a Abu Simbel era en avión. Federica, rodeada por el optimismo compacto de los ingleses, se sentía tan segura y alegre como si devuelta a la niñez estuviera en un patio de juegos, divirtiéndose con otros chicos. Esa inocencia se borró en el aeropuerto de Asuán. Los recibió el ejército. Fueron escoltados a unos buses entre los gritos de oficiales que malamente trataban de imponer un orden al caos de turistas. Por suerte, en el ómnibus de Federica iba la inglesa bonita, que la saludó con un gesto de alivio. Atravesaron un páramo de roca y arena, arribaron a otro. Las puertas se abrieron, los soldados vociferaron: ¡Abu Simbel! Aturdidos por el calor, los pasajeros del avión marchaban en hilera, como presos, bajo un sol de justicia. Los detuvo el gentío apiñado contra una barrera de uniformes. Eran turistas de otro vuelo, aguardando el arribo de los guías de civil que los conducirían a los templos.
Había un bazar improvisado junto a la carretera y el oasis de un kiosco donde vendían agua mineral. Muerta de sed, Federica corrió hacia el kiosco, pero el vendedor no la entendía o no quería entenderla, y repetía la palabra dólar moviendo los dedos delante de su cara hasta casi rozarla. De pronto, otra mano la tomó del brazo y la apartó."Déjemelo a mí", dijo en inglés una voz firme. Era un hombre muy alto, bronceado, que sin soltarla se volvió a los que esperaban atrás de Federica, y con el mismo tono de autoridad serena les informó que él se ocuparía. Y compró las bebidas, las pagó, las repartió a cada uno de la fila donde, atraídos por el imán de ese desconocido, también se juntaron los ingleses de Federica.
Dirigidos por él, recorrieron el circuito de estatuas y dioses gigantescos que presidía Ramsés II, el constructor, al modo de un dictador del Tercer Mundo que cuelga su retrato en cada esquina. Era imponente, inhumano casi, el arte de esos templos. Pero Federica no veía más que al hombre que los amparaba de la incompetencia de los guías, alto como Ramsés, mítico en la veneración que despertaba en ella, en el inexpresable dominio de su trato. Supo que se llamaba William en el café del edificio que exhibe el traslado de los templos de Asuán. Durante esa pausa sin él a la vista, un italiano que se presentó a Federica como miembro del grupo de aquel líder dijo: Ah, Will, qué tipo. Y le contó que Will era de Australia, que había hecho una fortuna y que decidió celebrarla llevando a sus amigos de toda la vida y distintos países en un viaje de placer por los sitios turísticos más hermosos del globo. Todo a su cargo, por supuesto. Egipto era sólo una etapa.
La historia, de por sí singular, reforzó el impacto de su enamoramiento con un golpe de gracia: la generosidad. Aunque Federica no podría trazar exactamente los rasgos del australiano, entendió el porqué de la atracción. En el centro de esa generosidad estaba el hombre que ella había soñado. Minutos después, salía del café en su busca, con la alocada idea de pedirle que la incluyera en aquel grupo de amigos trashumantes. No llegó más lejos de la puerta. Consternada, lo divisó a la sombra de las piernas monumentales de Ramsés en su trono de roca. Abrazaba a la inglesa bonita. Federica retrocedió ardiendo de humillación y de vergüenza.
No le costó esconderse entre la muchedumbre, eran tantos. Y la generosidad del hombre lo cercaba con una muralla de consultas. Se vieron por última vez cuando ella estaba subiendo la escalerilla del avión que la regresaría a El Cairo y él esperaba otro transporte en la pista de aterrizaje. Durante un instante, Federica creyó que la miraba con un extraño desconsuelo, como si quisiera detenerla. Apenas un instante de ilusión: ese desconsuelo era el suyo. Que luego se agravó al descubrir a la inglesa bonita sentada del otro lado del pasillo. En un arranque de celos, Federica abrió el bolso, sacó la tarjeta que él le había dado, la destrozó y la tiró, consciente de que con ese acto de furia había roto un mito. El tan antiguo mito que narra que hombres y mujeres fueron en el principio un solo cuerpo que, dividido por los dioses, anhelan reencontrarse con su mitad original.
Un epílogo lastimoso cerraba el texto. Federica culpaba de la fiebre de su pasión al estudio de novelas de amor escritas por mujeres. Naturalmente, me indigné. Pero la notaba tan triste que sólo le pedí que excluyera la literatura argentina de esa venenosa generalización. Me respondió: "Es cierto. Por eso te confié mi historia. Necesitaba la piedad que hay en la ironía".
Dos años más tarde, me invitaron a un simposio en Milán. A Federica le mandé un mail de aviso. Yo tenía pocos conocidos ahí y el correo electrónico nos había hecho muy amigas. Pero se había mudado a Ferrara. ¿No me gustaría conocer su nueva casa?, preguntó. Y ensalzaba la ciudad del gran escritor Giorgio Bassani como si copiara páginas de sus libros, tentándome. Pero fue la posdata lo que me decidió: "Vivo con Will y soy feliz". No explicaba cómo ni dónde se había producido el milagro.
Llovía a mares cuando bajé del tren. Federica debía esperarme en la estación. No la reconocí hasta que la tuve delante y me abrazó. La frágil Schiavi había engordado y una madurez opulenta la envolvía como un traje demasiado amplio para la jovencita de otrora. En la vereda de su casa, un antiguo edificio marrón, me susurró: "Gracias a Internet, el mundo hoy es infinitamente más chico que un pañuelo". Ahí, bajo un paraguas chorreante, oí entera la búsqueda que había emprendido su hombre cuando al término de otros viajes, desolado, comprendió que no podía vivir sin ella. Fue la inglesa bonita, a la que casi abandonada toda esperanza recurrió por mail , la inglesa que se descompuso en el calor de Abu Simbel y que él había atendido fuera del café, quien dio la solución. Guardaba todos los nombres de su grupo, también completo el de Federica, que por su trabajo académico surgió entre los millones de páginas de la Red.
El ascensor de jaula que nos subía al piso de mi amiga era trémulo y lento como el crucero por el Nilo. Sentí que Lúxor, Abu Simbel, el desierto, las noches de increíble esplendor, los días puros de luz, convergían en el mustio ascensor junto con una bochornosa raya de envidia. ¿Quién no ha deseado hallar alguna vez, en el secreto de la imaginación, el Santo Grial de un amor romántico? Al fin iba a conocer al héroe de las posdatas, que literariamente había compartido con Federica Schiavi a través del correo. De mi admiración por el altísimo australiano, protector de mujeres en peligro, guía natural de otros hombres, sólo puedo decir que el enamoramiento es contagioso. Hasta que Federica abrió la puerta.
Quizá fue la lluvia y la opacidad terrosa de Ferrara, pero una sombra oscurecía al señor mayor que se levantó de un sillón, con el Herald Tribune en la mano. No era alto, apenas una cabeza más que Federica, flaco pero no musculoso. Había entradas de calvicie en el pelo rubio y con canas, y nos recibió tímidamente, como inseguro de su cortesía. Sólo en sus ojos, de un azul intenso, pasaba un reflejo del humor y la inteligencia que yo había leído en las posdatas. Tomamos el té. Federica hablaba, él escuchaba, dócil. Habló largamente de Will y de los viajes en que gastó todo su dinero. Pero estaban contentos. Ferrara era más barata que Milán, ella trabajaba en la universidad, Will se ocupaba de la casa.
Mi desilusión, ¿por qué ese fin agrisado y burgués a una historia exótica?, era idéntica al resentimiento del lector si las últimas páginas de un libro desmoronan sus expectativas. Los había imaginado saltando de aventura en aventura, de avión en avión, de barco en barco, eternamente jóvenes y audaces. Me sentí estafada. También mezquina. Caramba, eran seres humanos, no personajes de ficción. ¿No habría reescrito yo los mails de Federica con mi propio deseo de romance, bien oculto bajo nuestra piadosa ironía?
En el momento de irme, como si hubiera escuchado mis pensamientos, Will tomó de un mueble una fotografía enmarcada y me la enseñó. Era del templo de Abu Simbel, ellos posando, Will muy alto y bronceado, Federica esbelta y diminuta. Cuando levanté la vista de la foto, marido y mujer se miraban. Una mirada igual a esa lejana en Lúxor. Los ojos azules del hombre parecían iluminar con una luz directa, como el rayo de sol que a cierta hora entra en el templo de Ramsés, la cara de Federica, que tembló de amor y de confianza, en la gloria de su feminidad.
Hoy, si alguien dice "el hombre de mi vida" o "la mujer de mi vida", ya no pienso en el Nilo y sus misterios, ni en novelas románticas. Pienso en Ferrara bajo la lluvia, en Federica Schiavi, en la astuta modestia con que suelen manifestarse los grandes sueños que se cumplen.
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